Hay una condena triste a la que se ven abocadas las generaciones actuales: se echa la vista atrás, se analizan los siglos que han moldeado nuestras letras, y no es que se encuentren mujeres silenciadas, es que en según qué movimientos, directamente, no se encuentran mujeres. A tal extremo ha llegado la sepultura del contexto machista. Sin embargo, sí hay un crimen que todavía hoy cometen los analistas contemporáneos: cuando sí se encuentran con estas escritoras, tan válidas como el más bombástico de sus viriles compañeros de generación, se pasa por alto la posibilidad de darles voz, aumentando aún más el fardo que arrastramos.
Se cumplen noventa años del nacimiento de aquella extraordinaria expresión espontánea, mayoritariamente poética, que fue la Generación del 27. Y asistiremos con tristeza una vez más al crimen que se describe en los primeros renglones de este párrafo: aparecerá Lorca, aparecerá Cernuda, aparecerá Aleixandre. Pero a su lado, indómitas, un grupo de mujeres agitarán los brazos para que se fijen en su extraordinaria pluma los lectores que, por efeméride o por lo que sea, se acerquen a una de las épocas culturalmente más esplendorosas de nuestra historia.
Y empieza la crítica por el encabezado del propio texto. Es cierto, aquella reunión en el Ateneo que tenía por objeto loar el verso barroco de Luis de Góngora es considerado el germen del movimiento. Por tanto, no es menos cierto que la célebre foto de la Generación en el Ateneo de Sevilla, atribuida a Pepín Bello, es la imagen que con más nitidez sobrevive al paso de las décadas. Es la foto que nos han colocado a todos en el pupitre del instituto, y en ella se puede ver a todos los hombretones erguidos, las manos en el bajo vientre, el colegueo en la mirada. Ni rastro de mujer alguna.
En esa foto sí se pueden ver algunos rostros femeninos como el de María Teresa León, la escritora de talento e influencia incontables, o el de Concha Méndez, la genial poeta dramática
Sin embargo, hay otra imagen, no tan conocida, que resulta más arquetípica. Fue tomada poco antes de la Guerra Civil, más concretamente el 26 de abril de 1936, en los salones hoy llamados “Los Galayos” de Madrid. En ella se puede ver cómo los poetas del 27 beben, sonríen, se divierten. Hay más poesía en esos vasos vacíos que en el altar de Sevilla a cuyos pies algunos hoy rezan.
En la foto festiva, en esa foto sin importancia para la historia, sí se pueden ver algunos rostros femeninos como el de María Teresa León, la escritora de talento e influencia incontables, o el de Concha Méndez, la genial poeta dramática. Pero, claro, nadie hablará de esta foto. Desde los escritorios de nuestra juventud, los poetas erguidos te siguen saludando.
Las Sinsombrero
Con el apelativo de "Las Sinsombrero" son conocidas las mujeres que compartieron espacio cultural con los poetas estrella masculinos. Ya empieza mal el discurso histórico si utiliza para etiquetar a un grupo de mujeres un hecho que la sociedad de la época reprobaba moralmente. El hecho de zafarse del sombrero machista que las oprimía les costaba una lapidación gratuita (esto es literal, pues Maruja Mallo, una de las integrantes, contaba cómo les apedreaban los madrileños al asistir al acto) y les obligaba a convivir con la certeza de que dicho sombrero pesaba demasiado, lo suficiente como para ser borradas de la machista literatura hispánica.
Y no sólo desde un punto de vista editorial, también desde el prisma del éxito literario. Esta opacidad de género alcanzó las vidas de estas artistas, que a menudo debían rendir su vida a los pies de sus colegas de generación sin esperar nada a cambio, convirtiendo en polvo no sólo la bibliografía, sino también las propias biografías.
Fíjense en el caso de Marga Gil Roesset, que decidió quitarse la vida por el desprecio de Juan Ramón Jiménez (que no era compañero de generación, aunque de algún modo sí era padre poético de todo aquello); o en el de María Teresa León, ya citada en este texto, que vivió supeditada a su marido Alberti, en éste o aquel exilio. Otra de las citadas, Concha Méndez, tuvo que soportar a su vez que le acompañara para siempre la etiqueta de “mujer de Manuel Altolaguirre”. Reseñable aquella ocasión en la que Méndez le plantó cara a Gerardo Diego por ignorar a las mujeres en su antología: "Mira, tú nos excluirás, pero yo debajo de la falda llevo un pantalón".
