Volver al pintor boloñés Giorgio Morandi (1890 - 1964) es siempre una experiencia cautivadora. La inmensa mayoría de su legado pictórico, salvo algunos retratos y paisajes de su primera época, son naturalezas muertas, inmóviles, que se han considerado como un género menor pero que en este artista alcanzan un valor sustantivo. Pinta “meras cosas” que devienen esenciales en cuanto que indican de modo paradójico un elogio de lo cotidiano que acompaña nuestra existencia y, a la vez, una advertencia moral, un memento mori moderno. ¿Cómo no apreciar sus célebres bodegones como variaciones emparentadas con la tradición de las vanitas en la historia del arte? A través de series pictóricas y gráficas compuso delicadas e intempestivas imágenes: un muestrario de la metafísica de lo cotidiano. Apenas viajó y realizó su obra en el estudio-dormitorio de su casa. Sorprende esa voluntaria reclusión en un espacio doméstico limitado. No obstante, su casa albergaba una gran biblioteca sobre arte que le servía de fuente para sus indagaciones formales y extravíos imaginarios. En sus inicios tuvo un efímero contacto con el futurismo italiano, y posteriormente, en 1919-20, se une a figuras como Carlo Carrà, Mario Sironi y Giorgio de Chirico en el movimiento de la Pittura Metafísica.
Morandi pinta "meras cosas" que devienen esenciales, un elogio de lo cotidiano que acompaña nuestra existencia
La exposición Morandi y los Maestros Antiguos, comisariada por Petra Joos con la colaboración de Giovanni Casini y el asesoramiento de Vivien Greene, permite una lectura inédita a través de una cincuentena de obras. Ilumina de otro modo su trayectoria creativa. No tiene un carácter antológico como la que, en 1999, se celebró en el Museo Thyssen-Bornemisza. En esta ocasión, la vuelta a Morandi se traza como una aproximación a los principales veneros artísticos que han conformado sus elecciones pictóricas y su vocación creativa. “Los maestros antiguos y modernos -escribió en 1928- me llevaron a considerar con cuánta sinceridad y sencillez (…) habían producido obras vivas y llenas de poesía”. Sin experimentar la ansiedad de las influencias, sino elogiando a sus predecesores, se presenta un selectivo museo imaginario, un juego intertextual que podemos reconocer. De este modo se organiza el itinerario en torno a tres ejes que ocupan tres salas diferenciadas: la teatralidad de la pintura española del siglo XVII, el naturalismo del Seicento italiano, y la intimidad y la geometría de Chardin.
En la primera sala, se despliega una selección de sus primeras pinturas donde se vincula con la tradición del bodegón. Una exposición en Roma, organizada en 1930 por su amigo e historiador Roberto Longhi (figura clave en la formación de conocimiento sobre la historia del arte) le permitió admirar algunas obras de artistas del Siglo de Oro español. En este espacio se incluyen algunos bodegones de Morandi que evocan la composición armoniosa de las obras de pintores como Zurbarán y Meléndez. Además, una serie de pinturas de flores testimonia un homenaje a las que pintó el Greco, por ejemplo, en La Inmaculada Concepción (1607-1613). Focaliza su interés no tanto en la alegoría religiosa del cuadro sino en una fragmento trivial: un ramo de flores. Ya inicia así un interés por la cita o apropiación que motivará su vía plástica.
La segunda sala expone a un Morandi atento a sus antecedentes barrocos e influencias posteriores, aunque se centra en elementos muy concretos de estas imágenes. Longhi describe la obra de su amigo como un nuevo viraje en la tradición del incamminato (encaminado) de la Escuela de Bolonia que postulaba una interpretación inmediata y expresiva del naturalismo. En esta sección se confrontan pinturas de autores de esa escuela (entre las que cabe destacar las escenas de género de Giuseppe Maria Crespi, otro pintor también de origen boloñés) con las naturalezas muertas de Morandi. Estas van reduciendo sus contrastes cromáticos en la corporización de sus objetos. Una naturaleza muerta de 1941, sin duda una de las más bellas en un juego de ocres y marrones, que adquiere un efecto casi espectral.
En la tercera, “Espacio y matière: Chardin y Morandi”, quizá la que concentra un mayor interés, se da cuenta de la admiración que sentía por el pintor francés de género Jean-Baptiste Siméon Chardin. Lo descubrió en revistas de arte francesas en los años veinte. Dos obras suyas suscitarían una influencia notable en la última época de Morandi: Naturaleza muerta con granadas y uvas (1763) y una versión de El castillo de naipes (después de 1735). El extraordinario conjunto de pinturas de los años cincuenta del siglo XX magnetizan de modo poético y melancólico nuestra imaginación. Los modestos objetos y el prudente uso del color (malvas, azules, ocres sutiles y matizados) engrandecen un género de la pintura que daba forma a la desaparición que amenaza toda existencia. Sus naturalezas muertas muestran, no predican, un ascetismo de signo místico. Las seguimos celebrando como meditaciones plásticas en las que parece detenerse la experiencia temporal e histórica.