Breve historia de un Océano
Vengo de otro siglo y de un país que era otro y esto siempre ha sido así. En los ochenta, la copia en casete era el medio gracias al cual la mayoría de los chavales conseguíamos los discos y los primeros juegos para ordenador. Las minicadenas eran de dos pletinas y solían incluir la función de "doble velocidad" a fin de facilitar el copiado rápido. Soñábamos con un pack de 4 cintas vírgenes de 90. Las películas, los videoclips, pasaban de la TV a cintas VHS o Beta. Libros, revistas, fanzines o cómics eran pasto de las fotocopiadoras. Éramos máquinas de calcar copias malas que pasaban de mano en mano para ser vueltas a copiar. También entonces, analógicos, éramos insaciables.
Durante las postrimerías del siglo, la tendencia al duplicado casero tomó impulso irreversible cuando algunos de los grandes fabricantes de equipos de sonido como Philips y Sony impusieron el disco "compacto" digital como soporte, frenando drásticamente la fabricación de vinilos y casetes. El resultado fue un soporte que sonaba un poco peor para aparatos que sonaban bastante peor con fundas mucho más cutres y por un precio sensiblemente más alto que el honorable microsurco. A la vez, tales "modernizadores" se reconvertían en lobbies de la música al absorber las antaño multinacionales del entretenimiento.
Como complemento llegaron, primero los PC, capaces de almacenar tal información y hacer calcos de los CD originales a gran velocidad. Y, en seguida, Internet, el medio donde esa información era capaz de moverse de un ordenador a otro en lapsos asombrosos de espacio-tiempo y ya sin necesidad de un original. Las copias de objetos físicos pasaron a ser puros clones y los discos meros soportes de bits, archivos que se fueron volviendo comunes a todos, como las gotas se confunden en una masa de agua. Nacieron los programas para redes abiertas de intercambio entre particulares como Napster, Audiogalaxy, Emule, Soulseek, Kazaa… A medida que el mundo terminaba su transformación en líquido global, la información virtual, gota a gota, empezó a ser parte de su particular océano irrellenable.
Mientras los códigos de ceros y unos con forma de canciones se multiplicaban en ese éter, las ventas de originales caía con estrépito en las tiendas. Como en su momento pasó con la radio, el respetable pagaba por aparatos para oír música y no por algo que nunca había pagado: las copias personales, que ahora le procuraba cualquier otro usuario en la Red-océano de manera inmediata y sin cargo. La industria discográfica (en parte, la misma que fabricaba sin cesar discos en blanco para copiado y reproductores de los nuevos formatos ligeros de fichero, como el mp3) contemplaba el desplome y numerosas nuevas aplicaciones para ordenadores florecían a lo largo de la pasada década. La última, Spotify, permite escuchar "legalmente "música on-line de forma inmediata, infinita, prácticamente gratuita. Su implantación crece fieramente desde su estreno en 2008. Sigue un modelo tipo "nube" por el que la música está en la Red, a un click, sin necesidad de almacenaje de archivos en un dispositivo físico. Debe verse como el último gran intento de conformar un nuevo modelo de negocio, la apuesta de las discográficas para intentar recuperar cierta posición de dominio para su armada en ese proceloso Mare Nostrum, donde los usuarios han inventado sus propias cartas de navegación.
La nube se funde con el océano e, igual que hicieran los estados inglés, francés u holandés en el s. XVII adoptando sus corsarios contra el imperio español, la industria, con las cuatro grandes multinacionales a la cabeza (Sony, EMI, Warner y Universal son, entre otras cosas, accionistas), se convierten en arte y parte del trasiego digital, entregándose a la baza filibustera del semi gratis y a los derechos digitales y los provechos publicitarios. Mientras Spotify aporta a quienes hacen las canciones un beneficio directo irrisorio, la gran industria sella su alianza con el público y el Zeitgeist "olvidando" tan sólo algo que se antoja vital: que los músicos no se alimentan de agua salada. Pero eso es historia para otro día.
Aquí va un pequeño regalo visual para los más nostálgicos. La ilustración que acompaña el post es de la artista Tamara Arroyo.
