¿Se imaginan una novela gráfica olvidada por el tiempo que languideciera en un olvidado desván? ¿Se imaginan que un golpe de suerte la hiciera llegar a las manos de una dibujante sensible y arrojada? Este es el verdadero comienzo de esta obra. A partir de aquí, su compromiso y la pasión de un editor han sido capaces de devolverla a su verdadero sitio: el corazón de los lectores.
Este esfuerzo tiene mucho de homenaje. De hecho, hay quien se refieren a este relato sobre el París de finales del XIX como la primera novela gráfica de la historia. Y quizá sólo por eso mereciera la pena leer El cuarto de Lautréamont. Pero no es verdad. Hay que leerla porque es un relato poético y misterioso que escapa de la cárcel del tiempo. Porque conecta nuestro espíritu con el de aquellos que vivieron, pensaron y amaron entonces. Porque consigue atraparnos para hacernos deambular por calles, pasajes, plazas que ya no existen nada más que en la memoria de los libros. Y sobre todo, porque nos recuerda que para vivir, hay que saber dejarse llevar por las emociones. Cuando se pasa la última página, le quedará el agradable regusto de haber compartido unos instantes de historia.
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