El carácter religioso y austero de Ángel María Villar (a quien nadie ha acusado de robar para sí mismo, sino fundamentalmente de alumbrar un sistema clientelar en el que robaban muchos otros) ha encontrado en este sonado verano de 2017 una prueba digna del santo Job.
Primero fue su detención y la de su hijo Gorka ante las cámaras, con 'pena del telediario' incluida, que en pocas horas aniquiló la reputación familiar ("el daño ya está hecho", se le oyó decir proféticamente al entrar escoltado en la Ciudad del Fútbol de Las Rozas). Después fueron las dos semanas en prisión, donde encontró mucho tiempo para meditar y forjó lazos de amistad con otros poderosos caídos en desgracia. Pero quizá el golpe más duro vino al recobrar la libertad: el caudillo del fútbol español, vicepresidente de la FIFA y la UEFA, se encontró con que nadie ponía ya la mano en el fuego por él.
Silencio y apartamiento
Una estampa describe de forma expresiva el ostracismo del todavía presidente (suspendido) de la Federación Española de Fútbol (RFEF). El martes por la tarde, después de la reunión entre los 19 'barones' autonómicos, el secretario de Estado para el Deporte (José Ramón Lete) y el presidente interino de la RFEF (su fiel colaborador Juan Luis Larrea), el teléfono de Villar no sonó ni una sola vez.
Tampoco recibió llamadas después de la segunda reunión, ya sin Lete, entre los 19 dirigentes territoriales y Larrea. Se enteró por la radio y la prensa de que la plana mayor del deporte y el fútbol pedían su dimisión cuanto antes, con la amenaza latente de una moción de censura en noviembre, cuando los plazos lo permitan. Reflexivo y "cambiado" (siempre según fuentes cercanas) por la cascada de hechos recientes, Villar medita mucho ("sobre la condición humana") y la deslealtad de los dirigentes que apadrinó durante lustros. Dice, además, sentirse fuerte y confiado.
Particularmente reseñable es el cambio de actitud de su tesorero Larrea, hoy presidente interino, que puso la mano en el fuego varias veces durante la prisión de Villar y hoy se une al coro de la petición dimisionaria en la esperanza de aferrarse a un cargo al que, según varios compañeros de Junta Directiva, "le está cogiendo el gusto". Desde aquel arresto el 18 de julio, sólo se han comunicado telefónicamente dos veces. La reacción airada de los dirigentes territoriales a la petición de Villar de que se le siga pagando el sueldo y las altas minutas de sus abogados mientras dure el proceso judicial es otra estampa gráfica de la soledad del bilbaíno, refugiado entre su casa de Madrid y otra residencia de descanso en un pueblo riojano.
Un as en la manga
El embrollo de la Federación es de tales proporciones que depende de la voluntad del presidente caído para hallar una solución viable. Y aquí emerge de nuevo el carácter rocoso de Villar, en cuyo código de valores nada hace sombra a la lealtad. Luis Rubiales, su exdelfín, es el último en haberlo comprobado: el presidente no presentará su dimisión hasta que se busque a otro sucesor, ya sea Larrea u otro. Ni los profesionales de la gestión futbolística se atreven a hacer pronósticos sobre un panorama trufado de rivalidades personales enraizadas y miedo a las conversaciones telefónicas liberadas del secreto de sumario por el juez Pedraz esta semana (y de muy próxima aparición), que pueden ser suculentas.
A medida que pasan los días desde la 'desaparición' de Villar, baja la euforia de algunos enemigos y se generaliza la preocupación por ver quién se sube a gobernar el toro encabritado de la mayor federación del país en medio de una profunda división y en pleno año mundialista. Nadie quiere asumir la tarea, y a los que quieren no se les acepta con agrado: la RFEF es un avispero que crece cada día.
El todavía presidente, mientras tanto, rumia en silencio la traición de sus antiguos correligionarios con la terquedad de un corredor de fondo y se niega a seguir los plazos de nadie. Entre otras cosas, porque sigue creyendo en su inocencia de forma férrea. Y además, porque es perfectamente consciente del boquete causado por la Operación Soule: dirigentes territoriales en entredicho, personal encausado, luchas intestinas de todo tipo, desconfianza generalizada, miedo a nuevas revelaciones... Como solía decir él mismo y ha repetido estos días, "el problema no es mío, ¡es de ellos...!"