Persiguiendo a su perro durante una jornada de caza por los alrededores de Santillana del Mar (Cantabria), Modesto Cubillas se topó en 1868 con la entrada de una cavidad oculta. Para los vecinos de la zona, el hallazgo no significó ninguna novedad debido a la inmensa cantidad de grutas que se entrelazaban por la zona, un terreno de origen kárstico. Sin embargo, este tejero asturiano acababa de descubrir una joya del arte paleolítico, de la historia de la humanidad: la cueva de Altamira.
Fue el empeño de Cubillas, que informó a Marcelino Sanz de Sautuola, un lugareño de la clase alta cántabra -en concreto el bisabuelo de Emilio Botín, expresidente del Banco Santander- y paleontólogo aficionado, quien terminó imponiéndose a la desidia local: la cueva de Altamira no era una grieta más en la tierra y había que investigarla. Pero no fue hasta algún momento comprendido entre 1875 y 1876 cuando Sanz de Sautuola inspeccionó la zona y reconoció algunas líneas que entonces no consideró obra humana.
Un par de años más tarde, en 1878, Sautuola viajó a la Exposición Universal de París, donde contempló colecciones de objetos prehistóricos hallados en cuevas del sur de Francia. A su regreso a Cantabria, con una visión refrescada para lanzar nuevas excavaciones, volvió a Altamira el 24 de septiembre de 1879 -este lunes se cumplen 139 años- acompañado de su hija María, de ocho años. Mientras el paleontólogo peinaba el suelo en busca de restos de una antigua ocupación humana, la niña fue la primera en descubrir las pinturas rupestres al adentrarse en una de las salas laterales y contemplar el techo.
Sautuola publicaría al año siguiente un pequeño folleto, titulado Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander, en el que describiría su sorpresa por el gran número de animales pintados en la bóveda de la cueva. Y sus conclusiones fueron claras y concisas: los dibujos plasmados sobre la piedra pertenecían a la prehistoria, en concreto al período paleolítico. La tesis fue respaldada desde el principio por Juan Vilanova y Piera, catedrático de Paleontología de la Universidad de Madrid, la cual comenzó a defender ante la comunidad científica.
Sin embargo, este planteamiento fue acogido con cierto escepticismo: desde diferentes perspectivas intelectuales, evolucionistas, creacionistas o los incrédulos prehistoriadores del momento rechazaron que las pinturas fuesen tan antiguas. Incluso sugirieron que habían sido realizadas por algún pintor moderno (y mediocre) que Sautuola había alojado en su casa y le acusaron de fraude.
El contexto histórico de esta época del siglo XIX ayuda a explicar el repudio al trabajo del paleontólogo cántabro: la ciencia y la religión, la evolución y la creación, mantenían una dura batalla por implantar la corriente de pensamiento verdadera sobre el desarrollo del ser humano. Los postulados de Sautuola y Vilanova, que defendían que el ser humano había sido creado por Dios con las habilidades necesarias para llevar a cabo obras artísticas como la de Altamira, se contraponían a las posiciones transformistas y darwinistas, que se agarraban al proceso, a la necesidad de ir quemando etapas hasta desarrollar la capacidad de pintar de esa manera.
La etiqueta de fraude se cernía definitivamente sobre las pinturas de Altamira tras los fallecimientos de Sautuola en 1888 y Vilanova en 1893 hasta que se hallaron otros vestigios de arte rupestre en otras cuevas europeas, principalmente en Francia. En 1902, el prehistoriador Émile de Cartailhac, uno de los mayores críticos de la tesis de Sautuola, publicó Les cavernes ornées de dessins. La grotte d'Altamira, Espagne. Mea Culpa d'un sceptique. En dicho escrito reconsideró sus creencias y a partir de ese momento la cueva de Altamira adquirió reconocimiento universal, convirtiéndose en un icono del arte rupestre, la Capilla Sixtina paleolítica. Y el hombre prehistórico se despojó del carácter exclusivo de criatura salvaje para ser considerado también un creador.