Palacio de los Deportes de Madrid. Llenazo. Año, 1994. Miles de mecheros, todavía faltan dos décadas para que lleguen los smartphones. En el escenario, los teclados disparan los primeros acordes. Canta Ana Belén: “Acompaño a mi sombra por la avenida, mi sombra se pierde entre tanta gente, busco una puerta, una salida donde convivan pasado y presente...” Junto a la cantante, Víctor Manuel. Y con ellos, el resto de la alineación progre que ha reinventado para las masas una diversión infinita llamada democracia liberal: Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat, Juan Echanove, Miguel Ríos, Antonio Flores, Pablo Milanés y Manolo Tena. Todos ellos, sólo ella. Marca España.
Sólo han pasado ocho años desde que Luis Mendo y Bernardo Fuster (de Suburbano) escribieran la canción en una noche de borrachera. Tierno acababa de morir y Madrid era la capital de la cultura del olvido. Era la Movida y era viernes de lunes a domingo. La reinvención de la democracia española se hacía con poca luz y en el tiempo libre. Los compositores vendieron la canción a Ana Belén y Víctor Manuel y la pareja -que se casaron en 1972, en Gibraltar (¡apañol!), por lo civil (¡amancebados!)-, publicó el tema dentro de un disco con separación de bienes: Para la ternura siempre hay tiempo. De Ana Belén era Para la ternura, y de Víctor Manuel Siempre hay tiempo. Ya, cosas.
La canción se hizo un Despacito antológico y el dúo vendió del LP alrededor de 300.000 copias (de la época). El éxito de la canción que trató de hacer de la Historia un asunto Pop culminó su proyecto cultural masivo muchos años después, cuando en 2003, fue usada por Trinidad Jiménez para ambientar la campaña con la que no sería alcaldesa de Madrid. Y. Al tiempo el PP la pinchó el día en que Nacho Cano presentaba su himno de una hora, creado para la candidatura olímpica de Madrid 2012. Era la canción de la reconciliación, y el PP la pinchaba con el “no pasarán” de Dolores Ibarruri y contra los tiranos con “calvas indecentes”.
Mucha pana
La puerta de Alcalá encarna la fantasía de la normalidad democrática. Los mundos de Yupi creados por una Constitución sinónimo de “transacción” (Aranguren), a la que nadie se atreve a meterle mano cuatro décadas después. Y que aquella maravillosa noche de hace 23 años, en el Palacio de los Deportes, no era más que una vieja gloria tan desgastada como las coderas de una chaqueta de pana. Apenas un estribillo sin canción.
Antes de la defunción de la mítica canción, en la gira Mucho más que dos, La puerta de Alcalá reivindicaba a Madrid como el lugar perfecto para reinventar la democracia. Calles con un travesti perdido, un guardia pendenciero, pelos colorados, chinchetas en los cueros, rockeros insurgentes, modernos complacientes, poetas y colgados… Aires de libertad. Ahí está, ahí está: la Transición. La canción presenta a la Puerta de Alcalá como el elemento que reconcilia el pasado con el presente, la modernidad con la tradición, a Carlos III con Tierno Galván, es un rito de paso entre la dictadura y la democracia, es la entrada y la salida, el paso a una nueva dimensión: la de la posibilidad de dejar de ser para ser otra cosa. La libertad.
Pero para 1994, en el Palacio de Deportes, la libertad ya era otra cosa comparada con aquel experimento que empezaba a fraguar en 1986. Fue un año normal 1994: Luis Roldán se da a la fuga, Silvio Berlusconi jura como primer ministro de Italia por primera vez, Nelson Mandela es elegido presidente de Sudáfrica, nace Justin Bieber, Arturo Pérez-Reverte abandona el periodismo y publica Territorio comanche, Indurain gana el cuarto Tour consecutivo (de cinco) y Djukic falla un penalti contra el Valencia, en la última jornada de liga, en el último minuto de partido, y da la liga al Barcelona de Cruyff. Ese año se registran 10.902 manifestaciones y son prohibidas 69. Una de ellas concentra a 3.000 nostálgicos en Madrid para conmemorar el 20 de noviembre. El proyecto socialista está que se muere y sí, se suicida Kurt Cobain.
Canción Marca España
Hasta llegar a esa normalidad democrática (en la que ni Bebeto ni Donato tiran el penalti del Depor en Riazor), han pasado ocho años desde la invención de la canción. Y en ocho años caben dos vídeos y un país nuevo. Una España tan distinta que ni siquiera ellos dos son los mismos. De repente, la canción se transforma en capítulos de una novela que siempre empieza igual: Ana Belén cantando “Mírala, mírala”.
Primer capítulo. La canción suena en el coche de tus padres, en un viaje insoportable por cualquier rincón perdido del posfranquismo. En 1986 Ana Belén, además de ser la voz de la Transición, es la pareja de todos los socialistas, la marca blanda de la moral católica. Representa tímidamente a las mujeres que se rebelan a la opresión de la dictadura, que luchan por perderle miedo a su cuerpo, a la culpa y al qué dirán. La canción suena menos reivindicativa de lo que sonará ocho años más tarde, cuando han aprendido a disfrutar y a no pedir permiso. Lo que no sabemos es qué reivindicará.
Segundo capítulo. Se han desclasado. Hay barra libre de placer, fiesta, lentejuela, sueños rotos y cirugía estética. Ana Belén ya no es la pareja de todos, ahora es la amante. Su cuerpo ha dejado de estar oprimido y encorsetado, aunque siga atrapado en el luto. Tiene 43 años, acaba de rodar La pasión turca con Vicente Aranda y ha salido tan removida de la película, que encuentra su lugar en el mundo. Reivindica la igualdad en una sociedad masculina aplastante, simulando ser una de ellos. Con un camuflaje temerario que le hace parecer ser tan libre como los hombres, tan hombre como los libres.
El Palacio de los Deportes es el epílogo. Es el final de la gira de despedida progre y en la última página, cuando apaguen los focos, comenzará el inicio del ocaso: el Aznarinato. Eran muchos más que dos, pero se quedaron en nada.