En pleno casco histórico de Las Palmas de Gran Canaria, en una pequeña plaza de suelo adoquinado, se erige una ermita de color canarión, blanco y amarillo, la de San Antonio Abad, presidida por una placa en su fachada, una de esas leyendas locales que prenden la fascinación por la historia y la acercan al presente. Dice la piedra, cortada como si fuese una cruz sin cuerpo: "En este santo lugar oró Colón". No hacen falta más letras ni palabras para confirmar que se refiere al gran navegante Cristóbal Colón, que hizo escala en la isla antes de descubrir el Nuevo Mundo en 1492 y en otros dos de sus viajes posteriores.
Si el almirante se encomendó ahí a Dios, donde también dicen las leyendas que fue el lugar escogido por el conquistador Juan Rejón para asentar la ciudad, queda al gusto de los creyentes —históricos, que no religiosos—. Pero lo que es seguro es que los rezos de Colón no estuvieron dirigidos a pedir misericordia en relación con la empresa por la que se le recuerda, el descubrimiento de un continente hasta entonces desconocido, sino más bien a la consecución de su verdadero objetivo: navegar a Asia, a las islas de la Especiería, a través del Atlántico, "la Mar Océana", como se le conocía entonces.
Es una historia sobradamente conocida —Colón, de hecho, repitió hasta el mismo día de su muerte, el 20 de mayo de 1506, que había llegado a Asia, y no a otras tierras, como ya advertían sus contemporáneos más lúcidos—, pero con recovecos ignorados. Uno de los más llamativos, que recuerda el historiador mexicano Fernando Cervantes en su obra Conquistadores (Turner), fue la serie de artimañas místico-económicas con las que el navegante sedujo a los Reyes Católicos para financiar su incierta expedición. A la cabeza de todas ellas, el planteamiento de que cualquier beneficio derivado del viaje fuese dedicado a la conquista de Jerusalén, a una nueva cruzada.
El ambicioso genovés llevaba desde principios de la década de 1480 rondado la corte de Isabel y Fernando y explicando su proyecto atlántico. Era consciente, escribe Cervantes, que a los monarcas de Castilla y Aragón "la exploración per se les parecía muy bien, pero lo que de verdad necesitaban era dinero: el acceso a los lucrativos mercados de Asia, ricos en oro y especias". La conquista del reino nazarí de Granada, certificada el 2 de enero de 1492, no solo hizo más acuciante esta exigencia de recursos; también, al culminar varios siglos de lucha, convenció a estos reinos peninsulares que les había sido encomendada la misión divina de proteger la cristiandad de la amenaza islámica.
El comercio y Dios discurrían por el mismo sendero, sobre todo en la mente de Fernando el Católico: ferviente devoto, como cualquier gobernante de la época, soñaba con conquistar Jerusalén. No era una aspiración absurda, pues había heredado el legítimo derecho al título de rey de Jerusalén después de que su abuelo, Alfonso V el Magnánimo, conquistara Nápoles, corona que recibía los tributos de la ciudad santa, en 1443. Para más enredo, un humanista aragonés del siglo XIII había pronosticado que los reyes de Aragón estaban destinados a tomar por la fuerza la mítica plaza.
Gratitud a Dios
El almirante italiano, avezado aventurero que recabó el apoyo de influyentes grupos de intermediarios reales y financieros, muchos de ellos compatriotas, para izar las velas de sus carabelas, tentó a Fernando el Católico con dicho caramelo: "El proyecto podía incluir planes para regresar a España a través de Jerusalén, abriendo así una ruta de ataque por la retaguardia", explica el profesor de la Universidad de Bristol especializado en la América de la Edad Moderna. "Desde esta perspectiva, Colón planteó el ansiado apoyo de Isabel y Fernando a su proyecto como un acto de gratitud a Dios por la victoria de Granada".
En un esfuerzo de previsión sorprendente, el navegante propuso a los monarcas castellanos una serie de condiciones muy ambiciosas como recompensa por el hipotético éxito del viaje, entre ellas, la petición del cargo a perpetuidad de gobernador general y virrey de cualquier territorio descubierto para sí mismo y sus descendientes. Los soberanos lograron regatear sus aspiraciones y hubo de conformarse con el título de almirante mayor y el derecho a una décima parte de cualquier producto o mercadería, ratificado en un contrato firmado el 30 de abril de 1492, justo un mes después de la expulsión de los judíos de la Península Ibérica.
Arrancó así una aventura que sería definida como "la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y la muerte del que lo crio"; y el inicio de una historia vertiginosa, de carreras y conquistas de un nuevo continente, definitoria en la historia de España. "Es en este inconfundible espíritu medieval y cruzado como mejor se entiende el desarrollo de los acontecimientos que dieron lugar a la que pronto sería conocida como la empresa de las Indias", resume Fernando Cervantes.
Su obra, Conquistadores, con el subtítulo de "una historia diferente", es un interesante ejercicio de análisis y contextualización de la verdadera dimensión de los Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro y compañía, alejado de las agotadoras leyendas negras y rosas. El objetivo del ensayo del historiador consiste en rebatir los estereotipos y la percepción moderna que existe de los conquistadores, enredados en "un mito extrañamente pertinaz", que oscila desde la crueldad y el fanatismo hasta el romanticismo aventurero. Y lo cierto es que arroja una visión fresca, ecuánime, rica en datos y microhistorias de soldados y religiosos, del terremoto que se produjo en el nuevo mundo en el siglo XVI.