Como aquel Funes el memorioso nacido de la ficción de Borges, su mente guarda detalles increíbles de una vida no menos inverosímil. Siempre con la escritura como eje central, el chileno Jorge Edwards (Santiago, 1931) fue testigo o protagonista de buena parte de la escena literaria y política latinoamericana del siglo XX. Desde su puesto de diplomático, las décadas centrales de la pasada centuria, un período de radicales transformaciones políticas, sociales y literarias, fueron años en los que conoció e hizo amistad con Pablo Neruda y con los futuros autores del boom, pero también en los que asistió al radicalismo y la represión de la Revolución cubana, al Mayo francés y la Primavera de Praga o al golpe de estado de Pinochet en su país. Una experiencia vital condensada en Esclavos de la consigna (Lumen), su segundo tomo de memorias, un testimonio afilado y libre de lo que fueron aquellos años donde política y literatura caminaban muchas veces de la mano.
Pregunta. ¿Cuál es el afán que inspira estas memorias? ¿Por qué es ahora el momento de recopilar toda una vida?
Respuesta. La vida ha transcurrido y han pasado muchas cosas. Tengo la memoria tan cargada que debo soltar lastre. Creo que los ochenta y varios años son un buen momento, porque las memorias deben escribirse desde cierta distancia. Como toda literatura, las memorias tienen su momento, ése en el que uno se siente cómodo y vivo al contarlas. No me quedo en un punto fijo, sino que me paseo, hago digresiones, doy vueltas... Para mí tienen que ver con la historia interna de las cosas, lo que Unamuno llamaba intrahistoria. Y considero que el género memorialístico se adapta bien a mi lenguaje de escritor. La novela y el ensayo, y hasta la poesía, tienen mucha relación con la memoria personal de las cosas. Cuando leo a poetas de calidad me encuentro con que están recordando su infancia, una piedra, o una tarde con lluvia en París como César Vallejo, que es un poeta que leí con gran amor. Por eso, si en el lenguaje de mis memorias hay un aire de poesía, me considero satisfecho.
P. Terminará este viaje con un último tomo que llega hasta la actualidad, ¿cómo avanza la redacción de este volumen?
R. Pues ya estoy escribiéndolo a buen ritmo, aprovechando los muchos ratos libres que tengo. Y escribo con total libertad. Aquí hablo inevitablemente de la vejez avanzada. Por ejemplo, escribí un capítulo, recién lo he terminado, de un amigo viejo que era un gran escritor: Francisco Ayala. A Paco Ayala lo conocí en una universidad norteamericana cuando yo era muy joven, y lo frecuente hasta sus últimos momentos. Al final, con 103 años ya había perdido la vista y el oído. Siempre me decía: "Jorge, la muerte se olvidó de mí". Cuando gané el Cervantes hice una cosa que nunca he contado hasta ahora en este libro. Fui a verlo a su casa, sin avisar ni nada. Timbré, me abrió y nos sentamos a la mesa ante un botellón de whisky Black Label. Y en dos horas nos tomamos todo el botellón el viejo y yo. Paco al final reía y estaba feliz. Yo salí borracho a la calle y me perdí por la Gran Vía, pero fue una gran celebración del Premio Cervantes. La vida hay que tomarla así, con risa, con paciencia, y con literatura, y entonces el Black Label no hace daño.
"Es imposible escapar totalmente de la política, y más en aquellos años. Pero Neruda tenía un deseo de reconciliación, de salir de ese esquema dual"
P. En este segundo volumen se explaya sobre su relación con Neruda, ¿cómo lo conoció y cómo fue esa convivencia?
R. Fue él quien me mandó llamar cuando publiqué mi primer libro de cuentos, en 1952, un libro autoeditado que me imprimió un activista español emigrado al que luego asesinó la Junta Militar de Pinochet. Era además de un poeta inmenso un gran amigo de sus amigos. Pero a veces tenía opiniones difíciles de compartir. A nivel literario, por ejemplo, desechaba a los poetas librescos y literarios, como Borges o César Vallejo, cuya distorsión del lenguaje lo intrigaba, y enfurecía. Decía que para qué darle tanta vuelta a las palabras. A nivel político era todavía más complejo y radical. Creo que hacia el final, con testimonios como los de Yevgueni Yevtushenko comprendió lo que había sido el estalinismo y era el castrismo, pero prefirió mirar hacia otro lado. Y como amigo era excepcional. Por ejemplo, también tomaba whisky en cantidades monumentales, porque había estado de cónsul en las antiguas colonias británicas del lejano Oriente, Birmania, Ceilán… Y allí le enviaban el whisky de Escocia en unos barrilitos. Él presumía de poder distinguir un whisky de otro. Yo no me lo creía, pero me reía con estas cosas.
