Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) proyecta un gesto cansado al sentarse. La semana ha sido una vorágine de emociones. Los ejemplares de su última novela, Tongolele no sabía bailar (Alfaguara), no pueden entrar en su país. El libro —una ficción, dato relevante— ha sido censurado por incluir unos hechos reales, contrastados: la violenta represión desatada por el régimen de Daniel Ortega en respuesta a las revueltas populares de 2018. El Premio Cervantes fue, ya en otra vida, esas cosas del destino, vicepresidente de un hombre transformado ahora un tirano que pretende encarcelarlo. Los nicaragüenses, mientras tanto, se reenvían en silencio la novela policíaca a través del WhatsApp.
Esa es una reacción positiva, dice Ramírez, que pese a la incertidumbre que rodea a su futuro no pierde la sonrisa. E incluso se permite bromas sobrecogedoras: "Para mí el exilio es cambiar de lugar mi ordenador y cambiar una mesa firme sobre la que asentarlo", asegura en una entrevista con este periódico. Esa entereza, impulsada por el apoyo de tantos amigos y tantos grandes nombres de la cultura, no quita que presente grietas, como la de si ya nunca más va a volver a poder el suelo de Nicaragua.
¿Cómo se encuentra? ¿Cómo está viendo estos días?
Bueno, sacándole partido a la situación, a ver… No es fácil enfrentarse a todo esto, pero hay que buscar el lado bueno a las cosas siempre.
¿Cómo es posible que una novela desestabilice a un país?
Por la idea de los tiranos, ¿no? Que las novelas tienen ese poder subversivo. Estará por verse si eso es así. Creo que la novela siempre es subversiva para los lectores, tiene que subvertir la conciencia, hacer pensar distinto. Ese es un éxito del novelista si logra introducir criterios que la gente ponga en su mente. Ahora, que una novela sea capaz de subvertir el orden público… Eso ya es otra cosa. La reacción que ha habido en Nicaragua frente a este libro ha sido leerlo como resistencia, a través de las redes sociales, y eso me parece que ya es subversión.
¿La literatura puede derribar a una dictadura?
Tengo mis dudas sobre eso. Las dictaduras solo son derribadas por la voluntad popular. La gente convierte la resistencia en acción, es la única manera. Claro que se abren grandes referentes que llegan a ser importantes. Pero si la rebeldía y la conciencia de la gente no se convierten en acción, no es posible. Ni un libro ni un cerco internacional son capaces de lograr eso, es la gente.
¿Su caso puede contribuir a esa reacción popular?
No escribí el libro con ese propósito, sino para insertar dentro hechos que me parecieron singulares y que eran de sobra conocidos en el país porque formaron parte de la gran ola represiva del año 2018. Pero vistos desde el poder tiránico, como hechos subversivos, es desde este punto de vista, el del poder, que la novela se vuelve más subversiva.
No creo que los libros sirvan como propósito político
¿Se imaginaba durante la escritura una reacción tan virulenta?
Aceleré la escritura de esta novela con el tiempo que me brindó la pandemia. A medida que avanzaba me estaba dando cuenta de que tocaba cosas que iban a incomodar mucho al poder, que iban a lastimar esta sensibilidad que habían creado alrededor de sus propias mentiras. Habían creado la leyenda de que lo que hubo en 2018 fue un golpe de Estado y que lo que hicieron fue reprimirlo y castigar a los culpables. Esa es la tesis oficial, y todo lo que está en la novela la contradice. Y por otro lado, la exposición de que el poder de Nicaragua es muy sui generis porque está basado en elementos mágicos y esotéricos: eso llama la atención al lector de una novela y a mí como novelista. Eso fue otro punto muy sensible, eso de que hay un trasfondo de brujería, magos, adivinos, detrás de las decisiones de Estado.
¿En algún momento se ha arrepentido de alguna de las líneas que ha escrito?
Creo que no porque en la novela tenía que poner lo que a mí me parecía singular desde el punto de vista de una novela. Yo no estaba introduciendo en la novela hechos para molestar o zaherir al poder, sino porque me parecían dignos por extraordinarios y porque al lector le iban a parecer singulares. No creo que los libros sirvan como propósito político.
Tongolele no sabía bailar es una novela, una ficción. No es un ensayo o un reportaje de denuncia. Eso convierte en más sorprendente todo lo que está sucediendo.
En Nicaragua se ha escrito mucho sobre los acontecimientos de abril de 2018, empezando por los más de 420 casos de víctimas de la represión documentados por los organismos de derechos humanos con fechas, circunstancias, dictámenes médicos, etcétera. Pero al final ese cúmulo de casos se convierte en una estadística, no te dice nada.
Al principio pensé que debería escribir crónicas de los casos más singulares, como la muerte del un monaguillo asesinado en la calle o de un niño que se arrodilló a pedir perdón al que lo iba a matar y había sido su instructor de fútbol, del incendio en la fábrica de colchones, del ataque a la iglesia de la Isla Misericordia… pero me di cuenta de que no era el cronista original de esos hechos, no eran testimonios que me hubieran dado a mí, sino que estaba reconstruyendo crónicas que ya estaban escritas. Para un cronista los refritos no existen, pero para una novela sí, en una novela cabe todo: lo que tú oyes, lo que tú ves escrito, y siempre que funcionen en su contexto.
