Explorando el territorio de los imposibles, con la estructura vertebral quebrada por las lesiones y el virus, el Real Madrid del ausente Laso escribió su página más meritoria y sorprendente. Una exhibición inusual de voluntad inagotable, de trabajo sobre trabajo, a disposición de un equipo entregado con la pasión de quien defiende una historia y su prestigio.
No importaba que el rival fuera el otro gigante del baloncesto continental. Tampoco que el CSKA se presentara con sus filas en orden, dispuesto a dar cuenta de un rival dividido; no ya entre veteranos y noveles, sino entre sobrevivientes y debutantes, jugadores orgullosos de vestir la camiseta blanca sin importar la edad ni la experiencia.
Unos, alimentando de gloria una carrera ubérrima que atisba el ocaso; otros, recién nacidos, cachorros de la misma loba pero de distinta camada, que han debido – sí, deber, el escudo madridista obliga – suplir a doctores del baloncesto apenas terminado el bachillerato.
Un bautismo de fuego frente a un contrincante descomunal superado en los primeros minutos –los que suelen ser de medición de fuerzas- por un huracán de intrepidez traducido en un baloncesto preciso. Una ráfaga impecable que en el minuto siete de partido se reflejaba en un marcador insólito: 17-3.
Mientras los rusos apenas esbozaban su juego, sorprendidos por la intensidad madridista, los blancos dejaban pistas de su plan para el encuentro. Una defensa pegajosa y con relevos continuos, con sus anotadores -Clyburn, Shved- defendidos por perros de presa –Taylor, Sadiq Garuba- y Tavares como torre angular del entramado, rapidísimo en las ayudas.
Con su aro inexpugnable, el Madrid se dedicó a correr en cada ocasión, sin que importara el desgaste que suponía a los pocos jugadores disponibles. No era momento de andarse con reservas, pues la victoria dependía de la llama del espíritu. Por fortuna, Chus Mateo pudo mimar a Llull y a Rudy, custodiando sus fuerzas para la fase definitiva del partido, pues el excepcional rendimiento de Urban Klavzar y Baba Miller permitió la maniobra.
Como era previsible, los moscovitas fueron leyendo el partido tras su comienzo desbarajustado. Por momentos, escasos, los rostros madridistas, ojerosos, casi agrietados, mostraban el desgaste y dejaban la suerte del enfrentamiento en manos ajenas. Sin embargo, ante el mínimo desajuste entre deseo y fuerzas aparecía un compañero rutilante, fresco, como recién salido del vestuario.
Con sólo cinco jugadores de la plantilla habitual, un quinteto corto y descompensado –Williams-Goss, Tavares, Llull, Taylor y Rudy– con refuerzos puntuales y titánicos de los zagales, el Real Madrid se apoderó del ritmo definitivo del encuentro. El pívot caboverdiano se mantuvo incólume, mientras que los baleáricos hicieron lo que hacen los más grandes: ofrecer su mejor versión en los momentos decisivos.
Con los triples de Llull y la defensa de Rudy, ubicuo como ninguno, es preciso destacar el gran partido de Williams-Goss, rápido y penetrante, calmado, preciso en tiros cortos para pianistas.
La diferencia entre ambos equipos fue la de los banquillos. El madridista, hiperactivo, gesticulante, camisas arrugadas a punto de reventar y chaquetas abiertas. EL ruso, frío, casi hierático, con los trajes como recién planchados y la chaqueta abotonada en todo momento.
Y el Real Madrid, impulsado por la fuerza de su destino, marcó un nuevo hito en su historia, capaz como ningún otro club de forzar la realidad y la lógica.