P. Usted dijo alguna vez que el intelectual solo se asoma a la política, que quienes entran en ella piensan poco. ¿Por qué coqueteó usted entonces con ella?
R. Cuando era joven, pensaba que nunca sería comunista porque no estaba de acuerdo con ese realismo socialista que se imponía entonces. Con el tiempo, creo que es imposible escapar totalmente de la política, y lo era más en aquellos años tan politizados. De lo que huí siempre fue del radicalismo. Y creo que incluso muchos de los supuestos defensores a ultranza de la doctrina también tenían dudas y aspiraban a eso. Por ejemplo, justo ayer leí un poema de Neruda que me ha dejado pensando, un poema de reconciliación. Comienza de esta manera: "Os amo realismo e idealismo", y después dice, "soy decididamente triangular". O sea, no soy uno u otro, ni el bueno o el malo, el religioso y el ateo, no, soy triangular, decía Neruda. Expresa aquí un deseo de reconciliación, de salir de ese esquema dual.
P. Justamente con Neruda coincidió en su carrera de diplomático, su eterno viaje internacional, ¿qué le ha aportado esta profesión?
R. Honestamente, me metí a diplomático porque lo que quería era leer y escribir, y pensaba que los diplomáticos no hacían nada. Con esa idea elegí la profesión. Pero me equivoqué, porque los diplomáticos hacen muchas cosas. La mayoría pueden parecer grandes tonterías, como otorgar una medalla, ir a conciertos y cenas de galas, dar discursos a cada rato, pero son cosas que deben ser hechas. Resultó que mi amigo Neruda había sido diplomático, así que durante un tiempo él fue mi embajador. Era divertido, aunque me llamaba muchas vecesa las seis de la mañana, porque era muy nervioso como embajador, casi obsesivo. Tenía miedo de que las cosas no estuvieran bien organizadas: "¿Va a ir un coche a buscar al ministro?", "Sí, Pablo". "¿Y están puestas las flores en la mesa?", "Sí, sí...". Sin embargo mi profesión y pasión ha sido la literatura, una gran aventura que ha durado toda la vida y sigue durando.
P. En aquella mitad del siglo XX, todos creían en la utopía socialista, ¿cuándo se convirtieron en esclavos de la consigna?
R. En aquellos años había mucho consignismo político. Fulano de tal era un apestado porque era anticomunista, Cabrera Infante era otro apestado porque se había arrancado de Cuba, Yevtushenko, apestado porque había vivido bajo Stalin y no lo habían fusilado. Ya ve, hasta vivir podía ser pecado. Era muy fácil que la ideología se transformara en fanatismo. La revolución no era un hecho político, era una Iglesia y una religión, y si tú eras un hereje debías ser condenado a muerte, no existías. Para existir había que ser acólito de esa religión política. Y había otro gran pecado era apostatar.
"Al llegar a Cuba, me di cuenta de varias cosas que me trastornaron. Todo era silencio, recelo y sobre todo miedo"
Estuve presente en una entrevista que le hizo a Neruda en París, Edouard Bailby, de la revista L'Express, que era la que todo el mundo leía entonces. El periosista interrogando a Neruda sobre su actitud con respecto a Trotski, el gran enemigo de Stalin, porque Neruda, después de que Siqueiros, el gran pintor mexicano, trató de matar a Trotski, le dio visa a Siqueiros para que se fuera a Chile todo el resto de su vida. El reportero lo asediaba a preguntas, le preguntaba por su Oda a Stalin: "¿cómo pudo escribir usted esto?". Y Neruda al final dijo: "Je me suis trompé. Me equivoqué". Admitir el error en esa época de consignismo agudo era un acto extraordinario, pues todos éramos infalibles y sabíamos dónde había que estar y lo que era correcto o no políticamente, como en todas las religiones.
P. Pero usted se la jugó a quedar marcado publicando lo que sería el complemento perfecto de este libro, la novela Persona non grata, ¿cómo recuerda su escritura y sus consecuencias?
R. Escribí aquel libro porque al llegar a Cuba, me di cuenta de varias cosas que me trastornaron. Todo era silencio, recelo y sobre todo miedo. Era como vivir en una novela de espías. En Chile, la mitad de la gente pensaba que la panacea, la solución a todos los problemas de la sociedad, para sus diferencias, su pobreza, su miseria, era una revolución como la cubana. Pero yo vi que eso no podía funcionar, que no era la solución. Si algo así se hacía en Chile yo iba a ser el primer exiliado. Era una idea, una orientación, pero no bastaba. Y cuando dije eso, que no se podía decir, fue tremendo. Cuba y muchos países de Latinoamérica estaban llenos de fanáticos castristas que se me echaron al cuello. Lo pasé muy mal y fui acusado de los perores crímenes, pero en fin, he sobrevivido.
