En la crítica de su anterior libro, La democracia sentimental (Página indómita, 2017), Jorge Bustos aseguraba que Manuel Arias Maldonado "no es un politólogo sino un filósofo político. La diferencia entre ambos oficios es la misma que separa al interiorista del arquitecto. Arias es un académico cuya kantiana ambición es toda la que quepa en la consideración científica de la política". En buena sintonía con este enfoque multidisciplinar, el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga trasciende el ámbito estrictamente político en su nuevo libro Antropoceno. La política en la era humana (Taurus), para adentrarse en el territorio del medio ambiente. En este volumen, Arias Maldonado desarrolla este novedoso concepto, una nueva época geológica inaugurada por la acción del hombre sobre el planeta, dando cuenta de las verdades y mentiras que lo envuelven, al tiempo que reflexiona sobre sus consecuencias políticas, es decir, por los efectos que puede tener para nuestras sociedades nuestra obligación de reorganizar las relaciones socionaturales.
Pregunta.- La historia de la Tierra es convulsa con varios cambios bruscos de temperatura, extinciones masivas... ¿ no es un poco alarmista y arrogante considerarnos tan responsables de un cambio geológico?
Respuesta.- Se trata de una acusación razonable, pues la nocióndel Antropoceno tiene un punto megalómano. Sin embargo, los geólogos que lo promueven señalan que es indiferente que el factor de cambio planetario sea el ser humano: se trata de certificar un cambio geológico con reflejo estratigráfico. Esta vez el factor diferencial es la humanidad y, simplemente, así se constata. Es verdad que poner la atención en el planeta nos recuerda que éste se mueve en el tiempo profundo y en esa "larguísima duración" apenas somos una anécdota. Pero, de nuevo, esta melancólica constatación es compatible con otras. Entre ellas, la de que el efecto agregado de la especie sobre los sistemas naturales ha terminado por alterar su funcionamiento a escala global. Y de ese resultado histórico, del acoplamiento de los sistemas naturales y sociales, nos habla el Antropoceno.
"Debemos potenciar la progresiva hibridación de lo social y lo natural, antes que mantener la ficción de que la sociedad está a un lado y la naturaleza a otro"
P.- La teoría tiene una sólida base, pero el consenso entre los científicos no es unánime, ¿en qué consiste y por qué no está aceptada?
R.- Desde luego, al tiempo geológico no se le puede meter prisa. La Comisión Estratigráfica Internacional tiene que evaluar la propuesta formal que elevará el Anthropocene Working Group. Si se aceptara y se reconociese con ello una nueva época geológica, el Holoceno sería inusualmente breve, apenas 11.700 años y no los millones habituales. Esta brevedad tan poco geológica genera resistencia, que también se explica por la anomalía de identificar una época de la que somos contemporáneos en lugar de buscarla en el pasado del planeta. Pero si el registro fósil contiene una huella humana global, no se ven razones para descartar la nueva periodización. En todo caso, la idea de que la colonización humana del planeta ha alterado los sistemas naturales y nos ha convertido en un agente medioambiental global tiene una dimensión que no es geológica, sino derivada de las llamadas ciencias del sistema terrestre, que estudian el funcionamiento del planeta como una totalidad. Y los datos son elocuentes.
P.- El Antropoceno presupone el fin de la naturaleza "salvaje", ¿qué repercusiones tendrá que ésta ya no sea autónoma del ser humano?
R.- La naturaleza, como estructura física y conjunto de leyes causales, no ha desaparecido. Y el planeta podría conocer una desestabilización ante la que podríamos carecer de respuesta; la ciencia-ficción ha imaginado incontables posibilidades. Pero es verdad que la naturaleza del planeta, la más superficial y fenoménica, está bajo la influencia de la especie humana, sostenida y agregada en el nivel de la especie desde hace miles de años y luego intensificada desde la industrialización. Por eso se puede hablar de fin de la naturaleza, del final de su estado salvaje u originario, separado del ser humano. Pensemos en el cambio climático, que es un agente de influencia global de origen antropogénico. Es así más razonable hablar de un entramado socionatural, de la progresiva hibridación de lo social y lo natural, antes que mantener la ficción de que la sociedad está a un lado y la naturaleza a otro. Por añadidura, los espacios semivírgenes pueden protegerse e incluso expandirse en el marco de una gestión consciente del planeta y sin tratar de "volver" a una pureza natural perdida ya en el pasado.
