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El más secreto de los cineastas de la Nouvelle Vague, aunque también fue el primero de todos ellos que dio el salto de la crítica a la dirección en los años cincuenta, Jacques Rivette (Rouen, 1928 – París, 2016) se ha marchado a los 87 años de edad. De aquellos jóvenes turcos de la seminal Cahiers du cinéma, que inventaron el cine moderno y lo elevaron a la categoría de arte, ya solo queda Jean-Luc Godard.
Treinta filmes en total, entre cortos y largos, realizados en sesenta años (de 1949 a 2009), que conforman un terreno poético plagado de cauces subterráneos entre el teatro el cine, de mensajes crípticos y símbolos celestiales. Desde la experimentación más radical, trece horas de película, de Out 1: Spectre (1972) hasta el clasicismo de La bella mentirosa (1991) –ambas inspiradas en Balzac–, donde desnudaba a Emanuelle Beart durante tres horas en pantalla como un pintor que deseara inmortalizar su físico; desde el complejo entrelazado de misterios conspirativos en Paris nous appartient (1961) hasta el emotivo relato de una pareja madura en El último verano (2009), su última película, que terminaba precisamente con el director inclinándose en forma de despedida respetuosa de los espectadores, el cine de Rivette nunca cesó en su exploración de la extravagancia como camino hacia las verdades profundas de la imagen y la narración.
Rivette emerge como el cineasta carrolliano por excelencia. Su trayecto y el de sus personajes es como el de Alicia cruzando a una dimensión que responde a otras lógicas. A menudo en sus filmes los personajes penetran en tierras desconocidas o se entregan al misterioso juego de espejos. Su puesta en escena funcionaba como una partida de ajedrez. Situaba las piezas en el tablero para explicar el escenario del mundo, y permitía a los actores que sembraran el desconcierto en el interior de relatos herméticos, atravesados por extraños complots, para que sea el espectador quien rellene los huecos. Rivette ofrecía “obras abiertas”, relatos que implicaban directamente al espectador en su desciframiento. Quizá no exista en todo el cine francés contemporáneo un filme como Céline y Julie van en barco (1973), la quintaesencia de su cine.
En aquella película, hoy mítica, verdadero culto de la posmodernidad, convertía a Juliet Berto y Dominique Labourier en dos mujeres, dos fantasmas, actrices y espectadores de sus propios juegos, seres fugaces que transitan por un sueño de imágenes permanentes. En ese juego proponía tanto una regresón a la infancia (a su espontaneidad y su imaginación) como al estado primitivo del cine, un estado de inocencia que daba un rodeo al pensamiento precisamente para hacerlo evidente. Prácticamente cada escena del filme, de un modo u otro, cuestiona el misterio de hacer cine. Es quizá su película más reivindicable, pues trata sobre cómo se hace cine y sobre la experiencia de verlo. Con Céline y Julie van en barco tenemos que vernos a nosotros viendo la película. Nos obliga a plantearnos si es quizás el cine quién contempla al espectador y no a la inversa.
Como muestra en el retrato que hizo de Jean Renoir para la serie Cineastes de notre temps, de quien fue asistente de dirección en la juventud, su cine era el cine de la improvisación, del diálogo con y entre los actores, que en varias ocasiones aparecían acreditados también como guionistas de sus películas. La experimentación nunca le abandonó, pero tampoco la reflexión en torno a los discursos del cine, afianzándose desde sus primeras colaboraciones en Cahiers du cinéma –cuya jefatura de redacción ocupó de 1963 a 1965, convirtiéndose en la conciencia y la voz del grupo formado por Truffaut, Chabrol y Godard– como el pensador que aupó a Howard Hawks, John Ford, Nichoals Ray o Fritz Lang a las cumbres de la vitalidad cinematográfica. Acaso su crítica más influyente, y sin duda la más estudiada, es la que escribió sobre el filme Kapo (1959) de Gillo Pontecorvo, titulada “De la abyección”, que se consolidó como un breviario crítico sobre qué pensar, qué filmar y qué escribir respecto a la posición ética del cineasta frente a la representación de las imágenes de la barbarie.
Las preocupaciones más recurrentes de Rivette ya estaban en su primer largometraje, Paris nous appartient, donde la política de autores se hermanaba con la política de actores, enraizando en la propuesta un discurso de no profesionalismo. Allí estaban la paranoia, la conspiración, los misterios esenciales, la figura del otro, con el foco siempre puesto en las relaciones entre la representación teatral y el registro de la cotidianidad vital. Sus meditaciones sobre la naturaleza del cine, y de la vida (indistinguibles para él), las encontramos en obras tan imperecederas como L’Amour fou (1964), La Bande des quatre (1989), Confidencial (1998) o Vete a saber (2001). Como Shakespeare, el francés veía el mundo como un enorme escenario, recordándonos la inherente teatralidad en las emociones y las expresiones del ser humano. Sus películas siempre trataron sobre las relaciones de individuos inmersos en la complejidad de la experiencia vital, en cómo deben colocarse máscaras para encontrarse a sí mismos.
El crítico David Thomson escribió de su obra magna, Céline y Julie van en barco, que era el “film más innovador desde Ciudadano Kane… mientras la de Orson Welles fue la primera película en sugerir que el mundo de la imaginación es tan poderoso como la realidad, el filme de Rivette es el primero en el que todo se ha inventado”. Vivió asomado al otro lado de la pantalla, tratando de atisbar sus misterios, descifrando los secretos detrás de la emoción del cine. Hoy ha cruzado al otro lado del espejo.