"Somos felices. Aunque el pan nos falte, siempre estamos alegres. Y más alegres cuanto más nos falta. ¡Y en verdad que anda escaso muchas veces! Somos felices. Nuestras vestiduras casi se transparentan; pero, como los astros, tienen brillo: tienen lo augusto de las cosas viejas". Enrique Díez-Canedo
Conocí a Picalagartos a la entrada de un restaurante de comida rápida. Apareció atolondrado, armado de su sempiterna gorra de los Yankees. Calzaba la mirada alucinada de los poetas. “¡No puede ser! ¡No puede ser!”, repetía tras el protocolario apretón de manos. Era el emisario de una noticia que ni quería ni podía contar: una de las grandes editoriales de este país estaba a punto de quemar los excedentes de su admirado Paco Umbral.
No había dormido esa noche. Temblaba. Quería alertar a María España Suárez, la viuda del escritor. Estaba dispuesto a inmolarse en la hoguera que iba a chamuscar los textos que habían abrigado su existencia. Aquel día, muchos supimos que Picalagartos era el último bohemio de la prensa española: la escritura febril, la cartera vacía, una libertad radical, la extravagancia llevada al extremo… Y un altillo de maletas como morada. Allí pasaba nuestro hombre sus días y sus noches. Picalagartos, igual que el bohemio descrito por José Esteban en su mítico diccionario, “entregó la vida a la columna sin tener en cuenta las graves consecuencias”. Las líneas que siguen aportan unas cuantas pruebas.
Jesús Nieto Jurado, apodado Picalagartos, como la taberna de las “Luces de bohemia” valleinclanescas, tiene treinta y tantos. Trabaja en este diario. Acaba de publicar sus memorias, tituladas El Altillo, con una editorial portuguesa (Chiado). Asegura haber nacido en Madrid… a pesar de que su DNI lo desmiente y apunta a Málaga. Por eso, su padrino, Raúl del Pozo, dice que “Pica” -así le llaman sus amigos- “se nació en Madrid”.
Del Pozo, que estuvo en casa de Ruano la noche que murió el último gran César del artículo literario, define a Picalagartos como “el último columnista maldito”, “un pequeño ruiseñor de los periódicos”. Para alimentarle solía presentarlo así a algunos colegas de vigoroso bolsillo: “Este chico escribe muy bien, pero copia a Umbral. A veces intenta hablar como un ministro de la UCD. Lo han echado de Andalucía. Lo pasa mal”. Porque Jesús Nieto, letraherido a punto de desangrarse, asaltó Madrid con una mano delante y la otra detrás.
Se mudó a la capital como si todavía fuera la ciudad de “La busca” barojiana, aquel lugar al que se llegaba desde las provincias en busca del pan, el cobijo, la influencia y, con un poco de suerte, el éxito. Todavía entonces, la literatura era un camino que abría puertas y hacía fortunas. Picalagartos, como si los años treinta no hubieran muerto, vive del artículo y come dependiendo de lo ingeniosa que amanezca su pluma. Él mismo lo reconoce en el prefacio de este libro: “Me he ido matando en la prosa periodística para sobrevivir en un mundo que ya no existe”. A Picalagartos uno puede vislumbrarlo entre las mesas del Café Gijón al que llegó Umbral, entre las páginas de "Las máscaras del héroe”, de Juan Manuel de Prada. Es mitad Pedro Luis de Gálvez, mitad Armando Buscarini.
A Nieto le habría gustado ser modelo y quizá eso le hubiera salvado el presente, pero no pudo permitírselo. Cuenta que España divide a los hombres en dos grupos: los que se parecen a Paul Newman y los que recuerdan a Andrés Iniesta. Él cayó en el segundo.
Otro rasgo definitorio es el agradecimiento que brinda a sus padrinos en estas páginas: les abraza por su “manutención” antes que por sus consejos. Cuenta la leyenda que, en una de sus comidas iniciáticas, José María García le dio a probar un habano que valía su peso en oro. Picalagartos, tras atragantarse con el humo, se fumó el misil a marchas forzadas. "El rostro se le puso blanco y apenas se mantenía en pie", apunta un testigo. Imaginen la cara del Butano. Aunque, en este tomo, el recuerdo más bonito se lo regala a Manuel Alcántara, su abuelo, “que tanto le recortó y al que tanto recordará”.
Así era El Altillo de Picalagartos
Vayamos con El Altillo, su centro de operaciones, el lugar que habitó hasta hace un telediario y que le confirma como último superviviente de la bohemia española. Para no caer en la exageración, recurro a Mariano Gasparet, que trabajó con Picalagartos en El Mundo, y que una tarde se decidió a visitar aquel agujero.
