[caption id="attachment_947" width="510"]
América es esencialmente pulp. La serie American Crime Story pone en escena en su primera temporada el juicio de O. J. Simpson, el mismo que se emitió en directo con máximos niveles de audiencia en los años noventa, acaso para demostrarnos que la realidad se hace pulp cuando es televisada. El trabajo de reconstrucción es asombroso. La dramatización casi irónica, el increíble reparto con Cuba Gooding Jr. en la piel del futbolista procesado, el propio punto de vista que adopta la crónica de los hechos. Los personajes no hay que crearlos y la trama no hay que fabularla. America los fabricó y convirtió en estrellas del show mediático que capturó cierto espíritu de los años noventa.
La fuga de Simpson a lomos del Bronco blanco, perseguido por policías y helicópteros, se retransmitió en directo en todos los canales. La NBC interrumpió la retransmisión de la final de la NBA. Imaginen que, de repente, un Rafa Nadal o un Andrés Iniesta, un atleta nacional admirado y querido hasta por sus rivales, es acusado de asesinar a su exmujer y su novio, que un amigo suyo lee en rueda de prensa lo que parece una nota de suicidio en la que se declara inocente, que las televisiones emiten en directo su fuga por la autopista interestatal con un arma en la cabeza… imaginen si no iban las multitudes a colgar pancartas de los puentes y a congregarse en el recorrido de la persecución.
Pero esto es solo el principio. Ocurre apenas en el segundo de los diez capítulos, y ya el nivel de delirio mediático parece insuperable. El juicio penal, seguido en directo como un serial televisivo, duró 134 días. El final lo conocemos, también determinados puntos de giro (y quien no los conozca, alucinará), pero eso no impide que la serie que veinte años después reconstruye los hechos nos mantenga de nuevo alertas, en tensión, abrazados acaso a la romántica idea de que la ficción corregirá la historia. No es un deja-vu, es una ventana a las bambalinas de la representación pública, la puesta en orden y en rigurosa síntesis del caso de homicidio más popular de la historia, pero sin deslizarse por el docudrama, sino privilegiando y hasta enfatizando los códigos del noir, del pulp, del género judicial.
Lo que añade este serial ficcionado al serial del proceso es un discurso, una lectura del mundo sin menoscabo del registro factual de los hechos que se convierte en punzante radiografía del eterno conflicto racial estadounidense. No era un hombre siendo juzgado, ni siquiera era un dios del deporte nacional, era una raza, una comunidad entera. Esa fue la estrategia ganadora adoptada por la defensa. Pudo o no haberlo cometido, las teorías son diversas: un encargo de la mafia, el hijo de Simpson, un asesino en serie según confesión carcelaria, etc. Pero eso no fue lo que se juzgó. Fue algo mucho más grande y a la postre incontrolable.
La inteligencia del guion se transforma en genialidad en el penúltimo capítulo, dedicado por entero a los miembros del jurado. Comprendemos, o podemos intuir entonces, en cómo el circo mediático también se había contagiado al sanedrín, a pesar de las limitadas comunicaciones con el exterior a las que tenían acceso. Cuatro meses encerrados en un hotel sin televisión, aislados por completo del mundo, puede acabar con los nervios de cualquiera. La deliberación de un proceso tan complejo no duró ni cuatro horas. Al parecer, la única persona que parecía convencida de la culpabilidad de O. J. Simpson, la única que no se dejó cegar por el guante encojido y las declaraciones de un policía racista, llegó ya demasiado exhausta y abatida como para defender su posición.
Quien conozca la miniserie Making a Murderer encontrará resonancias con ese sistema judicial poroso a las teorías conspiratorias que, en aquel caso, parecían completamente viables, y que en este se revelan mucho más endebles. En todo caso, la estrategia fue la misma pero a la inversa: anular la validez de las pruebas de ADN. Una de las claves de la eficacia de la serie es el aparente equilibrio en los tiempos dedicados a la acusación y al equipo de la defensa –llamado dream team por la prensa, liderados en la ficción por John Travolta y Courtney B. Vance–, la exposición de sus razones y estrategias, como si se tratara de garantizar la imparcialidad y equidistancia del relato. Pero nada más lejos. El punto de vista y la empatía emocional acaban anclados en la relación entre la fiscal Marcia Clark (Sarah Paulson), caucásica, y su ayudante Christopher Darden (Sterling K. Brown), afroamericano. En ellos están contenidos la concordia social, el trabajo y la honestidad profesional, y el raciocinio analítico que tan ausentes estuvieron a lo largo del proceso.