Josep María Sert trabajaba con traje y corbata. Subido a los andamios de un inmenso estudio, preparaba el teatro del mundo, un carnaval de zombis que se amontonan en una zarabanda sacra: forzudos, maniquíes articulados y muñecos, que suben y bajan por escaleras para pintarlos del natural. Las criaturas de Sert (1874-1945) le convirtieron en el constructor de una ilusión incoherente que saltó del nacionalismo al franquismo en cuestión de meses.
En 1937, recibe el encargo del Vaticano de una pintura para colgar en el altar del Pabellón Pontificio, ante la inauguración de la Exposición Universal de París. Sert piensa en Santa Teresa, la santa de cabecera de Franco. La protagonista de la pintura ocupa el centro de la composición de seis metros de altura por dos metros de ancho y aparece intercediendo por las almas de los mártires del ejército franquista ante Cristo crucificado, que casi se abalanza sobre ella “como expresando el abrazo místico de la concesión de la plegaria”. Enmarcados por una escenografía coronada por la bandera española y en la que destaca el “Plus Ultra”.
La casa de subastas explica que la carga política de la obra juega en contra del precio, porque el franquismo está mal visto
“Es el antiguernica”, asegura Enrique Carranco, el especialista en pintura de la casa de subastas Balclis, donde la compró el Estado para el Museo Reina Sofía por 12.000 euros. “Es un Sert original al 100%. Sabes que trabajaba con un taller amplio, pero este boceto es suyo íntegro. A pesar de ello, la carga política de la obra juega en contra del precio. El franquismo está mal visto, y con razón”, añade el experto.
El óleo original está perdido, pero el boceto se conservaba en la colección del doctor Antoni Puigvert. Hace unas semanas esta “joya” de uno de los pocos artistas del régimen salió a la venta y el Estado lo compró por 12.000 euros para el Museo Reina Sofía, tal y como anunció el BOE.
Una pieza decisiva
Rosario Peiró, jefa del Área de Colecciones del museo, cuenta a EL ESPAÑOL que es una obra importante en la reconstrucción de la imaginería franquista que prepara la institución para ubicarla en el entorno del Guernica, dedicado a los artistas en la guerra civil. “Salen a la venta pocas obras del bando franquista. Ésta la vi por casualidad y la compramos. El Alcázar de Toledo y Santa Teresa son los dos iconos utilizados por el régimen para justificar lo que llamaron “cruzada”. Es una pieza que define a la perfección la pintura religiosa de Sert”, explica la conservadora.
Sert fue de todo, pero en los manuales de Historia del Arte se le recuerda como el último gran pintor de murales, como un creador de imágenes único y el esteta postrero del arte religioso. Barroco por formación y elección -en plena efervescencia vanguardista- se implicó en las guerras ideológicas como hizo Pablo Picasso (1881-1973), aunque en una orilla distinta a la del padre del Guernica.
En un recinto, las víctimas del bombardeo de la Legión Condor gritan; en el otro recinto, los caídos del bando sublevado
La versión de la guerra civil de ambos sólo podía coincidir por casualidad. Así sucedió en 1937, en la gran muestra parisina, donde se vio por primera vez el impresionante lienzo blanco y negro del pintor malagueño. En un recinto, las víctimas del bombardeo de la Legión Condor gritan; en el otro recinto, los caídos del bando sublevado ascienden a los cielos gracias a la santa cuyo relicario guardó Franco en sus dependencias del Palacio del Pardo.
El cuadro -óleo de 82 centímetros pegado a tabla- compila la personalidad apasionada y arrolladora con la que suele definirse a Sert, dominador absoluto del claroscuro y la composición agitada. “Sert forjó un estilo original y perturbador, que ha despertado encendidos elogios y críticas despiadadas, pero que le ha hecho ocupar un lugar preeminente dentro de la pintura figurativa del siglo XX”, ha escrito la historiadora Montserrat Fornells.