¿Y qué decir de la formación cultural? Es célebre la anécdota que cuenta cómo Maruja Mallo y Margarita Manso tuvieron disfrazarse de hombres para asistir a la grandeza románica de Santo Domingo de Silos, así funcionaba el veto a las mujeres en según qué ambientes. O la diferenciación entre la mitificada Residencia de Estudiantes madrileña (ya saben, Giner, Lorca, Dalí o Buñuel) y la difuminada Residencia de Señoritas, donde se daban citas algunas de las integrantes del grupo… ¿A cuál de las dos residencias creen ustedes que acudiría el intelectual de turno a dar su charla, el artista de tronío a exponer su obra?
Amor al arte
Pero estas heroínas hicieron lo posible para escapar de la repugnante censura tácita y acercarse al arte que cada una promovía. Es un ejemplo de ello Josefina de la Torre, la muchacha-isla, llamada así por la delicadeza con la que cubría sus declamaciones poéticas de un suave acento canario, revitalizó la escena dramática de posguerra aguantándoles la mirada a bestias como Benavente o Buero Vallejo. Y es ejemplo porque Josefina se vio obligada a escribir en secreto, oculta bajo humillantes seudónimos.
No fue menos tortuoso el camino de Rosa Chacel, otra de las integrantes, que tras varios años de exilio volvió a la España de la Transición con un corpus filosófico y literario escrito con letras de oro en la historia. En aquel año 78 tuvo que asistir, para vergüenza de todos, a una pelea de perros en la Academia para ver qué mujer ocupaba por primera vez a un sillón de la Docta Casa. Las contendientes: Carmen Conde, Carmen Guirado y la propia Chacel. El espectáculo en medios e instituciones fue tan lamentable que no es de extrañar que, tras la elección de Conde, Chacel se retirara de las carreras académicas harta de ese feminismo que basaba su fuerza más en la postura que en el discurso.
En aquel año 78 Rosa Chacel tuvo que asistir, para vergüenza de todos, a una pelea de perros en la Academia para ver qué mujer ocupaba por primera vez a un sillón de la Docta Casa
En el plano de la lucha escrita, quizás la que con más claridad expresó la férrea voluntad que la mujer ya demostraba fue Ernestina de Champourcín. Parte de su obra gira en torno a la fuerza mental que una mujer de su talento habría de aguantar dentro del contexto machista del siglo XX. Y en el plano puramente artístico, especialmente sangrante resulta el caso de María Zambrano. Probablemente, conforma junto a Unamuno y a Ortega el triunvirato de la intelectualidad filosófica española durante el siglo XX... y ni mucho menos se coloca en ese escalón dentro del imaginario colectivo (cuando no habita directamente en el más oscuro desconocimiento).
El impulso para Laforet y Matute
Ni siquiera el apoyo de algunos autores de campanuda reputación sirvió para posicionar a Zambrano en el espacio que merece. Por toda esta batalla literaria, se convierte en indispensable que el lector de hoy corresponda y se acerque a los textos de Mallo en la orteguiana Revista de Occidente, a la adaptación dramática que Josefina de la Torre hizo de La casa de muñecas, a la lírica esencial y al llanto que Ernestina de Champourcín derrama en Poemas de exilio, de soledad y de oración, a la metafísica El hombre y lo divino de Zambrano, a la tensión narrativa de Rosa Chacel en Memorias de Leticia Valle, a la pasión crítica de Margarita Nelken o al surrealismo de Ángeles Santos.
Porque todas ellas serían ocultadas, sí, pero de su lucha y su revolución surgió una nueva ola que, sumada a los vientos que ya soplaban desde la Generación del 14, consiguió que la fuerza femenina de principios de siglo impulsara a algunas mujeres como Laforet o Matute, que ya pudieron ejercer con menos lastre sus respectivos papeles dominantes en la literatura española al otro lado de la guerra. Esa fuerza se escondía detrás de aquel sombrero, y de su nacimiento se cumplen ahora noventa años, por mucho que a algunos, me temo, se les siga olvidando.