Rodrigo Fresán. Foto: Roberto Cárdenas
Después de casi cinco años de silencio, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) reaparece destilando al máximo su estilo hipnótico con una obra tan ambiciosa como lograda, La parte inventada (Random House, 2014). Un verdadero tour de force de medio millar de páginas en la que casi no aparecen nombres propios sino brumosas entidades en mayúscula, El Escritor y El Niño que alguna vez fue, La Hermana Loca, o El Chico y La Chica que filman un documental sobre ese autor desaparecido que envía mensajes con su vieja Remington.
Todo ello girando en el vacío acelerado de partículas como una novela imposible de Francis Scott Fitzgerald, un disco de Pink Floyd o un anacrónico muñeco de cuerda que camina hacia atrás. Un vórtice endiablado que se convierte en un viaje al interior de la mente de un narrador.
Puede que La parte inventada no sea una novela de lectura sencilla, pero para qué acometer lo fácil si no divierte, se excusa Fresán citando a William Gaddis. Lo cierto es que a la galaxia interconectada de toda su obra que giraba en torno a La velocidad de las cosas (Mondadori, 2013), al parecer le ha surgido un nuevo centro en paralelo.
-¿La cabeza de Fresán se mueve a La velocidad de las cosas?
-Sí, va muy rápido. Y está bien que salga a colación, porque este libro es una especie de hermano siamés separado en el tiempo y en el espacio. Lo que hacía La velocidad de las cosas en lo que respecta al género del cuento, La parte inventada lo hace en la novela para convertirla en otra cosa. Una suerte de radiación mutante del género. Me gusta pensar los libros como habitaciones conectadas de una casa. De hecho el título surge de una frase de Gerald Murphy, el amigo de Scott Fitzgerald, sobre la parte inventada de nuestras vidas que era uno de los epígrafes de Historia argentina. Si La velocidad de las cosas era como la sala de esa casa, ahora haciendo reformas en el sótano cae una pared y descubro que había algo allí.
Un campamento en la montaña
-Entonces ¿cuál es la parte inventada?
-Ha sido un libro muy complicado de escribir. Siento el alivio de haber llegado a un campamento base en la ascensión de una montaña. Es un libro preocupado por la posteridad y la descendencia. El parámetro pseudoautobiográfico del personaje tiene que ver con qué hubiera sido de mí si no me hubiese casado y tenido un hijo y me hubiera convertido en una especie de friki solipsista. Con la sensación además, que yo no tengo, de que se acabó la juventud del escritor cool y exitoso. Algo que me pasó con mi primer libro, Historia argentina, la colección de relatos de un desconocido que llegó a número uno en ventas. Hoy es una especie de sombra feliz que, sospecho, algunos aún no me lo perdonan. Pero el título no es casual. Siempre hay en el lector, desde el más primario hasta el más entrenado, una preocupación por saber si lo que se cuenta es cierto. Y la realidad, como decía Nobokov, está sobrevalorada. Los lectores de mis anteriores libros encontrarán muchas contraseñas; los que me conocen íntimamente, verán otras cosas. Y los que no me han leído ni saben de mí, una historia. Sucede como con las edades del lector: cuando comienzas te interesa Sandokán y no Salgari. Luego, el autor o la construcción de la trama, hasta un grado máximo de lector puro al que le interesa el estilo. Y pasa lo mismo cuando el lector escribe. La última instancia a la que llega un escritor, para el cual el estilo es parte de la trama, es la creación de un lector propio.
-¿Es su caso?
-Creo que sí, porque es la parte más divertida de escribir. El que no se preocupa por el estilo se pierde la mitad de la gracia. Sobre la dicotomía entre trama y estilo John Banville me dijo: “El estilo avanza dando zancadas triunfales y la trama va detrás arrastrando los pies”. Creo que ya tengo un lector propio, pero que comparto con otros escritores que me gustan: Proust, Nabokov, David Foster Wallace... No quita que disfrute con los escritores tersos y medulares, en el libro hay una broma recurrente sobre Chéjov y sus epígonos; pero a la hora del gran naufragio de la literatura, yo subo a los botes salvavidas a los escritores del estilo.
-Reformulo entonces. ¿Qué es La parte inventada?
-La aceleración que se imprimía sobre algo cuando se convertía en historia en La velocidad de las cosas. La parte inventada es lo que genera esa aceleración. Son ideas complementarias. Incluso llega a aparecer en la novela como una suerte de entidad lovecraftiana y tentacular flotando en los cielos. Todo escritor siempre está muy pendiente de la parte inventada, de qué inventar sobre la realidad para ser honesto y convencerte de que lo puedes usar porque es algo tuyo, lleva tu sello y tu estilo. En Historia argentina había un relato de cuando me secuestraron y me canjearon a mis padres, cosa que sucedió realmente. Más de 20 años después, la verdad para mí es el relato. La parte real es la inventada, mi versión del asunto. Todo termina siendo versiones.
-El Escritor se siente más cómodo escribiendo que entre esas mayúsculas...
-Siempre digo que a mí me gusta cada vez más escribir y cada vez menos ser escritor. Un escritor es una persona que tiene el privilegio o hándicap de vivir muchas vidas: la que lee, la que escribe, la pública y la privada; pero creo que todo pasa fundamentalmente por el momento de la escritura.
La exposición de los escritores
-¿Reivindica lo analógico con esos mensajes mecanografiados?
-Es un personaje mucho más exasperado que yo, al que le indignan cosas que a mí solo molestan: la exposición de los escritores, las redes sociales, el ataque anónimo... Me parece que vivimos tiempos tóxicos para la escritura. Y no es tanto por las nuevas maneras de hacer aquello que irrita. Toda generación quiere tener a sus Beatles y su Bob Dylan y está en su derecho, pero impresiona que no sepa quiénes fueron. Yo me formé o me deformé en una época sin internet, en un país en dictadura, donde llegaban muy pocas cosas y había una voracidad por saber. Ahora que se tiene acceso absolutamente a todo, impresiona que todo se reduzca a uno y a sus coleguitas y un par de anónimos, imbuidos de cierta cobardía. La acción está por encima de la reflexión, en una carrera para ver quien lo cuelga antes en la red.
-El meollo aquí no es cómo funciona la mente de un escritor, sino cómo se le ocurrió la idea de convertirse en tal...
-Es la discusión que tengo con Alan Pauls, que me promete una comida en el mejor restaurante cuando escriba un libro sin escritores. Cada tanto me lo propongo pero no puedo, porque la vocación literaria es infantil en el mejor sentido. Mi percepción del ser escritor es completamente romántica y aventurera. Sigue el mismo impulso del chico que quiere ser astronauta o bombero. Cuando me ponen etiquetas como el escritor metaficcional o el Borges pop, me hace gracia, porque Borges ya lo era. Y mi caso es anterior a cualquier etiqueta, es el deseo de ser pirata y al abordaje.
-Queda la sensación de que hay una mayor implicación del autor real en este libro que en los anteriores...
-Tengo la duda de si uno con los años se hace más sabio o menos cauto. Tal vez la menor cautela sea una forma de la sabiduría, no lo sé. Pero noto ahora, por suerte, porque durante la escritura me hubiese llevado a estrellarme, que sí, que seguramente sea mi libro más personal.