Los secretos que Rodrigo Rato le contó al taxista: de su época hippie a los consejos de Fraga
'Sueños y visiones de Rodrigo Rato' es una pieza humorística, empática, cañí y surrealista sobre los años del milagro español. En el Teatro Kamikaze.
7 septiembre, 2019 02:51“Sólo hay que ver lo guapos que estáis, siempre viajando, qué bien lo pasáis, ¿a qué coño os dedicáis? Venís crecidos, qué fuerte jugáis...”. Es Que Dios reparta fuerte, una canción de Novedades Carminha, y con ella arranca Sueños y visiones de Rodrigo Rato, una pieza teatral fabulosa, surrealista, cínica, cañí, onírica, cruda, divertida hasta decir “basta” y terriblemente humana escrita por Pablo Remón -todo lo que él toque...- y Roberto Martín Maiztegui que puede verse desde hoy hasta el día 21 en el Teatro Pavón Kamikaze.
Dirigida por Raquel Alarcón e interpretada con infinita gracia por Juan Ceacero y Javier Lara, la obra ganó el Premio SGAE de Teatro Jardiel Poncela 2017. Entonces se llamaba El milagro español, y no ha dejado de serlo: un retrato certerísimo, ágil, casi bautismal, de esos años de bonanza patria que acabaron en una resaca dolorosa que aún nos aprieta el estómago. Sin embargo, la pieza no es moralista, no es histriónica, no es cargante: la documentación se digiere con mucha coña y con ciertas licencias poéticas que aderezan el cuento.
Un retrato empático del delincuente
La historia se descorcha cuando un caballero coge un taxi en la puerta de la Audiencia Nacional. Cierra de un portazo, apurado, con ganas de llegar a su casa. La gente, fuera, le grita “ladrón”. Es Rodrigo Rato. Tiene 67 años. Ha tocado todos los techos. Fue vicepresidente del Gobierno, fue director gerente del Fondo Monetario Internacional, fue ministro de Economía y Hacienda. Ha triunfado, ha estafado y ha pinchado: acaba de ser condenado a cuatro años y medio de prisión por un delito continuado de apropiación indebida.
El taxista le trata de tú. Le dice que sabe quién es. Le bromea. Le escucha. Será cierto eso que dicen de que los taxistas son mejor que los psicoanalistas, mejor que los curas confesores. El taxista le atiende y no le juzga, a pesar de que sabe lo que ha hecho. Quizá le mira con cierta indulgencia, como España siempre ha mirado a sus rateros. Síndrome de Estocolmo. Este conductor carismático provoca que Rato se ponga, efectivamente, a vomitar sus sueños, sus éxtasis y visiones, sus pensamientos recurrentes, sus fobias, sus recuerdos. Viajamos con ellos al centro de un hombre complejo.
Lo peor, y lo mejor, es que la obra no toma la foto satírica de un tipo ya hundido. Del hombre que pidió perdón a los ciudadanos por las tarjetas black antes de ingresar en prisión. Del joven que escuchó consejos de sus superiores sobre la prosperidad, sobre la ambición, sobre la conquista; del varón maduro que los dio a otros para que la rueda de la infamia fuese eterna. Aún lo es. La pieza, sin ser pretenciosa, ausculta la naturaleza humana en cuanto que empatiza con el villano. No era un monstruo de seis cabezas económicas pergeñando el desastre. No. Era un hombre influenciable e influyente que a veces esquivó el poder -como cuando rechazó dos veces a Aznar su invitación a ser su sucesor- y otras muchas lo abrazó a cualquier precio. Pagándolo caro.
Viaje al pasado
Viaje primero: Rato tiene 16 años y charla con su padre, Ramón de Rato Rodríguez San Pedro, propietario del banco de Siero, de las cadenas de emisoras Rato. Le ayuda a anudarse la corbata. Después contempla cómo unos agentes -que llevan días custodiando la casa, vestidos de secreta- le detienen por evasión fiscal. De tal palo, ¿qué era...? Pero él no quería, no al principio: se negó a parecerse a los suyos. Tiró hacia la política porque era ahí "donde se cambian las cosas". Salió del redil. Se dejó el pelo largo. Escuchaba a Van Morrison. Fue incorruptible un tiempo. Breve.
Hay muchos Ratos en uno, hay muchos puntos oscuros. Rato es todos y ninguno; Rato es, al final, sólo él, con la coronilla bajo la mano de un agente de Aduanas -para que no se golpeara la cabeza, dijeron-, entrando en un coche de policía, tras ser arrestado. Rato despertándose sudoroso, de madrugada, en su casa de la calle Don Ramón de la Cruz. Rato. Rato escupiendo hacia arriba: “¿Esto es un saqueo? No, es el mercado, amigo”. Rato escuchando a Fraga -aunque ésta sí que es una conversación ficticia-:
Fraga: Mira, rapaz, te voy a dar un consejo. Una frase que le escuché yo al difunto Papa y que no hay día que no recuerde. ... Cuando te duches, vigila que la cortina esté por dentro de la bañera, y no por fuera.
(Rato se ríe)
Fraga: ¿Me ves a mí que me ría?
Rato: No, don Manuel.
Fraga: No me río, no, porque tiene todo tipo de implicaciones esa idea. Yo sé que parece una bobada. ¿A ti te ha parecido una bobada?
Rato: ¿A mí? Qué va.
Fraga: ¿Qué pasa si la cortina está por fuera?
Rato: ¿Que se moja el suelo...?
Fraga: Exactamente. ¿Y qué pasa si se moja el suelo?
Rato: ¿Que te puedes deslizar y caer?
Fraga: Yo mismo no lo habría dicho mejor.
Hay escenas hilarantes, como cuando Aznar y Rato viajan en teleférico -qué romance ese, cuánto dolor después, qué cisma cuando Rodrigo se opone a la intervención en Irak, qué triste cuando no es capaz de saciar los deseos de su cabecilla-. O como cuando el mismo Aznar se obsesiona con las llamas que viven en Moncloa -regalo del presidente de Bolivia a Felipe González-. Sentía que se burlaban de él.
"Se estaba riendo de mí, Rodrigo. Y de ti. De todo el Partido Popular. ¿Por qué? Porque a pesar de la corrupción y el desfalco, a pesar de Amedo y Domínguez, de Barrionuevo, Filesa, Roldán, a pesar de todo eso… La gente les sigue votando. Y esa… esa… condenada llama socialista lo sabía", mascullaba Aznar. Luego escuchaban juntos Cómo han pasado los años, versión Julio Iglesias. Y Chimo Bayo se aparece. Demasiado hermoso como para ser cierto. Corran a verla.