Los grandes desastres han dado lugar a figuras míticas a las que los historiadores y expertos se refieren con cierto espíritu animista. El cisne negro de Nassim Taleb hace referencia a aquellas catástrofes que aparecen de forma imprevisible; mientras que el rinoceronte gris de Michele Wucker se refiere a las que muestran señales evidentes, aunque acaban generando respuestas insuficientes. Las dos caras de un panteón animal que trata de resumir en toda su amplitud hecatombes y cataclismos.
En Desastre: historia y política de las catástrofes (Debate), el historiador Niall Ferguson trata de establecer un marco teórico para contener los grandes desastres que han azotado a la humanidad. Hambrunas, plagas, guerras o terremotos sirven a su autor para establecer una dialéctica apocalíptica, estableciendo la espontaneidad de estos acontecimientos como un rasgo clave en su estudio, así como la relación intrínseca entre las tragedias naturales y las causadas por el hombre.
En torno a las anécdotas históricas, y una ingente cantidad de literatura, el ensayo plantea un debate sobre la responsabilidad humana y sus efectos, dejando a un lado los relatos satisfactorios para darle la crudeza suficiente a una historia cruenta e hiperrelacionada.
La acción humana
Ferguson desmiente la distinción entre los desastres naturales y los causados por el hombre. La frontera entre ambas queda reducida a la nada por la "interacción constante entre las sociedades humanas y la naturaleza". El historiador defiende la reincidencia histórica de una especie que tiende a asentarse de nuevo en la zona 0 de la catástrofe: "Los humanos siempre regresan a la escena, por grande que sea el desastre".
La erupción del Vesubio en el año 79 d.C. no impidió la reconstrucción y el desarrollo de comunidades cercanas al volcán en los años siguientes. Tampoco lo hizo la del Etna, que vio como Nápoles se convertía en una de las ciudades más importantes de la modernidad tras la explosión de 1631.
Esta misma lógica se aplica a la de la incidencia de desastres naturales causados por el hombre. Su autor incide en el concepto de 'redes', sistemas biológicos y culturales de propagación del desastre. Desde grandes rutas comerciales, como la de Eurasia, causante de la propagación de la peste negra en el siglo XIV; hasta el impacto que el terremoto de Lisboa de 1755 tuvo en Ginebra, donde no se sintió el temblor, pero su imprevisibilidad impactó a Voltaire, uno de los padres del pensamiento ilustrado.
Las consideraciones de Cándido con respecto a la perfección del mundo y el libre albedrío encendieron la llama de la Revolución francesa. En el caso de la peste, el aumento demográfico, el descenso de las temperaturas —propiciado, según algunos expertos, por varias erupciones volcánicas producidas entre 1150 y 1300— y los conflictos armados. Hechos a los que se suman la Guerra de los Cien Años que comenzó en 1340, provocando hambre y la propagación de la enfermedad a su paso.
Resulta curioso señalar que, la recuperación que se produjo hacia el siglo XV en ambas partes de Europa tras la peste resultó completamente antagónica. Mientras que en Inglaterra muchos de los campesinos que sobrevivieron lo hicieron como ciudadanos, liberados de las cargas feudales, en el sur y el este de Europa la experiencia fue distinta, afianzando la servidumbre entre el campesinado.
Fanatismos pandémicos
El fervor religioso también fue una de las consecuencias de la peste, especialmente acusado en las dichas zonas del continente. Ferguson explica como "una pandemia ocasionada por una enfermedad contagiosa puede precipitar fácilmente una pandemia de comportamientos extremos". Los flagelantes medievales empezaron sus peregrinaciones a finales de 1348, recorriendo Alemania y Países Bajos en grupos de entre cincuenta y quinientos miembros. Al llegar a cada ciudad se postraban sobre el suelo, a la espera que su 'maestro' les diese la orden de fustigarse con cueros provistos de esquirlas metálicas.
La situación de crispación y miedo escaló tanto que el papa Clemente VI tuvo que dictar una bula contra estos grupos. Al mismo tiempo, se daban en España y Alemania terribles autos de fe contra los judíos, a quienes se acusaban de haber traído la enfermedad. Los historiadores han demostrado que dichas peregrinaciones y ritos en realidad aumentaron el contagio entre los distintos estados.
Mientras que en 1625 el arzobispo de Canterbury alardeaba de la eficacia de los "ayunos solemnes y oraciones públicas", Urbano VIII excomulgó en 1630 a toda la comisión sanitaria de la ciudad de Florencia por prohibir las procesiones públicas. El escritor Daniel Defoe volvió a ser testigo de la plaga cuatrocientos años más tarde, reflexionando en su diario sobre las mismas pasiones con las que los seres humanos se habían lanzado a predicciones y supersticiones siglos antes: "Las gentes eran, no puedo imaginar por qué causa, más adictas de lo que nunca fueron a las profecías y conjuros astrológicos".
Políticos incompetentes
Supersticiones aparte, la falta de "aversión al riesgo" y la causalidad de las tragedias actúan de forma conjunta entre las sociedades humanas. Ferguson también señala la ineficacia de la respuesta política como uno de los mayores factores de mortalidad. La presión fiscal, los aranceles abusivos y la mala gestión social han hecho de epidemias y catástrofes naturales acontecimientos aún más letales.
La gran hambruna irlandesa de 1840 fue uno de los mayores desastres del siglo XIX. La aparición de una espora micótica acabó con la cosecha de patatas, un alimento que representaba el 60% del suministro alimenticio del país. Causó un millón de muertos y la emigración masiva de la población de Irlanda. Mientras que los representantes irlandeses pedían en el Parlamento una intervención económica inmediata, el Tesoro británico se adscribía al cristianismo evangélico y al no-intervencionismo. Consideraron que Dios había enviado aquella plaga para "dar una lección a los irlandeses [...] por el mal moral del carácter egoísta, perverso y turbulento del pueblo", llegó a escribir el secretario adjunto del Tesoro, Charles Trevelyan.