“Siempre intentándolo. Siempre fallando. No importa. Inténtalo de nuevo. Falla de nuevo. Falla mejor”. El tatuaje grabado en el antebrazo izquierdo de Stan Wawrinka recordando al poeta irlandés Samuel Beckett es un río de sudor cuando el suizo culmina su remontada en la final del Abierto de los Estados Unidos (6-7, 6-4, 7-5 y 6-3 a Novak Djokovic), celebra su tercer torneo del Grand Slam (empatando con Andy Murray) y se queda a uno (Wimbledon) de ganar los cuatro torneos más importantes del mundo.
A los 31 años, y tras conseguir el Abierto de Australia en 2014 (venció a Rafael Nadal) y Roland Garros 2015 (tumbó a Djokovic), Wawrinka se lleva un dedo a la sien, su tradicional gesto para pedirse cabeza en mitad de la locura, y ni eso puede evitar que piense lo mismo que el mundo entero: el suizo ya es uno de los más grandes.
En el 15 aniversario del 11-S, la final arranca con una emotiva ceremonia para recordar a las víctimas de uno de los atentados más grandes de la historia. Las 23.771 personas que abarrotan el estadio Arthur Ashe escuchan de pie el himno estadounidense, cantado a viva voz mientras se despliega una gigantesca bandera hasta cubrir la pista entera. En un día muy especial en Nueva York, el último partido del torneo nace tibio y muere por todo lo alto, convertido en un espectáculo superlativo que está a la altura de sus protagonistas.
Un inicio precipitado
De arranque es una final mala, muy por debajo de lo esperado. Wawrinka entra atenazado al encuentro, con un notable punto de sobreexcitación que se traduce en sus fallos. Sin puntería, el suizo comete una cifra de errores no forzados altísima en el comienzo (13 en cinco juegos) y se aleja mucho de su rival. Es un Wawrinka precipitado y acelerado que quiere jugar más rápido que el tiempo y eso casi siempre es imposible, aunque de vez en cuando funcione, como más tarde queda demostrado.
Djokovic no tiene que hacer nada especial para ponerse por delante en el marcador (5-2) porque el número cuatro le despeja el camino con su embotellamiento. Al serbio le vale con un tenis moderado (más control que intención) para anular a su rival y soñar con su grande número 13, el que le dejaría a uno de empatar con Nadal (14), acercándole aún más al récord absoluto de Roger Federer (17).
El número uno, sin embargo, tiene muchos miedos, alimentados por la poca exigencia que ha sufrido para llegar hasta la final. Al contrario que Wawrinka (17h54m, salvando un punto de partido en la tercera ronda ante el británico Evans), Djokovic aterriza más fresco que nunca antes en el partido decisivo de un Grand Slam (8h58m en pista, con tres rivales retirados de una u otra forma por el camino). Eso es un arma de doble filo porque a veces es mejor sufrir y estar preparado que no hacerlo y llegar descansado.
Punto de inflexión
En parte, la vuelta al partido del suizo es mérito de Nole, que deja escapar dos bolas de set al resto con un (con ese 5-2), entrega su saque tras cometer una doble falta (5-4) y tiene que pelear por la primera manga en un tie-break al que posiblemente no pensaba llegar. Con sus fantasmas a cuestas, Djokovic abrocha el parcial inaugural, pero también le manda un mensaje a Wawrinka: necesitas poco para endurecer el partido, estás muy cerca de entonarte y ahí tienes todas las de ganar.
Dicho y hecho. A partir de la hora, Wawrinka juega desatado y la final se convierte en un encuentro explosivo. No hay un intercambio anodino, todos aspiran a estar en los resúmenes con los mejores golpes del partido. Los rivales luchan cada pelota con un convencimiento máximo, como si el título estuviese esperando tras la siguiente bola. Wawrinka lleva la voz cantante, es el que manda con pelotazos durísimos que caen abriendo zanjas en la pista. Djokovic se defiende como puede y aprovecha las pocas dudas del suizo para intentar que su oponente tiemble, que baje ese nivel imperial y vuelva al tenista romo de los primeros minutos.
Wawrinka recuerda entonces su escudo en las finales (ganadas las 10 últimas), el historial contra Nole en Grand Slam (derrotado en los cuartos del Abierto de Australia de 2014 y en la final de Roland Garros 2015, donde acabó celebrando el título) y se pone a jugar de línea en línea, destrozando las defensas del serbio con latigazos fabricados a base de ira. Entonces, y acordándose del principio, Wawrinka desafía al reloj y juega a una velocidad supersónica, suerte que no hay radares en la pista porque le tocaría pagar una multa seguro.
El suizo abre en canal a Nole con su revés paralelo, siempre profundo, siempre duro, toda una obra de arte. Gana el segundo set y Djokovic lo paga en la pista destrozando su raqueta. En la grada, su padre se marcha porque no puede aguantar más viendo a su hijo sufrir de esa forma. La tortura, en cualquier caso, no ha hecho más que comenzar.
A estacazo limpio, Wawrinka gana la tercera manga y se planta en la cuarta gritando que quiere el título, que no se le va a escapar. Parece increíble, pero lo va a conseguir, debe pensar entonces el número uno del mundo tras ver a su contrario casi eliminado días atrás contra Evans. Que Wawrinka sea vulnerable en las primeras rondas y se transforme en un jugador invencible en las finales tiene una explicación de agradable nombre: se llama confianza y el suizo la almacena en cantidades infinitas.
“¡No podía estar de pie!”
Con el encuentro perdido, Djokovic juguetea con el reglamento. Antes de sacar Wawrinka (con 3-1), el serbio detiene el partido y pide que venga el fisioterapeuta a curarle los problemas que tiene en las uñas del pie izquierdo. El suizo estalla porque considera que es injusto, que podría haberlo hecho antes o esperar al cambio de lado. “¡Stan lo siento!”, le dice el número uno a Wawrinka mientras le atienden. “¡No podía estar de pie!”.
Wawrinka salva las consecuencias de esa interrupción (dos bolas de break en el juego siguiente) con la mirada echando chispas mientras la gente abuchea a Djokovic. El serbio, que aguanta a tirones el tramo final, sucumbe ante lo inevitable. Wawrinka le arrebata el título porque le supera en todos los aspectos del juego. En consecuencia, es mejor y eso le entrega una copa impensable hace años, cuando era un jugador sin finales de Grand Slam (ahora ha ganado las tres que ha disputado).
A partir de hoy, el suizo merece los honores de los mejores, de los más grandes, de los que han logrado conquistas fantásticas. Ya forma parte de la historia y eso nadie se lo va a quitar.