El otro decía que volver a Nicaragua significaría la muerte para usted. No hay situación más terrible en la relación de un ciudadano con su país.
El exilio siempre ha sido terrible, para cualquier ciudadano. La palabra desarraigo pesa muchísimo porque el país es más que un relieve geográfico, es todo lo que uno vive. La memoria de un novelista comienza a hacerse en la infancia. Cuando ves que te alejas de todo eso y que además tu edad te acerca a un horizonte que a lo mejor sabes que ya no podrás volver nunca, entonces es más dramático.
Tengo miedo de que Ortega acabe provocando una guerra civil y Nicaragua se vuelva a ensangrentar como en 1979
María Zambrano dijo que "el exiliado es el devorado por la historia". Y este es su segundo exilio.
Pero antes tenía la voluntad de volver. Estaba dentro de la acción política, participando en una gran empresa para derrocar a Somoza, una conspiración armada. Somoza me acusó de una serie de delitos muy parecidos a estos: asociación ilícita para delinquir, terrorismo… pero yo regresé para desafiar a Somoza y no se atrevió a echarme a la cárcel. Ahora estoy seguro de que sí me meten en la cárcel. Antes tenía treinta años y ahora no.
La comunidad cultural española e internacional ha salido en tromba a mostrarle su apoyo. ¿Todas estas muestras de ánimo reconfortan más que un premio?
Sí, me he sentido muy arropado, abrumado de tantos apoyos. Los amigos obviamente firman esas listas, pero también gente que admiro y a la que no conozco: cineastas, músicos, artistas… Recibir apoyo de una asociación de escritores que esté en Chile o en Paraguay, en un momento de pesadumbre, se convierte en un aliciente.
¿Nicaragua es un caso excepcional o un ejemplo más de la deriva populista y extremista de los gobernantes mundiales?
Por las consecuencias se pudiera parecer a lo que está pasando en Venezuela, aunque las distancias son enormes. En Venezuela, Maduro es un heredero de Chávez y ha podido sostener el poder que heredó contra lo que cualquiera pensara, ni siquiera venía de las filas militares. Ortega es otro caso porque es un dirigente guerrillero que se fue transformando en un tirano a lo largo de muchos años. Desde el triunfo de la Revolución [sandinista] de 1979 hasta el día de hoy han mediado más de cuarenta años. Es una vida muy larga dedicada a concentrar poder y a hacerse el poder.
Esto se convierte en un vicio personal, una ambición desmedida y te muestra cómo los mecanismos del poder funcionan de esta manera: vas acumulando y acumulando poder y siempre te parece insuficiente porque siempre te sientes inseguro. No hay límite de ningún tipo. Te parece peligroso desde un candidato presidencial al que hay que meter en la cárcel hasta una novela que hay que detener en la aduana y si se puede echar preso al novelista. Eso es una gran inseguridad.
¿Cuál es su gran miedo ahora mismo?
Miedo no puedo decir, incertidumbre. Tengo que buscar un nuevo acomodo en mi vida. Dichosamente mi acomodo no significa dónde voy a dar la lucha política, porque no estoy ahí metido. Mi lucha política es la palabra, voy a seguir hablando todo lo que pueda. Pero mi trabajo esencial es el de novelista, y para mí el exilio es cambiar de lugar mi ordenador y cambiar una mesa firme sobre la que asentarlo. Un escritor puede escribir en cualquier parte. Lo más grave es cuando a un escritor le quitan la lengua. Tengo la suerte de que hablo un idioma que se habla en muchísimos lugares fuera de Nicaragua, es un universo inmenso. No le tengo miedo al silencio.
Mi lucha política es la palabra; no le tengo miedo al silencio
¿Y a cómo pueda acabar la situación en su país?
A eso sí le tengo miedo, a que Ortega acabe provocando una guerra civil y Nicaragua se vuelva a ensangrentar como en 1979 y que otro caudillo triunfante tome el poder y se vuelva a perpetrar en el poder.
La historia es cíclica.
Es cíclica en la medida en que se da. Pero hay un momento en que ese ciclo tiene que romperse. Nicaragua tiene que tener una oportunidad democrática verdadera. La escogencia para los nicaragüenses de la calle es muy simple: dictadura o democracia. No es entre derecha e izquierda. En algún momento la gente va a ejercer su voto para poder decidir su futuro y organizar una democracia por muy imperfecta que sea.
¿Va en el carné de escritor la obligación de mostrar un posicionamiento político público?
Yo soy de la línea de escritores que además de escribir utilizan la palabra. Hay escritores que solo escriben, no se pronuncian, no les parece que sea parte de sus deberes, no están hablando de política o de problemas sociales. En el diálogo de esta semana con Vargas Llosa recordaba el ejemplo de Voltaire. Yo me siento muy volteriano en el sentido de que estaba pendiente de todos los sucesos públicos y se pronunciaba sobre ellos. Veinte tomos de cartas sobre asuntos públicos y por otra parte su obra literaria.
Me inscribo en la línea de Saramago, Vargas Llosa, Carlos Fuentes. A mí me parecería absurdo que yo que he vivido casi toda mi vida bajo dictaduras, desde Somoza a Ortega, no diga nada sobre mi país y me dedique a escribir novelas marcianas.