Ésta es la liga de las pájaras. Condicionada por los positivos, las lesiones y la presión bajo la que vivimos esta pandemia, la liga española se ha igualado debido a la irregularidad manifestada por los favoritos. La inconstancia ha derivado en baches profundos -el del actual líder, el Atlético- y en batacazos monumentales -el penúltimo correspondió al Barcelona frente al Granada. Así se ha convertido, quizás, en la liga más igualada de la historia. Al menos, el Sevilla sí es el cuarto con más puntos que haya habido nunca.
El Atlético de Madrid, cuya ventaja llegó a ser descomunal, fue un equipo feliz hasta que el nuevo año se asentó. No sólo encabezaban la tabla sin oposición expresa, sino que el equipo de Simeone, por fin, jugaba bien al fútbol de forma continuada. Los jugadores sonreían y no desfallecían, tanto, que muchos pronosticadores repitieron esa frase tan manida y fallida de que "este año no hay liga". Luego, llegaron las acumulaciones de partidos, a causa de la disputa de los aplazamientos víricos que se entremezclaron con los partidos de Copa y de Champions. El equipo quedó exhausto.
Ahora el equipo se encuentra en un proceso de reanimación, pero ya no tienen la pujanza ni el dinamismo que exhibieron de forma continuada en el primer tramo liguero. Desde luego, salieron del bache, pero no han encontrado solución a su intermitencia: continúan elevando las pulsaciones de los aficionados al ritmo de los que juegan, con esa inveterada costumbre de retrasarse en los últimos minutos. Tras una primera mitad eficiente, de fútbol bien trenzado, el encuentro contra el Elche tuvo un angustioso final, en el que la suerte le sonrió de cara.
Al contrario, el Real Madrid, se ha fortalecido, con brillantez también intermitente, en 2021. En el enésimo ejercicio de recuperación, el Madrid de Zidane encara la última fase de la temporada como sólido aspirante a los dos títulos más reputados; una circunstancia que hubiera sido considerada descabellada hace un par de meses. Sin embargo, el galo debe conservar algún rasgo de la tribu de Ásterix que transmite a sus pupilos, con toda seguridad, el sentimiento de irreductibilidad.
El esfuerzo de los blancos es palpitante, conmovedor. En algunos de sus partidos los rostros demacrados piden descanso, pero la voluntad de sus dueños no es tan generosa: no debe quedar la energía de ninguna célula sin exprimir. Mientras almacenen un resto de aliento, el destino de este equipo es entregarlo. Además, tiene una nueva final europea ante sí. Quizás algo que están esperando para reivindicarse desde que partiera Cristiano.
Apelando a esta fuerza invisible, a este poderío esencial y duradero, derrotaron a un encerrado Osasuna, un equipo con muchas caras tácticas que ayer nos ofreció el cerrojo proverbial, con las líneas unidas como si fueran un único cuerpo. El Madrid combinó con fluidez, aunque sin profundidad, en el primer tiempo; así que, tuvo que encontrar la solución en las llamadas jugadas a balón parado.
Por su parte, el Barcelona recordó durante más de cincuenta minutos al equipo endeble, inconsistente, que concede numerosas ocasiones de gol al adversario. El primer tiempo del Valencia fue excelente y se adelantó en el segundo. Pero perdió el partido de forma impropia de un gran equipo: en los rechaces. Seguro que su guardameta, Cillessen, se sigue preguntado a estas horas cómo es posible que sus compañeros no fueran capaces de despejar ninguno de los balones sueltos de dos grandes paradas suyas. Una falta de concentración inadmisible, un grano de arena más en el desierto de la irregularidad de una campaña impensable cuando empezó. Nadie se acercó a pronosticar el final del duopolio Madrid-Barcelona.