Vengo de otro siglo y de un país que era otro y esto siempre ha sido así. En los ochenta, la copia en casete era el medio gracias al cual la mayoría de los chavales conseguíamos los discos y los primeros juegos para ordenador. Las minicadenas eran de dos pletinas y solían incluir la función de "doble velocidad" a fin de facilitar el copiado rápido. Soñábamos con un pack de 4 cintas vírgenes de 90. Las películas, los videoclips, pasaban de la TV a cintas VHS o Beta. Libros, revistas, fanzines o cómics eran pasto de las fotocopiadoras. Éramos máquinas de calcar copias malas que pasaban de mano en mano para ser vueltas a copiar. También entonces, analógicos, éramos insaciables.
Durante las postrimerías del siglo, la tendencia al duplicado casero tomó impulso irreversible cuando algunos de los grandes fabricantes de equipos de sonido como Philips y Sony impusieron el disco "compacto" digital como soporte, frenando drásticamente la fabricación de vinilos y casetes. El resultado fue un soporte que sonaba un poco peor para aparatos que sonaban bastante peor con fundas mucho más cutres y por un precio sensiblemente más alto que el honorable microsurco. A la vez, tales "modernizadores" se reconvertían en lobbies de la música al absorber las antaño multinacionales del entretenimiento.
Como complemento llegaron, primero los PC, capaces de almacenar tal información y hacer calcos de los CD originales a gran velocidad. Y, en seguida, Internet, el medio donde esa información era capaz de moverse de un ordenador a otro en lapsos asombrosos de espacio-tiempo y ya sin necesidad de un original. Las copias de objetos físicos pasaron a ser puros clones y los discos meros soportes de bits, archivos que se fueron volviendo comunes a todos, como las gotas se confunden en una masa de agua. Nacieron los programas para redes abiertas de intercambio entre particulares como Napster, Audiogalaxy, Emule, Soulseek, Kazaa… A medida que el mundo terminaba su transformación en líquido global, la información virtual, gota a gota, empezó a ser parte de su particular océano irrellenable.
Mientras los códigos de ceros y unos con forma de canciones se multiplicaban en ese éter, las ventas de originales caía con estrépito en las tiendas. Como en su momento pasó con la radio, el respetable pagaba por aparatos para oír música y no por algo que nunca había pagado: las copias personales, que ahora le procuraba cualquier otro usuario en la Red-océano de manera inmediata y sin cargo. La industria discográfica (en parte, la misma que fabricaba sin cesar discos en blanco para copiado y reproductores de los nuevos formatos ligeros de fichero, como el mp3) contemplaba el desplome y numerosas nuevas aplicaciones para ordenadores florecían a lo largo de la pasada década. La última, Spotify, permite escuchar "legalmente "música on-line de forma inmediata, infinita, prácticamente gratuita. Su implantación crece fieramente desde su estreno en 2008. Sigue un modelo tipo "nube" por el que la música está en la Red, a un click, sin necesidad de almacenaje de archivos en un dispositivo físico. Debe verse como el último gran intento de conformar un nuevo modelo de negocio, la apuesta de las discográficas para intentar recuperar cierta posición de dominio para su armada en ese proceloso Mare Nostrum, donde los usuarios han inventado sus propias cartas de navegación.
La nube se funde con el océano e, igual que hicieran los estados inglés, francés u holandés en el s. XVII adoptando sus corsarios contra el imperio español, la industria, con las cuatro grandes multinacionales a la cabeza (Sony, EMI, Warner y Universal son, entre otras cosas, accionistas), se convierten en arte y parte del trasiego digital, entregándose a la baza filibustera del semi gratis y a los derechos digitales y los provechos publicitarios. Mientras Spotify aporta a quienes hacen las canciones un beneficio directo irrisorio, la gran industria sella su alianza con el público y el Zeitgeist "olvidando" tan sólo algo que se antoja vital: que los músicos no se alimentan de agua salada. Pero eso es historia para otro día.
Aquí va un pequeño regalo visual para los más nostálgicos. La ilustración que acompaña el post es de la artista Tamara Arroyo.