“Estaba situado en la calle Fuencarral, a orillas de Malasaña. Era una cosa alucinante. Se accedía a través de una escalera de metal, ubicada en medio del pasillo de un piso de estudiantes. Sí, sí, ¡en un falso techo! Dos metros y medio cuadrados, el espacio exacto para encajar unas cuantas maletas. Nadie cabía de pie. Había que arrastrarse. De rodillas o en cuclillas. Había un colchón lleno de ropa, decenas de libros, periódicos viejos… Nada de armarios o cajones. Jesús está poseído por la bohemia negra”, relata Gasparet. Picalagartos lo resume así: “En este altillo, donde mi novia no entra por culpa de las pulgas, se pasa hambre, se pasa frío… o se escribe”.
Por aquel entonces, devela el propio Picalagartos, contaba con veinte euros mensuales para comida y ropa una vez pagado el alquiler. ¿Y cómo se alimentaba? Enfundado en su único traje, se plantaba en los desayunos, almuerzos y cenas informativas con su carné de periodista. Lanzaba una pregunta en cada uno de los encuentros: “Oiga, ¿cómo afectarán esas medidas a la crisis energética de Guatemala?”. Y luego se ponía las botas. En Fitur -Feria Internacional del Turismo- solía hacer lo propio. Un día se cruzó con Feilpe VI y le tendió su “mano pringosa de gambas de Huelva”.
Las crónicas, las columnas, los reportajes… Todo lo pergeña -o lo “pergiña”, ya que suele encontrar acomodo en el retrete- en bares y cafeterías. Estira una consumición durante varias horas y se vale del wifi ajeno. Con el móvil, sin ordenador. Así cumple sus compromisos con El Norte de Castilla, El Cultural o diario Sur. En uno de esos garitos oscuros, Picalagartos me dijo: "Aquí he echado más polvos que salmonelosis he cogido".
Antes de recalar en este diario -eso aporta a EL ESPAÑOL una ventaja competitiva insuperable respecto a otros periódicos-, encontró un curro de monitor de spinning. Porque Picalagartos hace deporte. Corre por El Retiro dando patadas a un balón de fútbol. Lanza autopases a ejecutivos en traje y a las mujeres hermosas. Total que, en aquel gimnasio, cambió la banda sonora habitual de ese tipo de clases por… ¡marchas militares! Le despidieron. Los clientes no querían liberarse de su estrés al ritmo de “El novio de la muerte”.
La materia de sus reportajes es variada. Se infiltra, disfrazado de militante de Ciudadanos, en la manifestación del 8-M; se cuela en un autobús de militantes sanchistas sevillanos camino de Madrid, se enfunda la elástica de Vox para ir a Vistalegre… Todas las historias acaban igual. Al día siguiente, su móvil suena y alguien le quiere matar.
-Pero, Pica, ¿por qué tienen tu teléfono?
-Era necesario para la inscripción.
Picalagartos escribe obsesionado por la estética, esclavo de lo barroco. Le importa un pimiento la ideología o quién gane las elecciones. “En la columna, puedo matar, traicionar, amar, fornicar y perdonar bajo el único imperio de mi voluntad”, aduce en su libro. Zurra a todos. A partes iguales. Sin quererlo, por culpa de esa “bohemia negra”, se convirtió en la “tercera España”, objetivo de la extrema izquierda y la extrema derecha. Los primeros le atizaron el 8-M. Él respondió con pases de torero y con besos a las mujeres. “Me alegro, señoras, buenos días”, las saludaba estilo Carlos Herrera. Probablemente, nadie en este país imite mejor que Picalagartos al presentador de la Cope. Esa noche me lo encontré. Tenía varios golpes en la cabeza. Se fue a celebrarlo al bar de su amigo ¿Carlos?: “Vente, que ponen unos cangrejos de río riquísimos”.
Quizá fuera en ese local donde conoció a Sara, la de Burgos. Tras un despliegue de plumas fruto de ese romanticismo anacrónico, nuestro hombre se fue sin mojar: “Todo quedó en una póliza de seguros que no consiguió encasquetarme”.
Picalagartos es consciente de que necesita enemigos. Es de primero de columnismo. El Ruano imberbe se plantó en el Ateneo para describir el Quijote como una auténtica basura. Quisieron brearle y al día siguiente salió en los periódicos. La estrategia de Nieto fue la siguiente: escribió una columna contra el afamado James Rhodes. Éste cargó contra él en Twitter y se armó la de San Quintín. Miles de usuarios preguntaban: “¿Quién es Picalagartos?”. En un ejercicio de lealtad, en la introducción del libro, Nieto agradece al músico haber entrado al trapo. Se refiere a ese “pianista que ya ha aprendido el subjuntivo”.
Jesús Nieto, Picalagartos, asegura que los libros y las columnas nunca morirán, “aunque algunos malvivamos de sus márgenes”. Y en esa batalla, la de la estética a costa de la supervivencia, se trenzan los quehaceres de este bohemio. El último que queda.
***Jesús Nieto Jurado presenta sus "Memorias", tituladas "El Altillo", este jueves a las 19h en la Biblioteca Eugenio Trías, dentro del parque de El Retiro.