Si bien España nunca participó en la Segunda Guerra Mundial, miles fueron los españoles que perecieron en el campo de batalla y en los campos de concentración. De ideología comunista, socialista o republicana, fueron esparcidos por toda Europa: Ravensbrück, Auschwitz o Mauthausen-Gusen fueron varios de ellos. Este último fue el destino de la mayoría, un infierno para los 4.427 españoles muertos con el beneplácito de Francisco Franco.
Tras la Guerra Civil española, muchos de los exiliados republicanos en Francia se vieron marginados por un pueblo que no les quería. Según el gobierno, los medios y la gente de a pie, ellos eran violadores y delincuentes; las mujeres, prostitutas. Pero meses después la guerra también tocó las puertas de Francia y cientos y cientos de los españoles decidieron combatir el fascismo bajo el ejército francés.
Las primeras batallas y el avance alemán generaron un hecho insólito. ¿Qué hacer con los prisioneros de guerra españoles? Los primeros meses de la contienda estuvieron en campos junto a los demás soldados europeos. Tal y como indican los supervivientes en el documental Los últimos españoles de Mauthausen, dirigido por Carlos Hernández, las condiciones en aquellos primeros campos eran aceptables. Los españoles eran tratados como cualquier otro prisionero de guerra. Pero conforme pasaba el tiempo los alemanes decidieron reorganizar los sinos de un pueblo que ya había sido castigado en la Guerra Civil.
En el verano de 1940 llegó el primer grupo de españoles al campo de Mauthausen. Solo sería el principio. A medida que pasaban los meses eran más las convoyes que recorrían un largo viaje de cuatro días aproximadamente desde los antiguos campos occidentales al aterrador campo ubicado en Austria. Ni siquiera allí había sitio para todos. "Las mujeres y los menores de 14 fueron trasladados a España y entregados a las autoridades franquistas. Una prueba evidente de que los gobiernos de Madrid y Berlín coordinaban estas primeras deportaciones de españoles", explica el documental.
José Alcubierre todavía recuerda los llantos y gritos de las mujeres que eran separadas de sus maridos. Pese a sus 14 años, José no regresó a España, sino que fue deportado a Mauthausen con su padre Miguel. Allí no tenían nombre, sino un número. Les habían arrebatado la identidad a unos compatriotas ignorados por su país. La embajada alemana en España preguntó e insistió a Franco qué debían hacer con los prisioneros españoles. No hubo respuesta. A partir de entonces, los uniformes de los prisioneros españoles lucían un triángulo azul, símbolo de que eran apátridas.
Así, el 25 de septiembre de 1940, por orden del führer, se estableció que todos los prisioneros españoles, y solo los españoles, debían ser sacados de los campos donde se respetaban las convenciones internacionales y llevados a los campos de la muerte —pocos días después de la visita de Serrano Suñer a Berlín—.
En todo momento y hasta su liberación el régimen franquista era consciente de lo que ocurría en aquel complejo cerca del río Danubio. Estaban en contacto permanente con el consulado español en Viena, al que enviaban algunos objetos personales de los asesinados en los campos. Además, el dictador español gestionó la liberación de Joan Bautista Nos y Fernando Pindado, prisioneros de Mauthausen, debido a que sus familias tenían contacto con las cúpulas franquistas.
Condiciones infrahumanas
Sin embargo, la mayoría no fueron socorridos por nadie. "Creíamos que nos iban a fusilar, fue peor todavía", confiesa uno de los supervivientes cuando rememora su llegada al campo. El hambre se convirtió primero en una obsesión y después en una de las primeras causas de mortalidad. José Alcubierre llegó a esconderse de su propio padre para que este, en un acto de amor hacia su hijo, no le entregara el minúsculo trozo de pan que recibían por las noches.
Al hambre se le añadía la explotación, pues la mayoría de los prisioneros trabajaban entre 12 y 14 horas diarias en la construcción, teniendo que cargar piedras de 40 kilos en la interminable escalera que se volvió en un símbolo del campo. En una de esas cargas fue asesinado a patadas el padre de José, quien desistió por el agotamiento y no fue capaz de levantar la pesada roca.
Cada vez más españoles capturados, muchos a raíz del colaboracionismo francés con los nazis, terminaban en Mauthausen. Estos nuevos prisioneros tenían un triángulo rojo, lo que significaba que habían sido detenidos por comunistas o socialistas. Ante tanta demanda de espacio abrieron Gusen, que dependía del anterior, y allí eran enviados los más débiles. El documental de Carlos Hernández revela cómo una de las técnicas para ejecutar a los presos era llenar una especie de piscina de agua congelada para ahogarlos en ella.
Durante los años en los que Mauthausen-Gusen estuvo en operativo los médicos, borrachos, realizaron experimentos quirúrgicos con los españoles, hicieron lámparas y todo tipo de objetos con las pieles de las víctimas, y demás atrocidades inhumanas. Muchos españoles preferían saltar a las electrificadas vallas para terminar con el sufrimiento y la espera. Su forma para despedirse era regalar su cena. No la necesitaban, no iban a ver amanecer. Preferían que sus compañeros saciaran el hambre de alguna manera.
¿Y ahora qué?
Poco a poco, los soviéticos avanzaban por el este y los Aliados por el oeste. Alemania perdía territorio y los campos de concentración fronterizos eran liberados. Mauthausen se encontraba en el interior del Tercer Reich, por lo que fue uno de los últimos. El 5 de mayo de 1945, los españoles divisaban un tanque acercándose. Banderas republicanas habían sustituido a las banderas nazis y la puerta del campo estaba cubierta por una gran pancarta en la que se podía leer lo siguiente: "Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras".
No obstante, pese al júbilo inicial, la realidad les golpeó en la frente una vez más. Los belgas prisioneros regresaban a Bélgica; los rusos a Rusia. ¿Y los españoles? Franco no los quería de vuelta en España. Los españoles pasaron de un infierno a un limbo, a la incertidumbre. "El mayor crimen que habían cometido [los franquistas], después de haber matado a tanta gente, es el de habernos quitado la nacionalidad española", explica Vicente García Riestra, deportado de Buchenwald.
Finalmente, los franceses, que años atrás habían marginado a españoles, presionaron al gobierno para acogerlos, esta vez con la dignidad que se merecían. Iniciaron así un nuevo exilio donde la mayoría sobrevivió con empleos precarios. Ni siquiera con la muerte del dictador fueron reconocidos como las familias deseaban. Mientras que en Francia recibieron medallas al honor en España resonaba el silencio. Adelina Figueras, hija del deportado Josep Figueras, cataloga a estos españoles como "los grandes olvidados de la Historia de España".
No sería hasta 2019 cuando el día 5 de mayo se convertiría en el homenaje oficial a los españoles deportados y fallecidos en los campos de concentración y todas las víctimas españolas del nazismo. Ya quedan pocos supervivientes, pero los familiares recuerdan que el homenaje también es importante para la Memoria Histórica. "Sus hazañas tienen que estar presentes en los libros de texto y en los colegios", subraya la escritora Evelyn Mesquida en una entrevista concedida a EL ESPAÑOL. Franco no quiso saber de ellos, pero la historia de más de 4.000 españoles no se borra de un día para otro.