La vida de Adam Zagajewski (1945, Lwów, actual Ucrania) está pegada al polvo de los caminos. Siendo todavía un niño, su familia huyó de Lwów, en Ucrania, y luego de Silesia, en Polonia, ciudades que en su mente tomaron la forma del paraíso perdido. Años después el poeta se enamoró y cambió Cracovia por París, lugar que, en pleno desarraigo, ya no cobraría nunca el significado de todo lo dejado atrás. Aquí en España, Acantilado se viene ocupando desde hace años de mantener viva su obra con algunos títulos imprescindibles como Mano invisible o Solidaridad y Soledad.
El Cultural habla con el escritor polaco un día antes de la presentación del documental Vista de Cracovia, realizado por Magdalena Piekorz y narrado por el propio Zagajewski. Nos espera sentado al fondo de una diáfana sala de la Casa del Lector, en Madrid. Durante la entrevista se mueve y cambia de postura a menudo, como si pensara también con el cuerpo. Se yergue para iluminar una idea y, acto seguido, como si se quitara un peso de encima, descansa, se recuesta en el pequeño sofá y sigue hilvanando, en su idioma, un discurso pensado, madurado sobre la marcha pero con pocas -por no decir ninguna- concesiones a la duda.
Pregunta.- Me gustaría que comenzara hablándonos sobre Cracovia y el significado que tiene para usted.
Respuesta.- Mi vida comienza prácticamente con la pérdida de otra ciudad, Lwów, en donde nací. Aquella experiencia hizo que durante muchos años creyera que las ciudades estaban para perderlas. Después estudié en Cracovia y, esta sí, sustituyó al paraíso perdido de Lwów. De hecho, son ciudades que se parecen, ciudades muy agradables, tranquilas, apacibles. Cracovia, pues, curó mi herida tras aquella primera pérdida.
P.- En usted, por tanto, se cumple el famoso verso de Pessoa: "Viajar, perder países".
R.- Desde luego. Aunque la última pérdida, Cracovia, no fue tal: dejé la ciudad porque me enamoré de una mujer que vivía en París. Yo era un elemento activo de la oposición política, pero no fue esa la causa principal de mi marcha. Si me preguntas por la pérdida, esta se dio cuando dejé Lwow.
P.- ¿Qué peso tienen en su obra y en la de sus contemporáneos determinados traumas colectivos como Auschwitz?
R.- El contexto marca la obra de cualquier poeta, pero en diferentes grados. Yo no viví el terrible trauma de aquella guerra, pero sin embargo sí me reconozco en el grupo de poetas, mayoritario en mi país, en los que el contexto histórico juega un papel fundamental. Un poeta no puede dedicarse por entero a vivir el presente, siempre ha de estar con un pie en el recuerdo.
P.- Aunque en su caso más que un compromiso político sus poemas muestran un compromiso con el drama humano provocado por determinadas situaciones políticas.
R.- Sí, eso que apunta es en realidad la única salida que tiene el poeta, que es la defensa de la dignidad humana. Puede haber distintos tipos de poetas que se diferencien por cuestiones como el estilo o la expresión, pero esencialmente todos tenemos que defender lo mismo: que no se haga daño al ser humano y que salgan sus cuerpos y espíritus indemnes.
P.- Además de poeta, es usted ensayista. Hablamos de dos géneros muy alejados que, para empezar, van dirigidos a lectores radicalmente distintos. ¿Qué esfuerzo de creación -reflexión frente a inspiración, quizás- ha de tomar a la hora de componer una obra en uno u otro género?
R.- La principal diferencia entre ambos géneros es la intensidad. El poema es más intenso, es más claramente una obra de arte. Sin embargo el ensayo es en este aspecto más amorfo, se sitúa entre una idea y unos elementos narrativos; digamos que es un género fronterizo. Diría también que son diferentes en el aspecto temporal: la poesía surge en un momento creativo muy intenso mientras que el ensayo requiere una maduración. Es la suma de diferentes momentos de reflexión. Sin embargo, creo que en ambos casos, poesía y ensayo, surge una tensión y se da el mismo elemento de alegría, de satisfacción ante el hallazgo o la idea nueva.
P.- Alguna vez ha citado a Machado como fuente de inspiración. ¿Qué le atrae de su obra?
R.- Su Autorretrato tiene una influencia poderosísima en mí, con ese final en el que habla de la muerte y hace alusión a esa desnudez de quien se va [y añade, en castellano: "como los hijos de la mar"]. A mí me fascina en Machado, y en general en los buenos poetas, su capacidad para pasar de una situación real a una situación trascedente, absoluta. Machado no era un poeta estrictamente religioso, pero sí hay en su poesía muchos elementos de esa trascendencia.
P.- Me gustaría que profundizase en ese objetivo de la poesía como un vehículo para llegar, partiendo de lo cotidiano, a algo más profundo o abstracto.
R.- Esa poesía a la que alude es sin duda la más interesante y podría oponerla a otros tipos de poesía que a mí no me interesan. Hablo, por ejemplo, de la poesía lingüística, que se realiza dentro del lenguaje, a través de sus distintas modulaciones. O de la poesía irónica, que parte de la ironía y llega a la ironía; es decir, es una poesía sin meta. O de la poesía materialista, que no posee elementos trascendentales ni expresa añoranzas. O de la poesía eminentemente religiosa, en la que falta a menudo el elemento de realidad, a mi juicio indispensable.
P.- ¿No cree que la poesía contemporánea se olvida además, muchas veces, de la lírica tradicional, de lo asumible que tiene más allá de los tópicos evidentemente superados?
R.- Sí, pero hay que tener en cuenta que hablamos de ecos, no de referencias directas. Aunque yo creo también que todos estos contenidos forman parte del paisaje poético. Hay cierta continuidad histórica: es inevitable. Existe un diálogo necesario.
P.- Decía también que no le interesa lo que ha llamado "la poesía irónica", que parte y llega a la misma ironía. Pero en cambio en sus ensayos la ironía es un arma habitual utilizada, además, por otros escritores, también polacos, como Adam Michnik.
R.- Por supuesto, yo no condeno la ironía. La ironía es un medio de expresión capital. La ironía y el sentido del humor. Lo que sí condeno es esa poesía que eleva la ironía a límites totalizadores. Creo que es una actitud muy poco fructífera, muy poco interesante. Pero la ironía puede ser muy positiva; mira si no Kierkegaard, el gran ironista. Creo que la ironía tiene a menudo un reverso de drama y, para ser completa, ha de manifestarse también con esa parte dramática. Los escritores que son capaces de mostrar esa plenitud son los más interesantes.