Eric Jiménez es un hombre inagotable, un batera militante, un tipo fresco y culto y deslenguado que a estas alturas del partido no necesita epatar pero lo consigue sólo existiendo: el granaíno de médula dejó a todo el mundo boquiabierto con su primer libro de anécdotas y dolores y memorias, Cuatro millones de golpes (Plaza&Janés), pero aquello, como todo en él, era una aproximación a su vida salvaje y lúbrica, desacralizada y divertida, escéptica, amable, volcánica y auténtica.
Sus baquetas le han dado garbo a Lagartija Nick -con quienes grabó junto a Enrique Morente el legendario disco Omega- o a Los Planetas, que le guiñaron en Un buen día: “He estado con Eric hasta las seis y nos hemos metido cuatro millones de rayas...”. Dice que tenía que haber muerto antes de los treinta, que todo en su vida estaba organizado para que así ocurriese: una infancia traumática, un coqueteo con La Falange, los besos envenenados del punk en su imaginario adolescente, una boda acelerada a los dieciséis, las-dichosas-rayitas… y el pánico, el pánico de verdad a no ser amado.
El músico escribe porque tiene memoria: escribe porque no puede quitarse de la cabeza el día que su padre le apuntó con una pistola la cabeza, con seis años. Escribe porque con 16 se inyectó heroína y fue a enseñarle los brazos a sus colegas mayores al grito de: "¡Mira, mira! ¡Me he picao!". Después vomitó. Escribe porque estuvo a punto de morir y sentía que Dios se había olvidado de él, o eso, o que no existía. Escribe, como él dice, porque lo ha pasado de puta madre, pero también las ha pasado putas. Al final no lo salvó la música, para que ustedes vean: lo salvó su hija. Y en este segundo libro, Viaje al centro de mi cerebro (Plaza&Janés), con prólogo de Edu Madina, vuelve a constatar que su existencia podía haberla dirigido Almodóvar.
“Se me habían quedado muchas cosas en el tintero”, cuenta a este periódico. “Empecé a escribirlas y luego con la pandemia me llegaron también partes muy reflexivas. A la hora de escribir me pongo unos límites: procuro no meter a terceras personas, o si las meto, dejar claro que lo que cuento es desde mi punto de vista y que sobre todo, estoy hablando de mí”. Hay que dejarse ser, hay que soltar sin darle muchas vueltas. Saltar y ya. Es como tener niños, dice. Si lo piensas, no los tienes.
“Me acuerdo de algo y lo cuento, ya está. Hay cosas con las que no estoy de acuerdo ni conmigo mismo, pero confío en lo que escribí de primeras. Va de ese momento exacto. Como por ejemplo, cuando contaba que me emocioné con los aplausos en la pandemia: al poco me di cuenta de que era una hipocresía, un asco, algo patético. Me acojona mucho más leer mis vivencias en mi libro que haberlas vivido. Cuando me han pasado cosas peligrosas no he sido consciente en el momento, pero al verlas escritas he dicho: joder, qué surrealista, no me jodas, ¿esto lo he vivido yo?”, esboza.
Enemigos vamos a tener siempre, le cuento. “Pues sí, yo me meto con todo el mundo, pero antes de todo me meto conmigo. A mí me gusta reírme de mí, de mi profesión y de las demás profesiones, pero es que ésta da mucho juego, porque todo esto del ‘artisteo’ es tan guay…”, ironiza. “Me gusta sacarle su punto de Mortadelo y Filemón. Me meto con estas profesiones porque las amo y las adoro y en el fondo son oficios muy valientes: mánager, músico, prensa, todo. Son románticas y te tienen que gustar mucho para dejarte la vida ahí”.
La música y la droga
Cuenta Eric que “hay una puerta de atrás en estos oficios que es muy divertida y que no ve la gente”: “¡Somos todos unos torpes! Tú te metes en el rodaje de cualquier producción o de cualquier película y te sientas cinco horas a mirar y dices ‘es imposible que esto vaya a salir adelante’. Uno que se ha perdido en el aeropuerto, otro que se ha ido a pillar caballo, la chica de producción enfadada… somos unos torpes maravillosos y nadie entiende por qué nos salen las cosas derechas”, sonríe.
¿Qué le debe la música a la droga, Eric? “Todo. ¡Todo! Cualquier música que hayamos presenciado en directo desde la época de Jesucristo se ha recibido en sitios con mucha comida, con mucha bebida, con sustancias… ¡fumando pipas! Muchas veces hemos disfrutado de sustancias que estaban a nuestro alcance y otras veces las sustancias las producía nuestro propio cuerpo”, sostiene. “Hasta los violinistas toman Sumial para que no les tiemble el pulso. Esto está muy unido también a la música primitiva: no hay tribu que no tenga su chamán. Se ponen hasta el puto culo y buscan el trance. Mira las misas con el vino. Qué más da pan y vino que ácido lisérgico”, lanza.
En el libro cuenta que el grupo que en un festival consigue manejar los efectos de todas las sustancias es el grupo que realmente triunfa. “Si un chaval va de droga tranquila y le meten a Green Day le van a cortar el rollo absolutamente, y al contrario. Un grupo tiene que encontrar el repertorio que haga llegar a la paz o haga volar al de la pastilla o haga bailar al que ha tomado cocaína. Un repertorio acorde a las sustancias: el repertorio ganador”. Cree que el grupo que mejor ha elaborado sus repertorios pensando en las drogas que toma -y toman los demás- han sido los Chemicals Brothers. “Te llevan del flipe a la esquizofrenia. Me encantaría ser su cobaya”.