P. En esa época eran asiduos visitantes de Cuba muchos de los escritores del boom, ¿cómo influyó en esa evolución política su relación con Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez?
R. Encontrarse en Cuba con Mario Vargas Llosa, que llevaba ya años yendo a Cuba, con José Lezama Lima, poeta del interior, con Heberto Padilla, y después con Julio Cortázar, era como rumiar lo que estaba pasando. Yo he dicho muchas veces que tengo cabeza de rumiante, que le doy muchas vueltas a las cosas. Algunos eran fanáticos o cabezotas, como Gabo y otros se fueron saliendo, como Mario, pero era imposible entonces tener actitud neutral cuando sabíamos que a un poeta joven lo habían enviado a la UMAP, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción), que eran campos de concentración. O por ejemplo, cuando encarcelaron a Padilla. Uno decía "¡Cuidado, aquí no hay que creérselo todo!
>>Tras publicar el libro hubo mucha gente que se apartó de mí, porque yo cometí un pecado político por el que me castigaron bastante. Cortázar llego a decir que era mi amigo, pero que tras escribir ese libro no quería verme más. Qué curioso, a mí me gusta mucho ver a mis amigos. Así fueron las cosas. Después de su muerte, Aurora Bernárdez, la viuda de Julio, me dijo que estaba de acuerdo con mi pensamiento político. Y cuando le pregunté qué diría Julio de eso, me contó que al final de su vida, él estuvo sometido a muy malas influencias.
>>Era todo una cuestión religiosa. Y como yo me eduqué con los jesuitas huía de ese clima. Descubrí después que Fidel también venía de colegio de curas, y nuestra última conversación fue sobre los jesuitas. Él era medio jesuita, porque acomodaba la verdad a sus creencias y eso es muy jesuita. Al final de nuestra charla de tres horas la víspera de mi partida, lo último que me dijo Fidel al cerrar la puerta fue: "¿Sabe usted, Edwards, lo que más me ha sorprendido de esta conversación?". "¿Qué Primer Ministro?", le dije yo. "Su tranquilidad", respondió. Y nunca lo vi más.
"Los políticos de hoy no leen, y esto crea una sociedad que no respeta la cultura, y por tanto, piensa con superficialidad"
P. Narra un periodo especialmente convulso, ¿qué supusieron aquellos años de efervescencia política y cultural, como cambio para América Latina?
R. Acabo de leer en la revista Letras Libres un ensayo sobre la Guerra Fría en América Latina muy interesante, porque es cierto que allá también existieron las divisiones y correcciones de esa época. Qué dura fue, por ejemplo, la crisis de los cohetes... A mí me perdonaron la vida, y salí bien parado. Ahora mi misión es contarlo, porque me he convertido un testimonio vivo de muchas cosas que terminaron, de tantas personas que ya no existen. En cuanto a Latinoamérica, se puede decir que pasaron muchas cosas terribles, pero la vida siguió su curso. Todo fue complejo, pero nos salvamos. Hemos sobrevivido.
P. En un capítulo define al Chile actual como un país "indiferente, monetizado, entontecido", y se queja de los políticos que ya no leen añorando a los antiguos. ¿Cuál es el reflejo de esto en la sociedad?
R. Hace poco escribí un artículo sobre este tema. Cuando Napoleón partió a la famosa Campaña de Italia, llevaba una carreta grande tirada por bueyes llena de libros. Un gran político francés del XIX pudo llevar a la guerra una carreta de libros, pero hoy los políticos de Chile no llevan nada, una tableta, a veces, y poco más. Esto crea una sociedad que no respeta la cultura, la lectura y, por tanto, piensa con superficialidad y cree que los tipos de la farándula, la tele o internet don los reyes del mundo. Desgraciadamente esto es aplicable a casi cualquier país, porque Chile es un país que tiene los defectos de todos los países. Sin embargo hay resquicios de esperanza. Por ejemplo, acaban de nombrar directora de la Academia chilena de la Lengua, a una mujer, Adriana Valdés, que es una gran crítica literaria y una gran analista de la poesía chilena. Fue mujer de Enrique Lihn y acaba de hacer un fenomenal ensayo sobre Gabriela Mistral. Con gente así y con instituciones culturales fuertes, ojalá haya un periodo bueno. Veremos, pero yo soy un optimista, si no lo fuera estaría muerto.