La reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, además de ser sujeto de los chismorreos del pueblo por sus aventuras con incontables amantes, fue también, en concreto su rostro, asunto de debate en la época. Así la retrataba el padre Luis de Coloma: "Tenía esta entonces aún veintidós años, y ni aun a esta edad, en que el brillo de la juventud embellece por sí solo pudo llamarse hermosa (...) una de esas bocas grandes y hendidas a modo de culebra, que prometen para la vejez una ridícula proximidad entre la nariz y la barba".
La consorte italiana, agotada físicamente por más de una veintena de embarazos, hubo de enfrentarse a una pronta pérdida de sus dientes, un inconveniente que resolvió encargando una dentadura postiza de gran belleza. Pero el aparato distaba de ser moderno como los de ahora, y no le permitía masticar con comodidad. Era una fachada reluciente, pero poco útil a la hora de alimentarse. Según un testimonio de la época, "la reina come sola, después de que lo haya hecho el rey, pues por carecer de dientes se le prepara una comida especial. El cuidado que se presta a su dentadura postiza es continuo y en su mantenimiento y reparación trabajan diariamente tres operarios".
María Luisa logró así exhibir una "bella" sonrisa y ser la envidia de Josefina, la mujer de Napoleón, que estaba aquejada del mismo mal y trataba de menguar sus dolores ingiriendo pequeñas dosis de apio que llevaba en su neceser de viaje. De hecho, la emperatriz mandó recado a su cuñado José I para recabar los servicios de estos exitosos protésicos: Antonio Saelices e hijos, vecinos de Medina de Rioseco. El encargo quedó en nada al arrasar los franceses la localidad vallisoletana durante la Guerra de la Independencia. La familia Saelices murió carbonizada en su taller: no se les dejó salir cuando era pasto de las llamas.
Esta historia de tintes tragicómicos la recoge Javier Sanz, académico de número de la Real Academia de Nacional de Medicina, en su último ensayo: De reyes y dentistas (Renacimiento), un perspicaz y atípico viaje por la historia de España siguiendo la evolución de las prácticas odontológicas con especial atención a los problemas bucales de los soberanos, desde la llegada del primer Austria, el emperador Carlos V, hasta el monarca actual, Felipe VI. La obra del experto, doctor en Historia, Medicina y Cirugía y Odontología, constituye un divertido y detallado compendio de los remedios aplicados a sus majestades y sus variopintos ejecutores.
La narración arranca con los Reyes Católicos, los primeros en legislar que sería obligatorio para aquel que decidiese ganarse la vida con la extracción de dientes —entonces se les llamaba barberos, sangradores o sacamuelas— debería someterse a un examen. La profesión, en el siglo XVI, era una utopía, y buenos especialistas reclamaban las mandíbulas afiladas y puntiagudas, prognáticas, de los miembros de la Casa Austria. Carlos V, por ejemplo, tenía la dentadura desproporcionada, origen de su habla dificultosa y de múltiples de sus dolencias. Al no poder masticar bien las comidas, tampoco sus digestiones eran las adecuadas, lo que le llevaba a enfermar.
Una "ampollita" atacó a su hijo Felipe II en 1535, a los ocho años, y provocó un enorme revuelo en la corte: "Fue tanto el espanto que nadie se atrevió a llorar al otro [el príncipe de Piamonte] con tal que viviera el príncipe". El rey Prudente, pese a todo, estuvo en buenas manos: su boca la cuidó el capellán dedicado a la dentistería Francisco Martínez, "autor del primer libro propiamente odontológico que se edita en el mundo", destaca Javier Sanz. Su salario era de 60.000 maravedíes al año y enterró una de las grandes leyendas referentes a la boca: el origen de la caries no se debía a la aparición de un gusano que corroe el diente.
Viajes y operaciones
De los barberos y pajareros disfrazados de dentistas que trataron a la infanta Catalina Micaela o al futuro Felipe III, las críticas de Quevedo a los sacamuelas, "el oficio más maldito del mundo", y el oculista que extrajo una muela al enfermizo Carlos II se pasó a un panorama más científico con la llegada de los Borbones. "Se europeíza el saber quirúrgico en la España del XVIII y ello es posible por la presencia masiva de profesionales, de preferencia franceses, al servicio de la nueva corona", destaca el también autor de Historia General de la Odontología Española.
En 1764, más de dos siglos y medio después del control promulgado por los Reyes Católicos, el Real Colegio de Cirugía de Barcelona ordena un examen a todos aquellos que quieran militar en la cirugía menor, como parteras, comadrones, oculistas o "sangradores", como así les denominaba su título. Media docena de dentistas tuvo Felipe V a su servicio, como Pedro Gay, un "trasplantador de dientes" cuyas intervenciones suscitaron el interés de la prensa; o Blas Beaumont, el gran cirujano del siglo, autor de varias extracciones dentales a miembros de la realeza.
¿Y qué dentífricos cuidaban las bocas regias? De 1787 hay registro de una opiata elaborada para la citada María Luisa de Parma que mezcla colar rubio, cochinilla, sangre de drago o alumbre. Otras de estas pócimas-enjuagatorios utilizados por las infantas Amalia y Luisa en 1790 llevaban cocimiento de malvas y leche de cabras.
El siglo XIX dibuja el camino hacia lo consolidación de la odontología española, con la llegada al país de los mejores dentistas que se habían formado en Estados Unidos y que trajeron consigo un importante avance: la anestesia. También en esta época se respiran aires de cambio: las mujeres empiezan a asomar la cabeza en el mundo dental —Alfonso XII aprobó una Real Orden que las autorizaba a "ejercer la profesión de Cirujano dentista—. La pionera fue la zaragozana Polonia Sanz y Ferrer, rechazada sin embargo para la corte isabelina y el Ejército y despreciada por sus colegas.
El relato de Javier Sanz continúa la evolución de las prácticas odontológicas en la Casa Real española hasta la actualidad, un pasado reciente mucho menos rico en anécdotas en comparación con el resto de páginas que nutren su obra, por la que discurren anónimos calmadores de los dolores reales. Son los casos del "maestre" Muñoz. encargado de la extracción de una muela dañada de Juana "la Loca" durante su encierro en Tordesillas; el joven Antonio Rotondo, de dieciséis años, que en ausencia de su padre arrancó otra pieza a Fernando VII; o el charlatán y curandero Luis Antonio Becerra, que en 1858, durante un viaje de Isabel II por Galicia, sacó a la reina, en un mesón cualquiera del camino, una muela enferma. Quedó tan aliviada y agradecida que le concedió la Cruz de la Orden de Isabel la Católica. El dolor no entiende de clases.