El barítono italiano Leo Nucci.
Con motivo del bicentenario de los nacimientos de Wagner y Verdi este año, El Cultural ha pedido al director Daniel Barenboim, defensor de la música de Wagner en Israel, y a Leo Nucci, barítono verdiano por excelencia en el umbral ya de las 500 interpretaciones de Rigoletto, que nos escriban sobre estos dos monumentos de la historia de la música.
Verdi no se consideraba un compositor tanto como un hombre de teatro. Revolucionó la ópera casi inconscientemente en un intento por acercarse a la realidad de los personajes. A diferencia de Wagner y en sintonía con su tan admirado Shakespeare, aspiró a la más terrenal de las humanidades y trabajó en todo momento con las tribulaciones del alma humana en busca de la parola scenica. No hay griales ni filosofías oníricas en su música, que no está pensada para grandes orquestas y que bien puede interpretarse al piano. De hecho, se le atribuyen muchas más limitaciones musicales que al gran Wagner, aunque Stravinsky solía decir que hay más música en el cuarteto de Rigoletto que en toda la Tetralogía. No deja de resultar curioso que, en la intimidad, dos wagnerianos de pro como Herbert von Karajan y Georg Solti coincidieran en confesarme la importancia y trascendencia que, en los últimos años de sus vidas, estaban teniendo Mozart y Verdi.
Verdi fue un hombre de su tiempo y adelantado a su tiempo, consciente de los problemas de la calle y sabedor de las posibilidades que tenía la ópera para cambiar el mundo. No quiso un teatro a su nombre, tampoco un festival, y toda la fortuna que acumuló en vida la repartió en su testamento entre quienes habían trabajado para él y cerca de él. Al final de sus días fundó la Casa de Reposo para Músicos pensando en los artistas que no habían tenido su misma suerte. Así era él.
Tampoco tuvo el privilegio de componer el himno de Italia, pero su música fue, más que eso, el lenguaje nacional de la época. De pronto, un milanés y un siciliano empezaron a hablar el mismo idioma en un momento de nuestra historia en que muy pocos sabían leer y escribir. Nabucco no habla de la unificación italiana sino de la diáspora judía, pero no hay que hacer grandes esfuerzos para imaginar la reacción del público al escuchar Oh mia patria sì bella e perduta! Es hasta cierto punto cuestionable la calidad musical del Va, pensiero, del coro de los esclavos, porque durante dieciséis compases todos cantan una misma nota, al unísono. ¿Falta de inspiración o, tal vez, una forma de recordarnos que el sufrimiento humano es igual para todos? Yo lo tengo claro.
Espero que la celebración de los bicentenarios sirva, más allá de las comparaciones insulsas pero peligrosas entre los legados de estos dos genios, para reflexionar sobre el devenir de nuestra querida Europa. Porque mientras las naciones del norte imponen los criterios de su cultura industrial los países mediterráneos no vemos la manera de sobrevivir a nuestra cultura humanística, que está, como exigen estos tiempos bursátiles, condenada al fracaso. ¿Es necesario recordar que, cuando Italia y España eran los países más evolucionados del mundo, el norte de Europa estaba poblado de bárbaros? ¿Llegará el momento de cuantificar la fortuna democrática, cultural y filosófica que Alemania le debe a Grecia?
A mis 71 años estoy convencido de que no hay ópera más bella que La traviata ni personaje más moderno que Violetta Valéry. Llevo más de cuarenta años de profesión y aún no consigo explicar a mis alumnos cómo interpretar a Rigoletto. Quizá porque Verdi no se enseña ni se ensaya. Se vive.