P.-¿Existen razones para el optimismo ante los desafíos que plantea el Antropoceno? ¿Y para el pesimismo? ¿No son más poderosas?
R.- Hay razones para un cauto optimismo. Entre otras cosas porque con el pesimismo, no digamos con el pesimismo radical, no vamos a ninguna parte. Estoy convencido de que una movilización de las capacidades humanas orientada decididamente hacia la sostenibilidad medioambiental y la realización colectiva de un "buen Antropoceno" puede dar resultados en un plazo razonable de tiempo. La dificultad está en crear las condiciones culturales que nos empujen en esa dirección. Por lo demás, en 10.000 años todos estaremos extintos: si el planeta entra en una fase de turbulencias inmanejables, poco podremos hacer. Pero es inútil pensar en esos términos.
"El Antropoceno no es solo nocivo, presupone la transformación de la naturaleza en medio ambiente de nuestra especie, para bien y para mal"
P.-¿Estamos a tiempo de revertir esta tendencia o de convertir nuestro control sobre el planeta en algo positivo?
R.- Todo indica que lo estamos. De hecho, el Antropoceno no solo se declina como regreso de la peligrosidad del planeta; también como grado de control humano, de definitiva transformación de la naturaleza en medio ambiente de nuestra especie: para bien y para mal. En esa línea, la de disponer de tiempo, se encuentra la idea de los "límites planetarios" sugeridos por Joachim Röckstrom: tratar de que ciertos valores ecológicos, desde la temperatura media global a la acidificación oceánica, no traspasen un determinado umbral, para que los seres humanos sigan disponiendo de un "espacio seguro" donde operar. No debemos tampoco olvidarnos de la incertidumbre: no es lo mismo medir y observar que predecir el comportamiento de sistemas dinámicos y complejos. Añádase a ello la "diferencia" humana, o sea, la formidable capacidad adaptativa y transformadora de la especie.
P.- En el reconocimiento del Antropoceno y en la búsqueda de soluciones, ¿qué papel juegan la política y la economía?
R.- Un papel decisivo, desde luego. La política, porque es el instrumento para la acción y la deliberación colectivas; la economía, porque es protagonista destacada del impacto planetario y sin embargo es también imprescindible para la transición hacia la sostenibilidad: como sistema de información y como sistema de innovación. Hacen falta señales políticas que den a las empresas el empujón que necesitan para reorientarse socioecológicamente (un impuesto global al carbón, por ejemplo). También los consumidores presionan, transmitiendo al mercado nuevas preferencias derivdas de un paulatino cambio cultural.
P.- El capitalismo, emblema de este Antropoceno, ha influido en el planeta, pero también ha ayudado al progreso y a erradicar la pobreza, ¿dónde está el límite entre desarrollo y conservación del clima?
R.- Utilizar el Antropoceno para demonizar el capitalismo es emprender una operación epistémica de muy corto vuelo. El capitalismo es una forma de organización económica que ya expresa en sí misma el modo de ser de una especie que se adapta agresivamente al medio, transformándolo. Y lo hace con una potencia inigualada en el reino animal, gracias a esos rasgos que nos han hecho excepcionales: lenguaje, ultrasocialidad, tecnología. Esto, claro, tiene sus contraindicaciones y efectos colaterales y es de ellos de los que empezamos a ocuparnos. Ciertamente, el capitalismo ha sido también destructivo para ecosistemas y especies; a muchas de ellas les infligimos hoy un sufrimiento que aún espera reconocimiento. Pero el capitalismo puede reformarse, y lo ha hecho en más de una ocasión, si se ve obligado a ello por la presión política o los cambios culturales. Ya lo está haciendo: de la carne cultivada al coche eléctrico, del desarrollo de semillas resistentes a la falta de agua a la invención de robots que ayudan a la gestión de los ecosistemas. Hablamos en buena medida de un capitalismo de Estado, donde lo público y lo privado se encuentran en una estrecha relación y la dificultad estriba en modular eficazmente esas relaciones.