El pintor de Franco
Las casualidades históricas todavía guardan un giro más en la trama de los acontecimiento en torno a la Exposición Universal de París. El bandazo ideológico de Josep María lo distancia de su sobrino Josep Lluís Sert, reconocido arquitecto responsable del Pabellón de la República en la gran muestra. En él, el Guernica, las obras de Miró, Julio González, Alberto Sánchez, Renau, Buñuel, Gargallo, etc. La armada republicana contra la armada católica y franquista en unos metros. Era el campo de batalla de las primeras guerras culturales.
Su inclinación franquista emerge con la destrucción de la Catedral de Vic, a los pocos días de la sublevación de los generales contra la República. En ella había legado su obra capital y se alió con la causa de los rebeldes, obsesionado por volverla a pintar una vez reconstruida. Así ocurrió. Decorar una catedral ya era una ambición ahistórica, hacerlo dos veces una locura al alcance de un genio perturbado.
Para el régimen Sert era ejemplar porque procuraba mantener su vida privada en silencio y no armaba ruido con su biografía
Para el relato de la dictadura, Sert era un artista ejemplar, “de aquellos que identificaron su vivir con empeños titánicos de su creación”. Es decir, procuraba mantener su vida privada en silencio y no armaba ruido con su biografía. Su anecdotario de artista pasaba desapercibido en las embajadas de las principales ciudades europeas. Gustaba porque se limitaba a crear “vastos proyectos de decoración mural, para poblar de enjambres titánicos iglesias y palacios, animando animando arquitectónicas estructuras...”
“Tuvo veleidades diplomáticas, políticas, quiso emular a Rubens, al que tanto admiraba, en esas facetas del maestro flamenco, con varia fortuna, pero en definitiva, fue un pintor y nada más”, escribe el Conde de Sert. “Su vida, de haberse prolongado algo más, acaso hubiera desembocado al servicio del nuevo régimen español”. Creía en una pintura destinada a los grandes espacios públicos, donde acompaña a los principales eventos de la vida del hombre.
Un genio incoherente
Unas semanas antes de pintar a Santa Teresa salvadora del Ejército franquista, firmaba en el Palacio de las Naciones Unidas de Ginebra una de sus obras míticas, en el salón de Francisco de Vitoria: casi 500 metros cuadrados de temática antibelicista. Se adelantó un año al Guernica, gracias al apoyo incondicional de sus amigos el presidente de la Generalitat Francesc Macià y a Salvador de Madariaga, embajador español en París, que fue quien le encargó las pinturas.
Pla dijo que conoció a personas que no toleraban las contradicciones de Sert, porque eran realmente difíciles de comprender
Las Cortes españolas aprobaron un presupuesto extraordinario de 500.000 pesetas para sufragar los gastos de las pinturas, que Sert ejecutó entre marzo de 1935 y mayo de 1936 en su taller de París, donde residía desde 1900. El dos de octubre de 1936, tres meses después de arder la catedral de Vic, se inaugura la sala con enormes pinturas que componen un teatro monocromo donde se retuerce y agita una multitud.
“He conocido a personas que no toleraban estas contradicciones de Sert. Eran realmente difíciles de comprender”, escribió Josep Pla. “Era un ser vital por encima de todo, un ávido, un sediento de vida. Sentía la vida con una fuerza despótica, como un felino [...] Era un puro presentista. El tiempo se le ofrecía tan sólo como presente […] No toleraba que el pasado le diese lección alguna ni aspiraba a proyectar sobre el futuro experiencia alguna, solamente existía para él la conveniencia de cada momento”.
El relato de Pla continúa indicando que como artista en tiempos de guerra “vivía en una casa buena, maravillosa, confortable, saturada de todo el bienestar que en este mundo puede conseguirse...”. Decoró los salones y comedores de la aristocracia y la banca española y europea. En EEUU también diseñó el gran vestíbulo del RCA (Radio Corporation of América) en el Rockefeller Center de Nueva York (1932-1941), así como la mansión de Harrison Williams o el Waldorf Astoria.
