Para entender a Olivier Schrauwen hay que dejarse llevar. Sus propuestas suelen ser máquinas de triturar la experiencia cotidiana sazonadas con humor negro y verdades como puños. No es este un autor para aficionados a la grapa o a melodramas de corte autobiográfico. Con la edición de Mi pequeño comprobamos que sigue fiel a su línea creativa de narraciones en capítulos que avanzan sobre un argumento sencillo - un padre se ve en la necesidad de criar a su recién nacido huérfano de madre-. El autor franco-belga remueve al lector en su silla, y lo hace con sus ingredientes habituales, retorciendo el trazo, deformando la ilustración, escarbando en las motivaciones de los protagonistas para arrojar a la cara un cómic que se incrusta en la retina y zarandea el confort diario.
Una historia rocambolesca la de este padre primerizo, algo vetusto pero comprometido con la educación del vástago. Un historia hecha de retales breves e impactantes que se mueve entre la realidad y la fantasía, desbordando a la lógica, retando al lector a indagar en sus recuerdos para comparar vivencias y ensoñaciones personales con las mostradas en las viñetas. Y no lo pone fácil este señor. ¿Serán metáforas? ¿Serán alegorías? ¿O simplemente nos hacemos demasiadas preguntas? Ya les anticipaba aquello de “dejarse llevar”.
El grafismo recuerda al collage, a las revistas de los años 20, a los posters de la Belle Époque. Pese al hieratismo aparente, el ritmo interno de los dibujos hace que estos se activen al dejar caer la vista sobre ellos. La repetición de elementos visuales, los colores envejecidos, los detalles arquitectónicos, las citas artsy arropan a los protagonistas en su deambular vital mientras, absortos, contemplamos que la creatividad y la chaladura humana conviven saludablemente en una experiencia original y extrañamente familiar.