Victimismo, exigencia de respeto, desprestigio de las instituciones, infantilización del mensaje, creación a medida del votante… Estos son los rasgos comunes a todos los populismos que azotan, desde hace más años de los que pensamos, todos los rincones del globo. Y también son los pasos que configuran Cómo perder un país (Anagrama), el último ensayo de la periodista y escritora turca Ece Temelkuran (Esmirna, 1973), la columnista política más leída de su país, colaboradora habitual de los principales medios occidentales, que lleva años exiliada de Turquía por el recrudecimiento del régimen de Erdogan.
“El otro día alguien escribía en Twitter que el libro debería venir con el aviso de: ¡Atención, no es un manual para dictadores!”, comenta entre risas la periodista, que comienza su relato narrando el ficticio golpe de Estado orquestado por el gobierno en 2016 para desencadenar una feroz represión y una reforma legal que endureció la autocracia que hoy domina Anatolia. “Cada país es diferente y tiene su propia realidad, pero es verdad que en todos hay unos ciertos patrones, modelos comunes. No estoy muy contenta de haber escrito este libro, pero creo que es el deber de aquellos que defendemos la dignidad y el racionalismo del sistema estar en contacto y compartir nuestras experiencias, temores y esperanzas. Porque ellos, los otros, también lo hacen”.
Pregunta. Desde principios de los 2000 el populismo se comenzó a expandir en países como Venezuela, Rusia o la propia Turquía, ¿por qué el mundo occidental no lo vio venir?
Respuesta. Igual que con la crisis económica, mucha gente, especialmente la élite política e intelectual, eligió no verlo. También en el mundo intelectual hay modas, y en esos años estaba de moda no mirar. Además, tampoco pensaban que iba a ser un movimiento sostenible, pues como el sistema democrático en aquel entonces no daba todavía señales de crisis se autoconvencieron de que sería algo pasajero. Sin embargo, más que una crisis política, estamos ante un problema filosófico. El problema de por qué y cómo debemos defender a la democracia.
P. En el inicio de estos movimientos, el poder impone siempre una sarta de creaciones mitológicas, ¿qué lleva a la gente a creerlas más allá de la lógica y del racionalismo?
R. Desde la Antigua Grecia el ser humano siempre ha funcionado en base a historias, mentiras y mitos pero lo importante es saber distinguir qué historia quieres creer. El gran mito que el populismo cuenta a las masas tiene que ver con el concepto de orgullo. Es una realidad que en el mundo en general hay un estado de ira provocado las desigualdades sociales cada vez más acusadas, lo que al final lleva a la rotura de la dignidad de las personas. Pero es clave entender que hay una gran diferencia entre orgullo y dignidad. Para devolverle su dignidad a la gente sería necesario cambiar el sistema, pero como eso no es tan fácil, se hace necesario recurrir al orgullo, que es una palabra más fácil de vender. El orgullo y el respeto que reclaman los populistas son caballos de batalla que en realidad esconden represión e intolerancia.
"No nos aburre la política, sino la impotencia que genera que, desde los años 80, seamos en realidad objetos políticos y no sujetos políticos"
P. En todos los países donde se implanta el populismo surge en un principio la esperanza de que estos movimientos y líderes que aseguran estar fuera de la política pueden, si no refundar, al menos sacudir un sistema visto con hastío. ¿Por qué no ocurre y cómo se aprovechan del sistema?
R. Este concepto de aburrimiento es, en cierta manera, una falacia de nuestro Zeitgeist. No nos aburre la política, sino la importancia que tiene la política, la impotencia que genera que desde los años 80 seamos en realidad objetos políticos y no sujetos políticos, lo cual es algo altamente fastidioso. El problema es que la democracia se ha convertido hoy en día en una especie de rito, una ceremonia en la que creemos que, al final, con el voto, no es posible cambiar nada.
Para Temelkuran el origen de muchos aspectos del populismo actual se remite a la época del neoliberalismo que imperó en los años 80, pues, en su opinión, “desde la época Thatcher y Reagan, domina en la política la idea de que no hay alternativa alguna a la democracia, lo que causa un enorme cansancio en la población, que se pregunta para qué votar, se cuestiona su sentido”. Es en este hueco donde, según defiende, los populistas han creado la mentira de una nueva política ajena o por encima de la tradicional. "Pero simplemente quieren que tú no hagas política mientras ellos hacen la suya, que, si te detienes a observarla, muy probablemente va en contra de tus intereses”, explica.
P. Como narra su libro,Turquía ha pasado en las dos décadas del siglo XXI de ser una república laica a una dictadura religiosa, ¿cómo ha pasado esto?
R. Ha sido un proceso muy largo y muy doloroso. Todo comenzó en 2002, cuando el régimen actual subió al poder, pero el verdadero problema es que hasta 2013, los principales medios del mundo occidental, así como los intelectuales, aplaudieron todo este proceso de forma más que entusiasta. La moda intelectual era asegurar que Turquía era un ejemplo para el resto de países musulmanes de la región y una demostración de cómo la democracia podía convivir con el islam. Lo que era una idea esquizofrénica, un prejuicio fruto de la falta de conocimiento real. No hay más que ver el ejemplo de que en pocos meses Boris Johnson está llevando a Reino Unido al infierno y en tres años Trump ha hecho lo mismo con Estados Unidos, imaginémonos lo que han sido 15 años de ese proceso en Turquía, mientras todos los medios famosos occidentales nos decían que por qué nos quejábamos de una democracia tan estupenda. Pero quizá la cuestión no es cómo esto ha ocurrido en Turquía, sino cómo ha pasado en países que son cunas del parlamentarismo y la democracia como Reino Unido o Estados Unidos. Si en países como éstos gobiernan estos dos rubios peligrosos, cómo no iba a suceder en mi país.
