Descubrí a Wagner relativamente tarde. Debuté como pianista a los 7 años, aunque por aquel entonces toda mi educación musical giraba alrededor del piano, el repertorio instrumental y sinfónico y la música de cámara. Cuando no ensayaba o daba conciertos, acudía a recitales y compraba entradas para ver a mis orquestas y cuartetos de cuerda favoritos. Rara vez pisaba la ópera. Cuando cumplí 9 años, mi familia, judía de origen ruso, se trasladó a Israel. El teatro de ópera de allí era más bien pobre en esos días, y Wagner no suscitaba ningún interés, por lo que no tuve contacto real con su música hasta mucho más tarde, ya a punto de cumplir los veinte años.
Antes de eso, me interesé mucho por el Wagner compositor a través de sus escritos teóricos sobre música y dirección. Me fascinaba la forma en que cada elemento podía ser analizado individualmente o bien como parte de una idea mayor, bien sobre el peso de la orquesta o la continuidad del sonido. De modo que mi primer contacto con sus óperas fue estrictamente musicológico, lejos de otro tipo de ideas. Debo decir que por aquel entonces no imaginaba que terminaría dirigiendo óperas ni era consciente de que todos esos escritos me ayudarían a comprender mejor lo que, años más tarde, se convertiría en vocación.
Con el tiempo fui consciente de la monstruosidad de sus textos e ideas antisemitas. Es un punto inevitable e injustificable de su biografía. Y debo reconocer que si alguien me concediera el deseo de pasar veinticuatro horas con algún gran compositor del pasado, Wagner nunca sería una opción. Me encantaría compartir un día con Mozart. Sería una experiencia divertida y edificante. No así con el Wagner “persona”, que me resulta absolutamente despreciable y que, en cierto sentido, es difícil de asociar a la música que escribió el Wagner “compositor”, impregnada de otras ideas y sentimientos, como la nobleza o la generosidad.
En el cruce entre el Wagner “persona” y el Wagner “compositor” se ha desarrollado durante décadas el debate en torno a la supuesta amoralidad de su música. Es posible identificar en sus óperas una terminología de inspiración antisemita pero no podemos encontrar un solo personaje judío. No hay nada ni remotamente parecido al Shylock shakespeariano de El mercader de Venecia en las diez grandes óperas de Wagner. Por supuesto que uno puede intuir en el maléfico Mime de Sigfrido o el escribano Beckmesser de Los maestros cantores de Núremberg un perfil cercano al antisemitismo, de la misma manera que se puede convertir fácilmente El holandés errante en El judío errante, pero esa asociación de ideas sólo ocurre cuando nuestra imaginación entra en contacto y en contexto con ciertas ideas.
Por otro lado, hay que distinguir entre el Wagner antisemita y el uso que los nazis hicieron de algunas de sus composiciones. A lo largo de toda mi carrera, me he cruzado con no pocas personas que no pueden escuchar música de Wagner. En pleno debate sobre la idoneidad de interpretar a Wagner en Israel, una señora vino a verme a Tel Aviv y me dijo: “¿Cómo es posible que quieras dirigir esta música?”. La mujer había visto con sus propios ojos cómo se llevaban a miembros de su familia a las cámaras de gas al son de la obertura de Los maestros cantores. “¿Por qué debo escuchar esto?”, me increpó.
Mi respuesta fue simple: no hay ninguna razón por la que se deba escuchar nada. No creo que debamos forzar a nadie a enfrentarse a las óperas de Wagner. Pero el hecho de que su música haya inspirado sentimientos tan extremos, a favor y en contra, no nos exime de ciertas obligaciones cívicas. Es por eso que considero la Orquesta Diván Este-Oeste como una medicina alternativa. No tiene efectos inmediatos, pero termina funcionando.
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