Hoy hay un niño que camina hacia la tumba: hoy hay hombres rotos por todas partes. El mundo entero es hoy un hombre roto, blanco, heterosexual; un hombre lacónico, alcoholizado, un hombre ya no tan joven, ya no tan divertido, ya no tan lúcido ni guapo como lo fue en los días de las fotos felices. El mundo entero es hoy un hombre que ha fracasado, que se siente solo porque está solo, un hombre en quiebra que tontea con el suicidio, un hombre que bebe para olvidarse a sí mismo, como hacía Mads Mikkelsen en la reciente Drunk de Thomas Vinterberg.
Un hombre que se engancha a los objetos de la casa para experimentar su virilidad perdida: ya lo avisó Spike Jonze en Her, donde el protagonista se colgaba de la voz de un sistema operativo de su ordenador -al estilo Siri, pero en sexy- porque su inadaptación le había mutilado la capacidad de generar afectos reales. La capacidad de enfrentarse a las mujeres de carne y hueso, complejísimas, incómodas, hirientes.
Todos esos hombres en descomposición son también el hombre que protagoniza la nueva novela de Fernando Aramburu (Los vencejos, Tusquets), sólo que en esta historia el protagonista se aferra a una muñeca erótica, única amiga en verdad, única novia, única excusa silente para matar los días.
Aquí una disertación de setecientas páginas sobre la crisis macha, al estilo sórdido de Houellebecq -aunque dice Fernando que no ha leído “mucho a este señor”-, pero sin perder la ternura. Sin perder del todo la esperanza. Nuestro maltrecho héroe, Toni, un profesor de filosofía que anda rabioso con el mundo y que no sabe qué lugar ocupa en el planeta “tras la época post-patriarcal”, como puntualiza el autor, va a suicidarse. Lo hará dentro de un año, mientras destripa para sí mismo en una suerte de diario sus razones para mandar al carajo la vida aquí en la tierra.
El maldito hijo, la maldita exmujer que se refiere a él como “pobre hombre”. El loco amigo Patachula. El padre que le obligó de niño a comerse un higadillo a pesar de sus náuseas: lo hizo bajándose la cremallera del pantalón y enseñándole el pene, gritándole que si quería tenerlo alguna vez así de grande, tenía que tragar con aquella víscera. La madre de la que recuerda el beso nocturno. Águeda, una novia que no ha dejado de quererle. Esta es una novela de intimidades, de descreimentos, de hundimientos, de remontadas. Una novela arriesgada, desagradable, descorazonada como sus escenas de sexo.
Le hago a Aramburu, sentados en el hotel de Alcalá 66, la propia pregunta que destilan sus páginas: ¿qué sentido tiene la vida del hombre moderno tras la revolución feminista, ahora que ya no desempeña el papel del padre proveedor, del macho protector? “Puedo hablar por mí. Si el varón de 55 años, o de otra edad, tiene un talante democrático, debe aceptar que el feminismo es un paso adelante de la civilización humana. Debe aceptar que es deseable que lleguemos a sociedades donde no se discrimine a nadie, donde los ciudadanos tengan igualdad de oportunidades y puedan desarrollarse según su esfuerzo y talento. Me alineo en el feminismo como reclamación legítima en democracia”, expresa.
“Si el hombre no acepta esto, tiene malas cartas en el mundo actual. Bueno, ese es su problema. Pero si el varón cede, incluso convencido, parte del poder que le ha correspondido durante milenios, entra en una nueva situación de la que la literatura debería ocuparse: es una vivencia personal interesante que está esperando ser narrada o descrita, aunque aún es inconclusa. Yo no vengo a este libro a quejarme de nada ni a reivindicar nada: extraigo de la sociedad un individuo, un miembro de la especie, y lo abro”, cuenta Aramburu. “Este hombre tiene un pasado, tiene dudas, tiene temores, tiene inseguridades, pero también tiene aspectos positivos. Aprovecho su confesión descarnada -porque piensa que nadie le va a leer cuando escribe- para derramar su sinceridad sin freno”. Es también la sinceridad esa, la cierta ligereza, del que sabe que va a morir.
¿Qué relación tiene Fernando Aramburu con la muerte?
Mi relación con la muerte es de estoico. Soy un hombre que acepta su destino perecedero y que agradece a los bienes culturales, particularmente a la literatura, haber entendido lo que es el buen morir, que decían los sabios. Morir con resignación, con dignidad, sin alardes histéricos, ¿de acuerdo? Yo no estoy abrazado a esperanzas póstumas. Estoy agradecido a la vida y me da pena abandonarla, o que ella me abandone a mí, pero es lo que hay…
No teme usted particularmente a la muerte, no le obsesiona.
