¿Es posible descafeinar a Balthus? Hasta hoy esta posibilidad era tan remota como el arrepentimiento del presidente del Gobierno por querer librarse de las políticas de igualdad. Y ha sucedido. En la Fundación Mapfre se ha conseguido paniaguar al pintor de la segunda mitad del siglo XX más inquietante y molesto para el siglo XXI. Lo han escracheado con la presencia de Derain y Giacometti, prometiendo un vínculo artístico que es llamativo por su inexistencia.
Es tal la distancia entre él y ellos que, incluso los cuadros más templados del genio del erotismo arden en las paredes de la sala dedicada a los desnudos. Que para más chiste, la llaman “El sueño, visiones de lo desconocido”, cuando estamos ante un pasaje cipotudo que da paso a la fantasía erótica y sexual de hombres. Esos seis cuadros que enfrentan los desnudos de Derain a los de Balthus hacen que el primero emerja como un pintor agotado de su pasado y aburrido con su futuro. Sus mujeres están muertas, las del otro habitan en el sueño de la sensualidad.
En la selección de los Balthus no arde ni arderá, porque es un coito interrumpido ante la avalancha de demandas. Y aún así es posible la indignación como ocurrió en el MET, donde una visitante poco habituada a frecuentar museos se escandalizó ante El sueño de Thérèse (1938), en la que se muestra a la modelo y vecina del pintor, con unos 13 años, recostada y con su ropa interior visible. El público más pacato quizá se asuste con La habitación y con el extraordinario Los días felices, la versión censurada de un pintor con el que se disfruta sin límites.
Todo es real, menos la pintura
La aventura de la realidad, ese es el hilo común de una exposición desabrida que fracasa en el intento de unir a Derain con Giacometti y Balthus. La comisaria Jacqueline Munck asegura que los tres “se insertan a contrapelo en la figuración y reivindican el pasado de la pintura”, todo esto mientras arrecia otras aventuras como la abstracción y el surrealismo. Pero lo cierto es que el recorrido que se plantea no aclara ningún vínculo sustancial, más allá de una relación cordial, de cierta admiración y algunas amistades compartidas en el París posterior a la Primera Guerra Mundial.
En realidad, el único propósito que subyace en la muestra que acaba de inaugurar la Fundación Mapfre es la reconversión en maestro de la modernidad de la figura del segundo André Derain, no del fauvista previo a la Gran Guerra. La exposición ensalza la realidad desde el martirio: fue el realismo el que nubló la visión de la crítica y de la historia del arte de un pintor “de esos que lo ven todo antes que nadie”. “Fue Derain quien mostró el arte africano a Picasso, el mimos Derain que antes de la Primera Guerra Mundial había hallado una respuesta al cubismo sin traicionar la monumentalidad de Paul Cézanne”, asegura un entusiasta Fabrice Hergott, director del Museo de Arte Moderno de París.
Silencios alarmantes
Así que la idea es vincularlo a otros dos pintores figurativos, que trascienden la figura -desde la abstracción y la fantasía-, para obtener la auténtica dimensión de Derain: el padre creador de la nueva pintura. Pero no, el matrimonio de conveniencia no ha funcionado en el revisionismo. Derain es un paso más en el largo camino de la historia de la pintura, como el que dieron Balthus y Giacometti. No era necesario exponer los complejos modernos de la historiografía para desvelar la modernidad de un pintor singular, cuya mayor traición no fue a la pintura moderna sino al pueblo francés por colaborar con el régimen de la Francia de Vichy.
De hecho, en la comparación que se propone, Derain sale mal parado. Pacato en los interiores íntimos de sus personajes frente a la exquisita perversión de Balthus, prehistórico en las formas ante la descomposición de la figura de Giacometti. El discurso apaga el otro entorno de Derain, el que no interesa descubrir, al que más apegado estuvo y que rebajan su experimentalismo. La omisión de Camille Corot es escandalosa.