En un partido torrencial, de agitación constante, de esfuerzos sublimes y minutos de sonambulismo, España se impuso a Croacia por empaque y regularidad. Alternó firmeza e intermitencia para presionar muy arriba, manejó el balón con soltura y mostró una entereza física que pocas selecciones tienen. Las rotaciones incomprendidas de Luis Enrique también dan sus frutos.
Casi haciendo lo mismo, España ha pasado de la sequía a golear de cinco en cinco. Una cosecha tan fructífera se explica por valía propia y deméritos rivales, por la indeterminación de una Eurocopa tocada por el encanto del acierto sublime junto a yerros consistentes. Los ánimos van y vienen, cambian de barrios y colores con la rapidez con la que Mbappé destroza las defensas o falla un penalti crucial.
El resultado de esta mezcolanza anímica y técnica es un desbarajuste emocionante, con los equipos lanzados en busca de la proeza de la remontada, de la belleza en la ejecución o de la vuelta a su estilo. En lo último se asentó España en la prórroga y en lo penúltimo regaló Francia sus opciones, porque un 3-1 no es un seguro hoy ni en la recta final del encuentro.
Entre los caminos inextricables de esta Eurocopa, el equipo español va asentando su modelo. La primera media hora fue de un dominio absoluto, con la aparición de los fantasmas de las ocasiones de gol desperdiciadas. Pero un fallo de Unai Simón trastocó el encuentro y desbarató la solidez mostrada.
Por momentos, España se descompuso, mostrando esa cara quebradiza que nos pone los pelos de punta. Sin embargo, justo es reconocer que estas fugas no hacen mella en el espíritu del equipo, que con la misma facilidad que deambula desorientado engarza sus líneas con precisión.
Dos jugadores mostraron frente a Croacia esta ambivalencia desconcertante. Unai Simón asumió su pifia con la serenidad de Séneca, con la tranquilidad de espíritu de un sabio, con la aceptación de que el oficio tiene estos gajes. Una exhibición de borrón y cuenta nueva, un ejemplo sublime para los psicólogos, pues nuestro guardameta bordó su actuación con paradas definitivas, una de ellas en la prórroga cuando todavía el encuentro estaba empatado.
A su lado, Morata brega infatigable de arriba abajo, en diagonal, de un extremo a otro, sin importar cuántos minutos dure el partido. No le causa mella fallar lo fácil en apariencia, porque, en algún momento, sabe que anotará el gol más complicado. Generoso, inaccesible al desaliento, Morata es el delantero perfecto para este equipo, de momento, imperfecto.
Quizás estos vaivenes reflejan los de la mente de Luis Enrique, sus certezas e incertidumbres, su idea de un fútbol diferente, ininteligible para el resto de la humanidad. Sus cambios trastocaron el equipo, vulnerable hasta ceder el empate a 3, pero en este desequilibrio los jugadores fluyeron de nuevo hasta asentarse definitivamente.
Sea como sea, el España-Croacia ya está en la memoria colectiva de los partidos en los que se encuentran las emociones contrapuestas -el miedo y la esperanza-, los goles a espuertas y la brillantez intermitente. Por fortuna, esto será lo que quede en nuestros recuerdos: una España vibrante que nos hizo felices una tarde de Eurocopa.