A las afueras de Padrón, en la comarca coruñesa del Sar, se encuentra A Matanza, la casa donde Rosalía de Castro pasó sus dos últimos años. Padrón viene de piedra y de pedrón, un altar de origen latino dedicado al dios Neptuno, el gobernador de todas las aguas y mares. Es curioso cómo encajan a veces los topónimos con las biografías. En el jardín que rodea la vivienda y que en otro tiempo fue huerta hay un castaño, una higuera, perales, parras, un roble de la estirpe del de Guernica y un ombú gigantesco procedente de Argentina. Las camelias diseminadas por todo el espacio se plantaron tras la muerte de la escritora. Fue aquí, bajo el laurel, donde se tomó la última fotografía de la familia en septiembre de 1884, justo después de que se publicaran estos versos: "Yo no sé lo que busco eternamente / en la tierra, en el aire y en el cielo; / yo no sé lo que busco, pero es algo / que perdí no sé cuándo y que no encuentro".
Rosalía vivió en A Matanza con su marido Manuel Murguía y sus cinco hijos desde 1883 hasta 1885. Aquí escribió su última obra, En las orillas del Sar, un año antes de morir ("¿Es verdad que todo / para siempre acabó ya? / No, no puede acabar lo que es eterno, / ni puede tener fin la inmensidad"). Es una casa rural de dos plantas, entre labriega e hidalga, que conserva prácticamente intacta su estructura original. Entre documentos y primeras ediciones de sus textos encontramos fotografías de sus familiares y amigos, recuerdos personales y objetos cotidianos de la Galicia del siglo XIX. De una pared cuelga el retrato que le hizo Modesto Brocos, el único pintado en vida de la poeta. También vemos muchos cuadros de su hijo Ovidio, acuarelas, dibujos, esculturas, entradas de teatro, la chistera de Manuel, un mapa del Reino de Galicia, una vista de Santiago de 1837, un mechón de pelo que le cortó su hija antes de que se la llevaran al Panteón de Gallegos Ilustres, varios sellos y un billete de 500 pesetas con la cara de la autora, los primeros versos del poema que le escribió Lorca cuando visitó su tumba en 1932 ("¡Yérguete, niña amiga, / que ya cantan los gallos del día!") y la bandera gallega, que nació el día que trasladaron sus restos de Iria a Compostela en 1891.
Rosalía fue la principal figura del Resurgimiento de la cultura gallega en el siglo XIX. Es el personaje histórico con el que más se identifican los gallegos y, según el New York Times, "la mejor poeta nacida en la Península Ibérica desde la Edad de Oro española hasta García Lorca". Los campesinos entonaban su Negra sombra durante la siega y los que emigraban o sentían la ausencia de sus seres queridos sentían cada día cómo esta sombra se cernía sobre ellos ("Cuando te pienso ya ida, / en el mismo sol te asomas, / y eres la estrella que brilla / y eres el viento que sopla"). Pero el poemario Follas novas no es sólo melancolía, saudade y oscuridad. Ya desde el prólogo encontramos la mirada crítica de la autora, siempre de parte de los más desfavorecidos. Así hablaba de las mujeres de su tiempo: "Criaturas amantes para los suyos y los extraños, llenas de sentimiento, tan esforzadas de cuerpo como blandas de corazón y también tan desdichadas que se dijera que han nacido sólo para soportar cuantas fatigas puedan afligir a la parte más débil y sencilla de la humanidad. En el campo, compartiendo mitad por mitad con los hombres las rudas faenas; en la casa, soportando valerosamente las ansias de la maternidad, los trabajos domésticos y las arideces de la pobreza. Solas la mayor parte del tiempo, teniendo que trabajar de sol a sol y sin ayuda para mantenerse a duras penas y mantener a sus hijos, y quizás aún a su achacoso padre, parecen condenadas a no hallar nunca reposo sino en la tumba".
Rosalía de Castro, que siempre estuvo marcada por el estigma de ser hija de madre soltera y de un cura, nunca dejó de luchar contra las injusticias ni de reivindicar la lengua gallega y los derechos de la mujer. Acusada a veces de soberbia, usaba la ironía y el sarcasmo como armas frente a la adversidad. En una carta que le envió a su marido desde Santiago donde alababa a Poe y a su admirada George Sand ("la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott"), decía: "Si yo fuese hombre, saldría en este momento y me dirigiría a un monte, pues el día está soberbio; tengo, sin embargo, que resignarme a permanecer encerrada en mi gran salón".
En el salón de la casa de Matanza, decorado con varios muebles que pertenecieron a la familia, un piano y un vestido diseñado a partir de uno de la escritora, podemos oír citas de cartas, manifiestos, prólogos y poemas de Rosalía mientras en la pared se proyectan imágenes de mujeres con las que se sentía identificada, ya fueran intelectuales o trabajadoras del campo y del mar. Entre todas ellas destaca una frase del prólogo a La hija del mar ("Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben") y un fragmento de Lieders que dice: "Jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria, ni he soñado nunca con laureles que oprimiesen mi frente. Sólo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios, aunque alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud. Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas; como los árboles en el desierto y el pirata en la mar. Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra".
El feminismo de Rosalía quedó plasmado también en Las literatas (1866), que partía de una actitud similar a la que adoptó Virginia Woolf décadas más tarde en Una habitación propia. Acusada en ocasiones de no ser ella la que escribía ("Se dice muy corrientemente que mi marido trabaja sin cesar para hacerme inmortal"), en Carta a Eduarda le pide a una autora novel que desista en su empeño, que no le traerá más que desgracias: "Aleja de ti tan fatal tentación, no publiques nada y guarda para ti sola tus versos y tu prosa, tus novelas y tus dramas".
Este símbolo del pueblo gallego que vivió al margen de los círculos literarios de su época fue también madre de familia numerosa y pasó muchas horas en casa. Una tarde de verano de 1885, tendida en su cama de A Matanza y devorada por el cáncer, encargó que quemaran todas las obras que dejaba sin publicar y pidió que le abrieran la ventana porque quería ver el mar. En aquel tiempo se podían ver desde ahí las velas blancas de los galeones de carga que navegaban por el Ulla, un río al que todavía llaman mar en la tierra de Iria. Después cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Ese instante quedó inmortalizado en el cuadro que pintó su hijo Ovidio, que tenía entonces 14 años.
El viajero, rendido y cansado,
que ve del camino la línea escabrosa
que aún le resta que andar, anhelara,
deteniéndose al pie de la loma,
de repente quedar convertido
en pájaro o fuente,
en árbol o en roca.