"Hace falta disfrutar de un cierto nivel de bienestar para plantearse la conveniencia de moralizar las relaciones socionaturales"
P.- ¿La conciencia ecologista es algo exclusivo de los países desarrollados? ¿Cómo podrían los países pobres alcanzar nuestro nivel con severas limitaciones ecologistas?
R.- La conciencia medioambiental moderna, que es algo distinto al saberse parte de un entorno natural, es un lujo. O sea, es un tipo de preocupación a la que solo se atiende cuando las necesidades básicas están más o menos cubiertas. Hace falta disfrutar de un cierto nivel de bienestar para plantearse la conveniencia de moralizar las relaciones socionaturales. Por eso, y no es casualidad, ese hijo tardío del romanticismo que es el ecologismo político nace y se desarrolla en sociedades liberales y ricas a partir de los años 60-70 del siglo pasado. Para que los países pobres alcancen nuestro nivel de desarrollo en un marco global de sostenibilidad necesitamos desarrollo tecnológico y mercados diseñados de tal modo que integren las externalidades medioambientales. Pero no nos engañemos: sin mantener y de hecho aumentar los actuales niveles de bienestar no hay sostenibilidad que valga, pues los votantes del mundo entero, y no digamos los habitantes de los países subdesarrollados, rechazarán vivir peor o con menos bienes. La sostenibilidad debe estar ligada a la modernización, no presentarse como un rechazo de esta última. Me parece que la frugalidad planetaria es una fantasía ética, no un objetivo políticamente realizable: un Antropoceno franciscano es una contradicción en sus términos.
P.- ¿Por qué es tan fácil que cale en la opinión pública un discurso negacionista sobre el cambio climático? ¿Qué influencia ha tenido el ecologismo radical de izquierdas en esta percepción? ¿Y el de los científicos y divulgadores?
R.- El negacionismo climático tiene muchos padres. Por una parte, sí, es una reacción ideológica a ese ecologismo clásico para el que solo lograremos sobrevivir o hacer justicia ecológica si desmantelamos la sociedad liberal-capitalista. Y téngase en cuenta que el fracaso del comunismo ha conducido a parte de la izquierda radical a emplear el cambio climático como un medio para atacar al capitalismo. Más aún, el catastrofismo verde que lleva anunciando apocalipsis inminentes desde los años 70 ha restado credibilidad a la ciencia climática, demasiado empeñada a su vez en ocasiones en presentar tesis políticas o realizar predicciones de fuerte carga moral. Por último, los problemas de los que hablamos se prestan fácilmente a eso que Stephen Gardiner llama "corrupción moral": no los vemos ni nos parecen urgentes, así que los rechazamos o aplazamos.
P.- ¿Por qué la teoría del Antropoceno tiene tan poco eco en España?
R.- España ni siquiera tiene un debate público digno de tal nombre sobre el cambio climático, así que desde luego no lo tiene tampoco sobre el Antropoceno. Arrastramos un déficit histórico en esta materia, por razones que van desde nuestra tardía incorporación a la democracia a los efectos de un sistema electoral que dificulta el lanzamiento de un partido ecologista mínimamente exitoso. No obstante, el Antropoceno es un concepto joven, prometedor en términos de su capacidad para reordenar el debate socionatural bajo premisas distintas a las tradicionales, así que no perdamos la esperanza: quizá esta vez cojamos la ola buena. Este libro es el modesto intento de contribuir a que así suceda.