En la primavera de 1938, el Ejército Popular de la República estaba exhausto y desmoralizado: 60.000 hombres habían caído en la infructuosa defensa de Teruel. Franco, consciente de esta coyuntura de desánimo y extrema debilidad, lanzó con urgencia una magna ofensiva en todo el frente aragonés con el objetivo de llegar al Mediterráneo por la desembocadura del Ebro y partir en dos mitades incomunicadas el territorio enemigo. El 15 de abril, apenas un mes después, la prensa franquista narraba la ocupación de las tropas sublevadas de la villa costera de Vinaroz: "La espada victoriosa de Franco partió en dos la España que aún detentan los rojos".
A pesar del vertiginoso avance de los rebeldes y de la escasez de material bélico, las fuerzas republicanas incurrieron en "actos aislados de resistencia en medio del caos y las sospechas de traición", según escribe Hugh Thomas en su monumental obra sobre la Guerra Civil, publicada originalmente en inglés en 1961. Pero el hispanista británico, uno de los primeros en realizar una investigación en profundidad sobre la contienda española y contar qué había sucedido realmente, no ahondó en esas acometidas defensivas, sobre todo en la ofensiva del Alto Tajuña, como tampoco lo han hecho la gran mayoría de historiadores posteriores. De ahí su nombre: "la batalla olvidada".
A finales de marzo de 1938, al mismo tiempo que los sublevados avanzaban hacia el este, el IV Cuerpo del Ejército republicano, dirigido por el anarquista Cipriano Mera, lanzó una ofensiva con tres divisiones en Alto Tajuña (Guadalajara) que debía dirigirse hacia los municipios de Alcolea del Pinar y Sigüenza. La misión consistía en un avance nocturno en la madrugada del 30 al 31 de la infantería entre los espacios sin fortificar del enemigo —la 75ª División franquista— para sorprender y atacar sus posiciones desde la retaguardia. Al mismo tiempo tenían que desatarse los cañonazos de la compañía de tanques. Pero el plan no era ningún secreto al otro lado de las trincheras.
Desde un puñado de días atrás, las brigadas mixtas que iban a participar en la ofensiva habían ido llegando de forma paulatina a la zona, cubierta de puntos de observación por los enfrentamientos previos. Fueron transportados por camiones y autobuses requisados en Madrid y conducidos por civiles. Muchos de estos desertaron o averiaron los vehículos produciendo un atasco considerable en el camino. A ello se sumaron los fuegos que algunos soldados hicieron por la noche y los ecos de los disparos de las nuevas armas que les habían proporcionado. La discreción brilló por su ausencia, empujando a los rebeldes a enviar aviones de reconocimiento.
El inicio del ataque
El ataque estaba previsto para las dos de la madrugada, pero se demoró cinco horas, hasta las siete. Las tropas del Ejército Popular que embistieron por el sector oriental, sin la esperada ventaja del factor sorpresa ni finalmente la ayuda de los tanques, se encontraron frente a unas posiciones enemigas mucho más fortificadas de lo que se había calculado: hasta cuatro líneas de alambres en las que comenzó a registrarse un elevado número de bajas —cayó el 30% de la 70 Brigada Mixta, por ejemplo—, también entre los oficiales y los comisarios. La ofensiva tuvo más éxito en la parte occidental, en el sector de Abánades, iniciada finalmente a las 15 horas y donde los franquistas perdieron varios cerros clave.
Durante unas tres semanas más continuaron registrándose los terribles enfrentamientos. Y el resultado fue absurdo: apenas un pequeño movimiento en la línea del frente, pero ni una sola consecuencia en el desarrollo de la guerra. Tras un fugaz éxito republicano en forma de mordisco de varios kilómetros al territorio enemigo, los sublevados se reforzaron —contaban con un total de 45 batallones— y contraatacaron a partir del 6 de abril. En la ofensiva del Alto Tajuña se registraron alrededor de 7.000 muertes, aunque es un cálculo estimado porque en ninguno de los dos bandos se llevó a cabo un recuento preciso de las bajas.
La batalla que apenas figura en los libros sobre la Guerra Civil se conoce en gran medida por la arqueología, sobre todo gracias a las campañas de excavación de los investigadores del Instituto de Ciencias del Patrimonio del CSIC, dirigidas por Alfredo González-Ruibal. Con sus prospecciones y análisis han podido reconstruir las posiciones de ambos ejércitos, tanto las improvisadas de la ofensiva como las estables de espués, así como las trágicas muertes de algunos soldados caídos bajo el fuego de los tanques, la fusilería o destrozados por la metralla de los obuses, utilizados fundamentalmente por los sublevados —los republicanos, para el final de la guerra y por su pésima economía de combate, ya no podían permitirse bombardear las trincheras rivales—.
En las posiciones de ambos bandos se han desenterrado restos de botellas de vino y otras bebidas alcohólicas, latas de sardinas, de atún o de leche condensada, un cepillo de dientes, liendreras, navajas de afeitar, cubiertos, multitud de peines de Máuser alemanas y otros restos de munición, plumillas para escribir cartas a casa, zapatos, un juego de damas, vértebras de bacalao salado e incluso un grafiti de "Viva Franco" en un muro de uno de los fortines. Los arqueólogos también han documentado alguna pieza realmente curiosa, como un botón de bronce con la efigie de Fernando VII que lucieron los guerrilleros en la Guerra de la Independencia contra los franceses. Son los testimonios que han sobrevivido de los soldados caídos en la batalla olvidada.