No, temo al dolor, pero no temo a lo que se llama no estar, no ser. A desaparecer no lo temo. Pero el dolor mortal y el no mortal, cualquier tipo de dolor, me parece francamente un invento poco útil en la existencia. Me gusta sobrevivir, digamos. No soy un romántico de estos envueltos en tinieblas que quiera prolongar su conciencia o prolongarse a sí mismo en forma espiritual en un ámbito sobre el que no hay pruebas fehacientes y que considero una invención del miedo humano.
Ya que en la novela teoriza sobre maneras de morir, de morir voluntariamente, digamos, quería saber si usted ha elegido la forma en la que le gustaría irse de aquí.
Al atardecer. A ser posible tranquilo y mirando al mar, conciliando el sueño.
Eso es hermoso.
Sí. Efectivamente, no estaría mal tener una sensación de belleza al morir, y no digamos ya que el último acto de mi vida fuera una sonrisa… ¡me moriría aplaudiéndome!
Aramburu no sabe por qué la gente se suicida: tampoco le parece, matiza, que un novelista tenga que ocupar el lugar de la ciencia. Pero sí le escama, como a la periodista, que en un mundo donde tenemos cierta placidez material -techo y comida, al menos más que nuestros abuelos-, el índice de suicidios haya aumentado tanto. Por qué nos matamos, le pregunto, por qué estamos tan tristes. De dónde esta angustia moderna.
“Hay una intervención de la inteligencia, del cerebro humano. Algo ocurre en el cerebro que induce a una persona a no querer vivir más. Son cosas reconocibles: el miedo, el dolor, la sensación de tener la vida indigna, la sensación de no poder escapar de algún sitio. No todas esas razones conducen a un suicidio repentino o motivado por un impulso ciego. Quiero decir: creo que el hombre puede racionalizar su suicidio. Al protagonista de mi novela le sucede”, indica.
Morir no es como ir esta tarde al teatro o al cine, subraya. No le parece a él que el suicidio sea un deporte o un pasatiempo: es un “se acabó la fiesta”. Le incomoda teorizar sobre ello. “Yo no tengo la tentación, de momento. Sólo pensarlo es desagradable. Por eso vemos películas y leemos libros, para poner el ojo en las desgracias ajenas y dejar de fabular sobre nuestras vidas y nuestras muertes. No lo soportamos”.
Quiere dejar claro el autor que no hay que frivolizar con la muñeca hinchable de su historia. “No es hinchable, además. No se hincha. Es una muñeca erótica”. Qué avanzados estamos ya, le comento. Ya ni se hinchan. “Eso es. Es importante que el lector vea más allá y sepa que la muñeca aquí no cumple ninguna función cómica. Es un personaje más con el que Toni conversa y remarca su soledad. No es un objeto solo para desfogarse sexualmente. De hecho, en la documentación a la que he tenido acceso, se da con frecuencia el caso de la persona que tiene una o varias muñecas en casa porque no puede soportar la soledad. Son más bien compañías terapéuticas”, esboza.
“Pudiera ser que el personaje encontrase en ese objeto, todavía, la posibilidad de experimentar la virilidad tal y como se postulaba antiguamente. Hoy día se le llama machismo, pero creo que el machismo es una palabra demasiado vasta para describir lo minucioso, o pequeño. La relación con esa muñeca va más allá de puro juego. Proyecta en ella sus ilusiones, sus deseos”, relata Aramburu.
¿Qué puede darle ella que no le dan el resto de mujeres de su vida? ¿Es silencio lo que le da? ¿Mejor un ente mudo?
Si uno está solo, rellena su soledad con películas eróticas (si tienes una pulsión erótica fuerte, como tiene e personaje), pero en todo caso lo que busca en ella es compañía y la ilusión de estar viviendo armónicamente con una mujer que no le lleva la contraria, que no viene con exigencias, que no le critica continuamente… es un juego asociado a su insatisfacción.
¿El sueño último es la mujer sumisa?
No lo creo, aunque es legítimo que el lector, o en este caso, sobre todo la lectora, llegue a esa conclusión. También me preocupa el hecho de que una mujer se proyecte en esa muñeca, ¿no? Me da que pensar. Parece una mujer, pero no lo es, es solo una muñeca como podría ser un artefacto sonoro. Hay quien ya se conforma con oír una voz. Quizás esa muñeca pueda servir también para otra mujer que tenga pulsiones lésbicas. No sé. El caso es que las novelas que nos permiten adentrarse en la intimidad del personaje de forma exhaustiva, nos dan la oportunidad de matizar las opiniones que tenemos. Yo tenía una idea un poco banal de estas muñecas hasta que empecé a informarme.
¿Qué descubrió que le enterneciera?
Por ejempo, en China abundan, pero por una razón social, y es que estuvo prohibido durante muchos años tener más de un hijo y las familias, tristemente, favorecieron a los varones. Así que los niños llegaban a la edad adulta y se encontraban con que por cada mujer había cinco o seis varones. ¿Qué hacemos? Pues muchos recurrieron a ese recurso, no por machismo, sino por desesperación.