"Tenemos que participar en las redes políticamente, porque son el campo donde actualmente se fijan la verdad y los hechos. No podemos dejarlas a merced de los poderosos"
P. También alude a que internet y las redes sociales, gran fuente de conexión y conocimiento proporcionan a esta gente un altavoz y una difusión enormes, ¿es una paradoja que el mundo virtual nos haga más vulnerables a estas formas de gobierno?
R. El gran problema es que hay un concepto erróneo de lo que es internet y las redes sociales. Tenemos que pensar que son entes regidos por empresas privadas con sus propios intereses, no se trata de una esfera pública y libre. Nuestras conversaciones están dominadas, controladas, e incluso manipuladas, como en el Brexit, por empresas que tienen lazos con los poderes políticos y económicos y nos utilizan para sus intereses. No es un espacio equitativo, justo y franco para todos. De hecho, son un poder de tal magnitud, tan grande que no hay un solo contra poder en todo el mundo que las pueda controlar y regular. Vivimos actualmente en una terrorífica jungla de comunicación, que, como cualquier jungla, se rige por el poder del más fuerte.
A este respecto, la periodista apunta que “durante los movimientos de ocupación reivindicativos de hace unos años, e incluso en la Primavera Árabe, las redes fueron muy efectiva e inteligentemente utilizadas por la oposición a los poderes establecidos. Fue después cuando éstos se dieron cuenta del poder de las redes y empezaron a hacer lo mismo, utilizar las redes para manejar la opinión”, opina. “Estamos actualmente en una transición, tratando de transformar la democracia desde las instituciones y usos del siglo XX a los del XXI, y todavía no tenemos muy claro cómo hacerlo”, reconoce, aunque sostiene que ese cambio pasa por las redes. “Tenemos que participar en ellas políticamente, porque son el campo donde actualmente se fijan la verdad y los hechos, tenemos que estar presentes y participar para que no queden sólo en manos de los poderosos que las manejan ahora a su antojo”.
P. El populismo ataca a las élites intelectuales, pero nunca a las económicas, ¿estamos asistiendo a una rotura de bandos en la clásica lucha de clases donde la clase obrera y el gran capital se alían contra la izquierda tradicional?
R. Tampoco es algo inédito en la historia, pues debemos recordar que la clase popular fue el principal soporte de dictadores como Hitler, Mussolini o Franco. El ser humano tiene esa capacidad desconcertante de tomar decisiones catastróficas contra sí mismo. Esta disolución del tradicional hermanamiento de la izquierda viene de los años 80, cuando, sobre todo con la caída del Muro de Berlín, se produce un corte radical entre la intelectualidad clásica y la clase trabajadora. Poco a poco caló la idea de que la injusticia social, tradicional reivindicación socialista, era un tema pasado de moda y se dejó de hablar de ella. Además, los medios, partidos y sindicatos de izquierdas comenzaron a separarse unos de otros, a dispersarse, algo que considero un plan premeditado por otros poderes. Entonces las clases trabajadoras se han volcado hacia estos populismos de extrema derecha que sí les hablan de sus preocupaciones más acuciantes.
"En Occidente hay un gran entusiasmo por el individualismo, pero la idea de que el ser humano detesta organizarse es no sólo ridícula, sino antihistórica. Hay que recuperar los lazos comunitarios"
P. El libro narra cómo el individualismo de corte capitalista han destruido la verdad, vergüenza e imaginación comunes, nos ha llevado al fin de los valores comunitarios y sociales construidos por el siglo XX, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
R. Creo que hay una percepción errónea del individualismo, pues lo basamos en la libertad de consumo y esto nos lleva a lo que hablábamos de pensar que la política es aburrida, de que no hay por qué organizarse. Esto es en buena parte culpa de los medios de comunicación occidentales. Por ejemplo, las protestas de la Plaza Tahrir en El Cairo, que estuve cubriendo en directo, se presentaban en los periódicos de aquí como una especie de impulso popular individual de protesta. Pero no era así, estaba todo organizado, había detrás sindicatos, agrupaciones… En Occidente hay un gran entusiasmo por este individualismo que en realidad es una mentira impuesta sobre nosotros. La idea de que el ser humano detesta organizarse es no sólo ridícula, sino antihistórica. Finalmente, creo que estos movimientos de agrupación política, asamblearios, terminarán volviendo, porque son más necesarios que nunca.
P. Hacia el final habla de los niños y del futuro de la gente crecida en estos sistemas y dice que aunque los líderes populistas desaparezcan, su lógica de pensamiento seguirá ahí, ¿cómo se combate, cómo se recuperará a esta generación para una sociedad democrática?
R. Uno de los grandes daños del populismo es que cortan la comunicación entre generaciones. Yo misma noto cortadas las líneas de comunicación entre mi generación y los jóvenes, no sé qué caminos usar para llegar a ellos. Creo que a menos que logremos colectivamente avergonzar a los populistas y hacerles ser conscientes de la monstruosa realidad que han creado, que me parece difícil, ellos no van a dejar de seguir extendiendo su ideario, lo que desembocaría en el fin del racionalismo. Pero curiosamente, aunque parece que las nuevas generaciones son las más apolíticas o las más pasivas políticamente de los últimos tiempos, no creo que sea así. Simplemente viven un discurso político distinto, están en política, aunque crean que no, de una manera distinta. ¿Cuál podría ser una salida a este drama en el que estamos? Poner en conjunto a ambas generaciones buscando una salida. Pero no mirando a soluciones del pasado, como recuperar los marcos sociales previos a los 80, porque eso no volverá, pero sí una manera de comunicarse cara a cara, algo complejo con las nuevas generaciones. Esa es la esperanza.