El ilusionista que reivindicó el Barroco de masas se apoyó en la arquitectura para crear sus trucos escenográficos. Siempre hiperbólico, siempre desmesurado, siempre armonioso y colosal en sus vastos ciclos narrativos por los que pasan muchedumbres disciplinadas. Sus composiciones son una catarata incontenible de personajes agitados por un horror vacui que les lleva a ocuparlo todo y a obligar al espectador a descansar de tanta borrachera épica. El propio Sert las calificó de “entretenimiento óptico”, antes que “engaño óptico”.
Tráfico de influencias
Quiso ser pintor antes que nada, pero no descuidó sus tareas diplomáticas y políticas. Tampoco dudó en corregir sus principios cuando le interesó. La pintura de tres metros del salón de actos del Ayuntamiento de Palamós (1935) es un buen ejemplo de sus virajes: tituló la composición La barca de Cataluña y en ella aparece una embarcación que resiste al oleaje. El conjunto lo enmarcan dos banderas unidas en una, fiel alegoría de la alianza entre Cataluña y España, pero con la primera como conductora de los designios y la prosperidad del país. El barco-Estado se mantiene a flote pese a todo gracias a la destreza catalana.
Esta visión coincide con los ideales de catalanizar España, propios de la Lliga Regionalista, partido fundado y encabezado por Francesc Cambó, amigo íntimo del pintor. Cuentan en Palamós que en lugar de la bandera española estaba la republicana. El color morado aparecía nítidamente en la parte superior antes de que Sert, después de la Guerra Civil, a instancias del consistorio, decidió cambiarlo por el rojo. La anécdota ilustra el carácter oportunista y político del pintor.
Tanto esta obra como Els Segadors, pintada para el Ayuntamiento de La Bisbal, en 1936, junto al Salón de Crónicas del Ayuntamiento de Barcelona (1929), son cuadros de exaltación romántica del sentimiento nacionalista y heroico de un pueblo llamado a dirigir el rumbo de España.
Intervino además en el sentimiento vasco, con la decoración de la abadía de San Telmo en San Sebastián, en 1934. Es un canto a la epopeya marinera vasca y el propio régimen vio con buenos ojos, años más tarde, por ser “la proyección histórica de un pueblo y el sino particular de una raza”. “¡Qué magnífica sinfonía de esfuerzos titánicos, de oleajes encrespados, de hiperbólicos bajeles que clavan en cielos aborrascados un sensitivo boscaje de arboladuras!”, añade Fernando Jiménez-Placer, en 1947, en un catálogo dedicado a la carrera del pintor del régimen.
Para el régimen, Sert es el gran decorador de los ensueños heroicos de un país en reconstrucción
La literatura franquista remata su estudio con la alabanza de lo que habría sido su obra cumbre definitiva: la decoración del Alcázar de Toledo reconstruido. Entre los bocetos que trazó aparece de nuevo un Cristo crucificado boca abajo. Es el “pintor de una raza”, con “la emoción reverencial de la epopeya inigualable del Alcázar de Toledo”. “Veo en ella gloriosos y simbólicos personajes: héroes, mártires, el Ángel de España envainando la espada; la Virgen de Toledo; las mujeres que contribuyen a la defensa…”, explicó el propio Sert.
Para el régimen, Sert es el gran decorador de los ensueños heroicos de un país en reconstrucción. “Con gallardía espiritual que nadie podrá desconocer, ha querido revestir su pintura religiosa mural de un estilo plástico acorde con las urgencias espirituales de nuestra época”, escribe Jiménez-Placer, subyugado por la reinvención de la iconografía cristiana de nuestro protagonista. “Sert, pintor de inspiración apocalíptica, sutilmente acorde con el dramático trance que atraviesa nuestra civilización…”
Quizá fue el historiador Julián Gállego quien definió con más tino al pintor del altar por los mártires franquistas. Sert fue “un gran decorador que se quedó en eso, que no pudo trascender, salvo en raras ocasiones, una pasión interior, un mensaje sublime, como Miguel Angel o Tintoretto lograron”. Insuperable como “inventor de trucos escenográficos”, de una imaginación inagotable. Fue el decorador mural más importante de su época. “Un pintor a la antigua al servicio de un mundo moderno”.