Un breve paseo por la antigüedad ofrece un abanico inmenso de gobernantes autócratas que trataron de consolidar su poder a través de imágenes monumentales de ellos mismos. El faraón Ramsés II, que vivió hace unos 1.300 años, es un ejemplo perfecto de esta condición: llenó las riberas del Nilo de hermosas construcciones y ordenó construir un templo funerario acorde a su supuesta grandeza, el Rameseum, plagado de relieves en las que se muestra al rey aplastando a diminutos enemigos. La propaganda del poder en su máximo esplendor.
Hubiese sido su reinado próspero o no para el pueblo egipcio, el legado de Ramsés II quedó auspiciado por una celebridad otorgada por todas esas obras y monumentos que loaban su figura, como el de otro templo erigido en la actual ciudad de Luxor, en el que dos colosales estatuas del faraón dan la bienvenida al turista. El mundo moderno ha aceptado esa supremacía de Ramsés II en base a las implicaciones que se desprenden al observar semejante despliegue artístico, pero... ¿cuál era realmente el mensaje que se quería transmitir? ¿Y quién era el destinatario?
Cualquier egipcio de la calle podía contemplar las estatuas gigantes, pero no otras imágenes sobre el faraón que estaban en el interior del templo, un lugar reservado a la élite política y religiosa. ¿Era este un mecanismo para recordarle al pueblo quién ostentaba el mando? Según otras teorías, estas representaciones no estaban destinadas a ningún humano, sino que fueron creadas para el ojo de los dioses. Sin embargo, hay otro receptor en el que habitualmente no se repara —y que podría ser el espectador más importante—: el propio faraón.
Esa es la tesis que defiende la historiadora Mary Beard en su nueva obra, La civilización en la mirada (Crítica): las imágenes monumentales de faraones encargadas en cantidades desorbitadas por los propios monarcas estaban destinadas a convencerles de su propio poder. "Quienes desconocemos el poder a gran escala a menudo olvidamos lo duro que debe de ser verse a sí mismo como monarca o autócrata. La persona que de verdad necesita ser convencida de que es superior, de que está por encima del rebaño, no es más que un ser humano corriente disfrazado de gobernante omnipotente", escribe.
Y esta norma básica es extensible e identificable en otras épocas: ¿por qué encontramos las mejores imágenes de reyes y reinas, más bellos y acicalados con todo el esplendor de su armario, en los palacios reales? ¿Por qué las imágenes más famosas de los emperadores romanos se han hallado en propiedades que pertenecían a las familias imperiales? Es este pensamiento un golpe que conmociona la idea tradicional de propaganda: "Pensar —añade Beard— que por lo menos uno de los destinatarios de aquellas colosales imágenes del 'cuerpo como poder' era la persona que las había encargado".
Arte, religión y el nosotros
El último trabajo de la catedrática de Clásicas en el Newnham College de Cambridge, basado en dos programas que escribió para la serie Civilisation, emitida el año pasado por la BBC, es un homenaje a la creatividad que el ser humano ha ido desplegando a lo largo de los siglos, desde los vestigios del Antiguo Egipto hasta los centenares de 'guerreros de terracota' exhumados de la tumba de Qin Shihuangdi, el primer emperador de China; pasando por todas las creaciones de la Grecia y la Roma Clásica.
Pero la Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016, que gracias a SPQR ha convertido en bestseller la historia académica de Roma, ofrece una visión radical sobre el arte y su finalidad. Dice Mary Beard que su historia del arte no es la de los "Grandes Hombres", esa que narra las epopeyas de héroes y genios, sino que se interesa por el arte del cuerpo, en la finalidad de las primeras representaciones de los cuerpos de hombres y mujeres, es decir, cómo se veían en aquel entonces; y por las diferentes formas que ha tenido cada civilización de enfrentarse a la ardua tarea de representar a lo divino, a Dios.
Acompañar a Beard a mirar las cosas desde el otro lado, a leer la civilización "a contracorriente", es una experiencia conciliadora para cualquier arrebato de curiosidad. Rica en detalles, en historias, en anécdotas, La civilización en la mirada es una aproximación imprevisible al pasado, a ese mundo clásico que tan bien desgrana la historiadora británica, puro marybeardismo porque convierte una lectura de enfoque académico en un relato absorbente. ¡Queremos más!
"La historia del arte no es solo la historia de los artistas, de los hombres y mujeres que pintaron y esculpieron, sino también la de las personas que miraron e interpretaron lo que vieron, y de las diferentes maneras en que lo hicieron", reflexiona Beard, que ya desde las primeras páginas propone al lector conceptos crudos, rebeldes: "La incómoda verdad es que los llamados "bárbaros" no son más que aquellos que tienen una idea diferente a la nuestra de lo que significa ser civilizado, y de lo que importa en la cultura humana. A la postre, la barbarie de una persona es la civilización de otra".
Mary Beard escribe con la seguridad de que lo que vemos es tan importante como lo que leemos u oímos para comprender el significado de un civilización. Y la suya es una mirada radical, apasionante, diferente, imperdible.