¿Y qué hay de los Planetas? “Bueno, hemos tenido un repertorio muy dispar. Creo que el éxito de los Planetas ha sido por las letras y las canciones de Jota. Muchas canciones compuestas también bajo el efecto de las drogas, claro. Yo, por ejemplo, no he utilizado la droga para tocar porque me pesan los brazos. La cosa es que la música es otro lenguaje, otra frecuencia. A todos nos pasa que hemos escuchado un disco un millón de veces y de repente un buen día empezamos a escuchar un ruidito que estaba ahí… joder, el puto guateque de Pete Seller”.
El talento y la tontería
Eric cree que el talento es algo que tienes pero no sabes que lo tienes. Piensa en todos los carniceros que habrá por ahí que hubieran podido ser Bob Dylan. “Una vez que te das cuenta de que tienes ese talento, hay que perfilarlo, porque si no te quedas como los niños chicos esos que cantan sevillanas en los programas de televisión”. Talento también será resistir a la gilipollez, le digo. “Ya ves. La gente que tiene talento y vende más de 5 o 10.000 copias tiene un halo de gilipollez que se apodera de ellos, ¡no andan, levitan, van a un palmo del suelo! Hay que tener mucho cuidado con eso. La gente sólo te dice lo guay que eres y no lo gilipollas que eres y pierdes un poco el norte. La gente en cuanto le dicen dos veces ‘qué guay eres’ y tiene dinero se vuelve gilipollas, es así”.
Dice que las mayores tonterías que se ha encontrado en la industria tienen que ver con caprichos obscenos y absurdos que le dan a los artistas. “Las peticiones estas de los camerinos: quiero la toalla rosa, el chófer vestido de negro… no sé si era Morrisey o Elton John quien se empeñó en que su chófer no podía torcer a la derecha. Tenía un concierto en Marbella y quería un coche blanco con tapicería negra para la ida pero para la vuelta, el coche negro con tapicería blanca… y bueno, el chófer tuvo que hacer una maniobra bestial, una espiral, irse a Cádiz para llegar a dos kilómetros del hotel. Una gilipollez. Es un estadio de enfermedad mental, aunque yo tengo la teoría de que también se hace para que se hable de ellos, para parecer unos divinos”.
“¿Tú te crees que estos que piden 15 gramos de heroína se la van a meter? Joder, si eres heroinómano llevas tu propia heroína. No sé. Estas cosas de: cinco porros, sesenta rayas, tres supositorios”, se parte. “Te crees una súperestrella, te vas con un colega de Hollywood y el vecino de al lado es más imbécil todavía que tú. Colecciona hámsters vestidos de sevillanas y claro, tú acabas coleccionando tortugas vestidas de pamplonicas. Luego te vas al camerino de un grupo que tiene fama de drogadicto y les ves comiéndose un apio y son los tíos más aburridos del mundo”, ríe.
La persona más divertida de la industria que ha conocido, cuenta, es Joaquín Reyes, y, en su día, Enrique Morente: “Empezaba a hablar contigo y no sabías si estaba en serio o en broma, pero tenía una manera de reírse de las cosas y de hacer que la desgracia se volviese chiste… dulce y salao’, una maravilla”.
El rey y el novio de la muerte
Hablemos del Rey de España, una de las últimas canciones de Los Planetas: un tema donde hacen un retrato muy crudo del monarca emérito, estilo Bertín Osborne, mujeriego… y además, decadente, mezclando whisky con pastillas. “El único rey en el que creo es en Melchor, que es el que más camellos tiene”, ríe. ¿Pero el nuestro tiene sangre azul? “Lo sabrá el que le ha puesto la vacuna, cómo tiene la sangre… yo no soy monárquico, está claro. En cuanto a la canción, Jota dice que estaba hablando de sí mismo. Cualquiera sabe”, dice.
¿Qué hay de tocar hoy El novio de la muerte: por qué sienta tan mal a la izquierda aunque sea una canción preciosa? “La izquierda demuestra que es igual que la derecha: juzga sin oír y sin pensar. Nos hemos apoderado de un himno igual que han hecho otros con muchos himnos y símbolos nuestros y la izquierda se pone que no veas. Bueno, pues sí: nos apoderamos de lo que nos sale de los cojones y nos da igual que intenten censurarnos”.
¿Es posible una revolución? “No, no lo creo, no es posible una revolución de ningún tipo, porque para que haya una revolución este país tiene que tocar mucho más fondo de lo que ha tocado. La gente se queja en internet y en los bares pero no sale a la calle a nada ni participa en ningún acto. Es una manera muy mediocre de demostrar el descontento”, relata.
“¿Y sabes por qué no va a haber una revolución? Porque en España aún se teme mucho al recuerdo de la Guerra Civil. Fue tan terrible e hizo tanto daño y hubo tanta muerte que la gente teme que vuelva a pasar algo parecido. La gente piensa en sus hijos y se cohíbe. Yo mismo me cohibo muchisimo. Prefiero cualquier estado de alarma y cualquier pandemia aunque me muera a una guerra civil donde sé que viene una patrulla a las nueve de la mañana a fusilar a mi hermano”, continúa. “Eso es tan espeluznante que nos hace ser menos revolucionarios. Es el miedo a una guerra civil lo que nos hace ser menos revolucionarios”.
Oye, y ¿por qué todo el mundo dice que Jota es tan malhumorado y tan suyo? La pregunta del millón: ¿a Eric le cae bien? “Jota es una persona que no se para mucho con las fotos ni con los autógrafos, porque si se tuviera que parar con todo el mundo, estaría todo el día liado. Igual por eso dicen eso. Pero a mí claro que me cae bien, es mi compañero. Me caen bien todos y tengo mis diferencias con todos, pero vamos, como en cualquier sitio. Lo fundamental es nuestro entendimiento sobre el escenario. Al cine te vas con quien quieras”.