“Pues precisamente me coges releyendo Orlando furioso de Ariosto”, responde Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y exdirector del Intituto de Estudios Sociales Avanzados. “Como sabes -continúa desde el otro lado del teléfono-, en él aparecen varios personajes del ciclo artúrico”. Es evidente que el antropólogo me sobrestima.
Me he citado con el doctor Mandianes para entender por qué los seres humanos nos comportamos como nos comportamos. Para averiguar a qué clase de motivaciones obedece nuestra conducta cuando decidimos renunciar a la cautela y nos recostamos sin reservas sobre cualquier mito o leyenda de aspecto confortable. La excusa, en esta ocasión, ha sido Camelot, la enigmática fortaleza del rey Arturo.
El objetivo es averiguar a qué clase de motivaciones obedece nuestra conducta cuando decidimos renunciar a la cautela y nos recostamos sin reservas sobre cualquier mito o leyenda de aspecto confortable
Desde hace décadas, los turistas visitan un castillo medieval en Tintagel, Cornualles, que pudo haber sido habitado por el monarca ideal. Un rey britano que, en el siglo VI, flanqueado por su cohorte de recios caballeros y empuñando la espada que lo elevó al trono, se enfrentó y venció a los invasores jutos, anglos y sajones. Un gobernante que encarnaba los valores más elevados. El soberano que unificaría al país. El rey Arturo.
Así es descrito al menos en Historia Regum Britanniae, la cronología que Geoffrey de Monmouth realizó alrededor del año 1130 sobre la vida y obra de los reyes britanos y que constituye una de las piezas fundamentales de la Materia de Bretaña o ciclo bretón. También es elogiado en el poema galés del siglo VII Y Gododdin cuando, describiendo a otro héroe, señala: “Sació a los negros cuervos en las murallas de la ciudad, aunque él no era Arturo”. En Historia Brittonum, datada en el siglo IX, se hace referencia a un caudillo de nombre Arturo que luchó en la Batalla de Badon Hill a principios del siglo VI contra los anglosajones. Relato que se reproduce en los Annales Cambriae, fechados en el siglo X.
Al carecer de pruebas arqueológicas, la Materia de Bretaña o Mito Artúrico es la única referencia de que disponemos para determinar en qué época vivió el rey britano. Y, excepción hecha de la teoría del medievalista Kemp Malone, llevada al cine por Jerry Bruckheimer, según la cual Arturo fue en realidad el prefecto romano Artorio Casto, que vivió en Gran Bretaña en el siglo II y comandó a un grupo de guerreros sármatas, todas las fuentes literarias parecen apuntar al siglo VI, durante las invasiones germanas de la isla. Por eso es una verdadera lástima que ese castillo que todo el mundo visita hoy en Tintagel, el célebre reclamo turístico asociado a Arturo y Camelot, se construyese en el siglo XII. Cien años después de que Geoffrey de Monmouth terminase de perfilar a nuestro héroe. Ni más ni menos que seis siglos después de que éste existiese. Si es que existió.
Sin embargo, de haberlo hecho, es muy probable que edificase su fortaleza en Tintagel. Al fin y al cabo, su glorioso padre, Uther Pendragon, se amancebó con su gloriosa madre, Igraine, en un castillo situado en Tintagel mientras el marido de ésta, Gorlois, Conde de Cornualles, fallecía en vaya usted a saber qué batalla. Pendragon e Igraine se casaron, fueron felices, comieron perdices, y Arturo fue el fruto de su matrimonio, por lo que no es descabellado pensar que pudo haber levantado el castillo de Camelot en aquellas tierras.
Será por castillos en Tintagel. Será por héroes en la Albión de los reyezuelos y la Britania de la Edad Oscura
Aunque también es muy posible que Arturo, Pendragon, Merlín, Lancelot y el resto de los caballeros de la Mesa Redonda y demás hijos de la Gran Bretaña no existiesen jamás. De hecho, la interpretación de su leyenda como la mera fusión de relatos reales y ficticios transmitidos de generación en generación hasta su transcripción en las narraciones del ciclo bretón me parece la opción más lógica. Será por castillos en Tintagel. Será por héroes en la Albión de los reyezuelos y la Britania de la Edad Oscura. Sin embargo, cada vez que aparece el más leve indicio arqueológico que pueda relacionarse con la Leyenda Arturiana, asistimos de nuevo a la exaltación del personaje y a la afirmación a bombo y platillo de que nos hallamos ante pruebas de su existencia. Una escena que se ha vuelto a repetir estos días.