Es curiosa su novela. No creo que nadie pueda masturbarse leyéndola, a pesar de que tenga tantas escenas de sexo. Es un sexo un poco escalofriante, como en Shame.
Bueno, hay bastantes episodios sexuales pero sirven para conformar psicológicamente al personaje, y tampoco se oculta que desde la perspectiva varonil realmente hay un juego muy sucio. Lo que no hay es apología de la prostitución, ni…
¿Es una decisión buscada por el autor, hablar de sexo sin que sea masturbatorio?
(Se trastorna). ¡No, no…! No he escrito páginas destinadas a subir la fiebre de posible lector (se parte). No era la idea. Pero el sexo es un componente muy importante de la vida de muchas personas y eso no se puede obviar. Luego está ese sexo urbano de la gran ciudad, de gentes que se conocen en un lugar determinado y saben de antemano que no van a desarrollar una convivencia duradera… y surge ahí lo animal, en medio de un mundo legalizado y racional, ¿no? A mí todo esto me parece muy productivo. Me permite trazar un dibujo de nuestra época.
¿Por qué acude su protagonista a una prostituta: es porque se va a morir y quiere ya ensuciarlo y deshonrarlo todo, incluso a sí mismo?
Acude para pagar una ilusión.
Como muchos, digo yo. La ilusión de que una mujer les desee.
Seguro, pero yo hablo del mío, de Toni. Él se da cuenta de que está haciendo algo moralmente dudoso, vamos a decir, algo que no está bien, pero no puede dejar de hacerlo porque el cuerpo se lo está pidiendo. ¿Paga él por un orgasmo rápido, sucio y barato? ¿O paga por cumplir durante 10-15 minutos una ilusión de virilidad, algo que en su vida matrimonial no ha podido cumplir…? Yo dejo la pregunta en el aire. Además, no solamente eso, sino que él está dentro de un sistema en el que existe la prostitución, no la funda.
No estoy diciéndole yo tampoco que su Toni sea el causante de todos los males del mundo.
No lo es, él se incorpora a esos males. Es consciente de que la mujer a la que él paga un servicio sexual está ahí probablemente obligada, o por una situación personal muy difícil, ¡pero le da igual! No llega a la humanidad de esa mujer. Eso es tremendo y yo creo que merece la pena ser descrito sin que el autor intervenga juzgando.
¿Es usted abolicionista o regulacionista de la prostitución?
Yo resido en Alemania, donde se ha legalizado la prostitución, y eso supone reconocerla como oficio y darle garantías a la mujer… que tiene que tributar, eso sí. Quizá me equivoque, no domino bien este asunto, pero quizá un término medio pudiera ser una solución temporal. No creo que la prohibición de la prostitución sirva de nada. Puede traer castigo, sí, pero no el final de la prostitución. Yo conozco al varón y sé que tiene una pulsión sexual que no puede controlar ni postergar. Es imposible que un hombre deje de eyacular dentro de una mujer porque lo diga una ley. Es imposible. No me lo puedo imaginar. Por otra parte, claro que tenemos que impedir la explotación, la injusticia hay que impedirla a toda costa, pero si una señora considera que puede tener una fuente de ingresos alquilando su cuerpo en condiciones laborales que están bajo la custodia de la ley, allá cada cual con su decisión.
Hemos hablado de muerte y de sexo, ¿qué hay del amor?
Espero que no lo prohiban.
¿Cree usted que eso será lo siguiente?
Cualquiera sabe, ¿no?
De hecho, ya se trata de derribar el llamado amor romántico.
No voy a teorizar sobre el amor, sólo voy a decir que lo he conocido y me parece lo más bello de la existencia, entendiendo el amor por amor práctico, no el amor teórico, del que no entiendo mucho.
¿Es el amor lo que puede salvar a Toni y al resto de hombres rotos, descacharrados?
No creo que tengamos salvación.
No se ponga tan cenizo.
(Ríe). No, es que yo he conocido el amor, el amor de veras, pero cuando lo recibía o lo profesaba no tenía la sensación de estar salvándome, más bien tenía la sensación de estar reafirmando la vida. No tengo nada que objetar al amor (ríe).
¿Sabe a qué frase me recuerda usted? A una de Flaubert que decía “sea metódico y ordinario en su vida para ser violento y original en su obra”. ¿Se siente identificado?
Pues sí (silencio). Hay mucho de eso. Yo le doy a los demás el fruto de un trabajo disciplinado, monótono, diario… la vida de un escritor, si es un poco prolífico, es bastante gris. Contamos hechos ajenos, llamativos o relevantes en nuestros libros que no se corresponden con nuestra propia vida.
Y se ríe, casi de sí mismo.
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