Hay pocas cosas más aburridas que una obra de arte. Nunca cambia, no se mueve, no se compra, no se come, ¡no se bebe! Ni habla, ni se entiende. Mira la Afrodita de Milo -Venus en su versión romana: es así desde que la esculpió un artista griego hace 2.100 años. A la Victoria de Samotracia le pasa lo mismo y también a La Gioconda, que cada vez está más verde y más sucia. Si no fuera por el souvenir, el museo (ese lugar inerte en el que nunca-pasa-nada), habría dejado de tener atractivo.
¿Qué ocurre cuando los museos confunden al souvenir con la obra de arte y hacen de los fondos artísticos un motivo más para comerciar?
La colección no cambia, pero la tienda sí. Por eso crece, se reproduce y gana espacio a los cuadros, porque el souvenir nunca es igual, se mueve, se bebe, es divertido, se compra y lo puedes enseñar. Cada temporada, y con cada exposición temporal, llegan nuevos cacharritos, como la primavera al campo, y el museo reverdece.
Esta Afrodita-Venus multicolor (a la venta en la tienda del Louvre por el módico precio de 169 euros cada pieza, de resina fluorescente y en siete colores diferentes) es otra prueba más de cómo las Industrias Culturales han marginado el Arte, así con mayúsculas, hasta dejarlo en Decoración, de mayúsculas. El fenómeno extraordinario ya es algo ordinario: el aura mágico del Arte se ha transformado en el “vaho de todas las cosas”, que dice Yves Michaud.
Muerte al Arte, viva la experiencia. Es la droga más extendida, se llama “consumo”. La Venus de Milo en blanco mármol es lo de siempre, pero ¿y en azul brillante? La Venus disco. Más vértigo, menos contemplación, por favor. La inmortalidad es tan pesada y aburrida, una carga eterna. Es mejor la actualización, más colorida y espectacular.
Moneda de cambio
¿Qué ocurre cuando los museos confunden al souvenir con la obra de arte y hacen de los fondos artísticos un motivo más para comerciar? A esto, las políticas culturales souvenir, lo llaman “gestión dinámica de las colecciones que consiste bien en alquilar las obras, bien en venderlas”. El entrecomillado es de un informe de 2006, titulado L'èconomie de l'immatèriel, firmado por Jean-Pierre Jouyet y Maurice Lévy, en el que proponen pasar al capítulo de “activo” sus bienes patrimoniales y que sean enajenables.
El museo, perdido en la busca y captura de nuevas fuentes de ingresos ante el recorte de las ayudas estatales, alquila las obras que tenía expuestas para recaudar fondos que le permitan abrir todos los días... aunque sea sin pinturas.
El Estado francés, ya que estamos, cedió la marca LOUVRE a los Emiratos Árabes por 30 años a cambio de 400 millones de euros. Todavía se discute la lista de obras que abandonarán el museo más importante del mundo, para formar parte del Louvre Abu Dhabi. Jean Nouvel, el diseñador más prestigioso de souvenires, se hace cargo del envoltorio enclavado en la isla artificial de Saadiyat (“la isla de la felicidad”), que incluye 30 hoteles de lujo, 8.000 chalés del mismo perfil, tres puertos deportivos y una pista de esquí con nieve artificial.
“¿Por qué ocultar el hecho de que tiene lugar en una negociación global, a la vez política, económica y militar, cuyo objetivo principal es obtener para la industria francesa el encargo de aviones de combate?”, escribió en carta abierta a Jack Lang el conservador general honorario del Patrimonio francés, en 2007, cuando se dio a conocer el acuerdo que convertía al legado artístico en moneda de cambio. Que manden la original y dejen la Venus multicolor en su lugar.