Manuel Mandianes me espera en el Parador Pingallo, en Ourense, donde solemos encontrarnos. Comentamos el revuelo que ha causado el hallazgo de unas ruinas del siglo VI en Tintagel -presumiblemente, vestigios de un centro palaciego del antiguo reino de Dumnonia que el arqueólogo Raleigh Radford habría confundido en los años 30 con los restos de un monasterio- y cómo muchos entusiastas artúricos han comenzado a lanzar las campanas al vuelo debido a la coincidencia de fecha y lugar. Llama mucho la atención que, a pesar de no haberse hallado nada allí que demuestre la existencia del rey Arturo, a pesar de no haberse encontrado ni el más mínimo objeto que pueda relacionarse remotamente con la leyenda, ya haya quien asegure que las paredes y escalones desenterrados son las ruinas de Camelot. Parece que el ser humano, una vez más, prescinde de la cautela y actúa impulsado por su necesidad de creer en el mito.
“Es que en realidad -comienza reflexionando el doctor Mandianes-, el mito ni siquiera necesita de pruebas. Se basa en la fe. Yo, que vivo en Barcelona, cuando escucho a algunos medios de Madrid decir que el nacionalismo catalán es un mito o que lo de Sabino Arana es una invención siempre pienso lo mismo: eso es lo de menos. Lo único que hace el narrador es dar palabras a una fe. Lo importante de ese mito es la fe que expresa. Si a mí me demuestran que aquello en lo que creo es una tontería, yo revestiré mis aspiraciones con otras palabras, pero será lo mismo. Ya le podemos demostrar a quienes creen en el ciclo artúrico que aquello en lo que creen no es verdad. Les dará igual”.
El mito ni siquiera necesita de pruebas. Se basa en la fe. Yo, que vivo en Barcelona, cuando escucho a algunos medios de Madrid decir que el nacionalismo catalán es un mito siempre pienso lo mismo: eso es lo de menos
A modo de parábola, el antropólogo me cuenta la historia de un vecino de Loureses, el pueblo en el que él nació, que se llamaba Florencio. Se trataba de un anciano que siempre había bebido mucho. Los médicos le habían prohibido el alcohol, pero él continuaba bebiendo. Un buen día, su sobrina y cuidadora decidió sustituir el vino por agua teñida y aromatizada con unas pastillas naturales. Florencio jamás notó la diferencia y, creyendo que era vino, se emborrachaba todas las noches con agua. “Qué más da que no fuese vino, mientras fuese vino”, termina diciendo Mandianes. Qué más da que no existiese Arturo, mientras existiese Arturo.
El análisis de Manuel pivota en torno a una idea: “Necesitamos creer, aunque sea imposible. Y mientras lo necesitemos, me da lo mismo que sea imposible”. Sin embargo, es un hecho que detrás de todo mito se encuentra una búsqueda constante de pruebas, lo que puede ser interpretado como una contradicción. Alguien podría concluir que, si para el que necesita creer, esa necesidad se impone a la evidencia, si la fe en el mito es suficiente, la existencia de pruebas debería ser siempre superflua. ¿Por qué, entonces, nos empeñamos en seguir buscándolas? El antropólogo aclara la diferencia:
“Porque si alguien nos demuestra que el mito es imposible, nos dará igual. Pero si alguien aporta pruebas de su existencia, nos salvamos agarrándonos a ellas”. Mandianes realiza una comparación entre las ruinas de la fortaleza del rey Arturo y las espinas de la corona de Jesucristo: “En toda ermita, en toda iglesia que se precie, tienen una espina de la corona de Jesús. ¡Aquella corona debía de tener millones de espinas! Lo mismo ocurre con los pedacitos de la cruz. Pero es que el cristianismo necesita agarrarse a eso. Se han producido auténticas batallas por conquistar una reliquia. Porque la reliquia es la base, el fundamento. Por eso agarrarse al fundamento es precisamente el principio del fundamentalismo”.
