Se ha hablado mucho de ella pero por los motivos equivocados. Alguien filtró fotogramas en los que Scarlett Johansson es filmada completamente desnuda en Under the Skin y la película se convirtió por unas horas en uno de los asuntos más comentados y compartidos en las redes sociales. El tercer largometraje de Jonathan Glazer, que se presentó en la pasada edición del Festival de Venecia, no solo acoge la interpretación más inaudita y valiente de Johansson, que ocupa cada fotograma del relato, sino que es una de las películas más misteriosas y extraordinarias de cuantas se han realizado en los últimos años. Que yo sepa, de momento no hay planes por parte de ninguna distribuidora de que vaya a estrenarse en cines españoles, pero ya se puede adquirir en ediciones en DVD o Blu-Ray de otros países, como Inglaterra.
Inspirada en la novela del holandés Michel Faber (Bajo la piel), Under the Skin –que comparte título original con una película de Caroline Adler, protagonizada por Samantha Morton, que se estrenó en España como A flor de piel (1997)– es un estudio sobre la naturaleza humana brutalmente hipnótico, una reflexión sobre lo bello y lo grotesco tremendamente expuesta a la amenaza del spoiler. Por eso no es conveniente hablar mucho de ella. Su potencia estética se manifiesta desde el kubrickiano prólogo, que nos arroja directamente a un universo de extrañamiento perpetuo, para después dividir la película en dos partes bien diferenciadas. Si en la primera tenemos la sensación de habitar una especie de Taxi Driver en versión femenina –el personaje de Scarlett recorriendo las calles de Glasgow y subiendo a hombres a su furgoneta–, con tributos literales a la obra maestra de Scorsese, pronto comprendemos que estamos ante una propuesta que plantea interesantes misterios y que supone un enorme desafío tanto para el espectador como para la crítica, por todo lo que tiene de novedosa, de extraña, por su desconcertante y enigmática belleza.
Por muy pronto que intuyamos la verdadera naturaleza fantástica de la propuesta –y desde luego las pistas, desde su prodigioso arranque, son múltiples y en cierto modo transparentes–, la revelación final del enigma no echa por tierra las expectativas acumuladas. El rigor de la austeridad y la atmósfera de silencios del filme, puntuada por la extraordinaria, abstracta banda sonora de Michel Levi, convoca las artes de maestros como Michelangelo Antonioni y Andrei Tarkovski, si bien también podemos trazar líneas de fuga hacia memorables películas de Nicholas Roeg –cuya poética encuentra un digno heredero en Glazer–, John Carpenter y M. Night Shyamalan. Interpretada con un aura de magnetismo, la extraña mujer a la que da vida Johansson observa a la especie humana con una frialdad propia de la femme fatale del género noir, si bien bajo su piel oculta una verdad mucho más inquietante.
Glazer filma las calles frías y grises de Glasgow, y a sus habitantes, con toda la vulgaridad que precisa el relato, así como los espacios rurales y marítimos que ocupa el itinerario depredador de nuestra misteriosa protagonista. El acierto de ofrecerle a Scarlett Johansson el papel guarda motivos que van más allá del argumento del filme, y son motivos de peso, pues es un tipo de actriz que descoloca en una producción de este tipo, con actores completamente desconocidos y en un papel carente del glamour de Hollywood al que nos tiene acostumbrados. Ella misma parece sentirse también fuera de lugar conduciendo la furgoneta y tendiendo trampas a los hombres que se cruzan en su camino. En el silencio al que se ve forzado su solitario personaje –apenas tiene unas pocas líneas de diálogo–, Johansson dota de una turbadora inquietud su presencia en pantalla con la inexpresividad que se adueña de su rostro, el lenguaje corporal y los pequeños gestos.
Para los que vieron Birth (2004), y comprendieron cómo es posible trasladar cinematográficamente, en un un prodigioso plano fijo, el momento en que una viuda (Nicole Kidman) acepta que su marido se ha reencarnado en el cuerpo de un niño, aprendieron que hay que mantener bien altas las expectativas frente a un filme del británico Jonathan Glazer. Ha habido que esperar diez años. En su debut, Sexy Beast (2000), rodado en la costa del Sol española, un potente drama criminal que era una lección de contención narrativa y un despliegue de energía actoral (con Ben Kingsley a la cabeza), el cineasta británico ya puso sus cartas sobre la mesa. Ninguna secuencia es para él gratuita o meramente transitoria, sino un tour de force en el que armonizar fondo y forma con innegable talento. En Under the Skin va mucho más allá de lo que podríamos haber imaginado.