Un pequeño abismo, un vacío, un foso, se interpone entre el Antiguo Régimen y la libertad. Una multitud, la ciudad de París, que representa al pueblo francés, está a punto de derrocar al absolutismo, de tomar la fortaleza de la Bastilla. De una mínima abertura en la plataforma del gran puente levadizo, la conexión entre ambos mundos, asoma un pequeño papel, un breve mensaje, pero los amotinados no logran alcanzarlo. La distancia sigue siendo insalvable para los límites del ser humano.
Entonces un tipo anónimo, de nombre Ribaucourt, echa a correr como un loco a contracorriente del gentío. Quienes le observan no comprenden lo que hace, no saben que hasta que él logre su particular misión la revolución no podrá continuar. El instante se interrumpe por unas tablas, por un elemento material. Esprinta Ribaucourt hasta la rue des Tournelles, donde está la carpintería de su amigo Lemarchand. Con once tablas y empapado de sudor regresa para tapar el vacío. La nota sigue esperando al otro lado.
"Tenemos un montón de pólvora; haremos saltar el cuartel y la guarnición, si no aceptáis la capitulación de la Bastilla", dice el papelito escrito por el gobernador De Launay. La multitud blasfema, exige bajar el puente, pero quince minutos después, no ha pasado nada. La actitud de resistencia, sin embargo, no es más que un espejismo; y De Launay sucumbe al miedo, al empuje del pueblo, cuando ve cómo los cañones se vuelven a cargar. La plataforma desciende y la guarnición se rinde, la muchedumbre irrumpe en la Bastilla y ya nadie recordará a Ribaucourt, el héroe anónimo, el héroe efímero de la Revolución de 1789.
Fue este francés desconocido uno de los verdaderos protagonistas del 14 de julio, las gentes que se rebelaron contra el malestar, contra el hambre, y que dieron su vida por la igualdad y la libertad, como Sagult, un hombre menudo que se topó con la muerte de un cañonazo, que falleció con su delantal de artesano, lleno de manchas, porque la historia no avisa, sucede en el momento menos esperado, en medio de la jornada de trabajo; o como el carretero Tournay, el primero en saltar al patio del Gobierno, en preguntarse ¿qué hago aquí?
Ese día, "una turbamulta de hombres, fascinada, consiguió, a través de una muselina de telarañas, arrancar unas botellas de las entrañas de la tierra. Era el néctar de las Luces, proveniente de la bodega de Montesquieu", escribe Éric Vuillard, autor francés, en 14 de julio, una crónica vibrante de la toma de la Bastilla desde un punto de vista alérgico a los grandes nombres. Vuillard narra el Acontecimiento, lo que se ignora de la histórica jornada y sus preparativos, a través de lo desconocido: la multitud sin nombre.
El autor francés ganó el Premio Goncourt con El orden del día, un relato sobre el ascenso de Hitler y el Partido Nazi al poder gracias al apoyo de los grandes empresarios alemanes. Este libro novelado, editado ahora en España por Tusquets, es anterior, pero ambas obras comparten esa misma curiosidad por el personaje secundario, olvidado, el que no aparece en los manuales de Historia. Y la prosa minuciosa de Vuillard, precisa, breve, detallista, hace sentir al lector testigo del día que París hizo explosionar los cimientos del Antiguo Régimen.
Aquello que nació en la manufactura de Réveillon un par de meses antes fue la victoria de los pobres, obreros, pequeños comerciantes, estudiantes, artesanos e incluso pequeños burgueses atraídos por un desorden azuzado por las injusticias, por el recorte de los salarios, por los lujos de Versalles, por las paredes empapeladas del tocador de María Antonieta mientras ellos comían pan mohoso. La "chusma, aquellos a los que la historia dejó hasta ese momento pudrirse en el arroyo", se armó con fusiles, espetones, picas, viejas navajas, destornilladores, horcas, sables oxidados... al mismo tiempo que gritaba: "¡Viva el pueblo llano".
Qué sentimientos embriagarían a aquellos hombres y mujeres, cómo se sentiría uno al ser una pequeña pieza del engranaje de la Revolución, al destruir la Bastilla, al vencer al régimen arcaico, al ser libre como Margauerite, que pasea pelucas prendidas en el extremo de una pica, o como Chorier, que mea por la ventana, o como Hue, que se ha puesto las gafas del gobernador y se da golpes contra las paredes. Son las reacciones ante lo ignorado, a situarse a la misma altura que el poder.
Luego, cuando a estos héroes anónimos y efímeros se les pidió que desvelasen sus identidades, respondieron con un proceder aún más sorprendente, negándose a revelar sus nombres, perdiéndose por las callejuelas de París, escapando de la historia, haciéndose invisibles. Abrieron la puerta del Nuevo Régimen, pero no quisieron ser recordados por ello.