Para el experto, los seres humanos necesitamos referencias históricas que nos den agarraderas porque hemos dado al traste con nuestras tradiciones. Algo que es aplicable al rey Arturo o a cualquier otro mito: “Seamos cristianos o no lo seamos, la historia de Europa está marcada por el cristianismo. Sin embargo, hoy el cristianismo ha dejado de tener vigencia entre nosotros. Y al igual que ha ocurrido con el cristianismo, poco a poco y sin darnos cuenta, nos hemos ido quedando sin referencias históricas. Y lo que hasta ayer era un mito, una leyenda, intentamos agarrarnos a ello como sea, considerando cualquier dato como una referencia histórica. Sea o no sea cierto”.
En nuestra búsqueda de héroes, de mitos a los que agarrarnos cuando el suelo tiembla bajo nuestros pies, cualquier referente es bueno. “Fíjate lo que han hecho y siguen haciendo de Nadal. Nadal es como la Madre Teresa de Calcuta. Es como San Lorenzo, que fue freído a la parrilla. Es el gran héroe de nuestro tiempo. Primero fue Indurain, el gran ciclista, el mejor deportista de España, humilde, sencillo, caritativo. Ahora es Nadal”. Mandianes se pregunta por quién ha entregado su vida Nadal. Qué ha hecho por la sociedad. No tiene nada en contra del tenista, pero recuerda que todo lo que ha hecho lo ha hecho por su propio honor y gloria. “Recuerdo que, hace dos o tres años, me levanté un día festivo, puse la radio, y escuché a los cronistas hablar sobre alguien como si fuese un santo, como si fuese un dios, como si fuese un héroe. Me pregunté: ¿Pero de quién están hablando?. Y era de Nadal. Y el motivo es que, cuando vivimos un tiempo de corrupción, cuando nos levantamos ordinariamente con noticias de robos, asesinatos, la muerte de refugiados, cómo les cerraron el paso, cómo se ahogaron, necesitamos referencias morales y espirituales, y elegimos a quien más destaque en ese momento. ¿Y por qué elegimos a alguien que destaca por su esfuerzo físico? Porque ese talento físico lo convertimos en una virtud social. Y la razón es que lo necesitamos. Necesitamos convertirlo en un mito en el que creer”.
El día que Nadal no consiguió la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos, el Ejército de Tierra publicó un polémico mensaje de agradecimiento a través de su cuenta de Twitter
El día que Nadal no consiguió la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos, el Ejército de Tierra publicó un polémico mensaje de agradecimiento a través de su cuenta de Twitter. En realidad, toda España parecía estar agradecidísima por el esfuerzo realizado a pesar de la derrota. Como, si de algún modo, se hubiese sacrificado por todos nosotros. Lo cierto es que no era más que un deportista perdiendo dos partidos seguidos y quedándose sin medalla, pero por la reacción del público parecía que nos hubiese protegido frente a los invasores jutos, anglos y sajones. Es llamativo lo mucho que el español se admira de alguien que lucha y pierde. Me pregunto si será porque se identifica con ese alguien o más bien por todo lo contrario. El tuit de marras, que parafraseaba una frase de Cela extraída de un artículo en el que homenajeaba a Millán Astray, fundador de la Legión, decía: “La guerra no es triste, porque levanta las almas. Porque nos enseña que, fuera de la bandera, nada, ni aún la vida, importa. Gracias, Rafa”.
La cosa está clara. El destinatario del mensaje no era un tenista derrotado en un partido cualquiera. No era un chaval de Manacor que se dedica profesionalmente a jugar al tenis. No podía serlo. Resultaría desproporcionado. El destinatario del mensaje no era Rafael Nadal Parera, hijo de Sebastián y Ana María, hermano de María Isabel y novio de Xisca. El destinatario era Rafa Nadal, mito viviente, héroe y leyenda.
Es llamativo lo mucho que el español se admira de alguien que lucha y pierde. Me pregunto si será porque se identifica con ese alguien o más bien por todo lo contrario
El Ejército de Tierra creía estar mostrando su gratitud a un representante español en los Juegos Olímpicos. Basta con leer su tuit para entender que, en realidad, estaban rindiendo pleitesía al rey Arturo. El novelista Robert Graves defendía en El vellocino de oro que Ávalón estaba en Mallorca. Quién sabe, tal vez si hubiese afinado un poco más su puntería habría descubierto que Camelot es exactamente la ciudad de Manacor.