En la mañana del 15 de marzo del año 44 a.C., Julio César, Dictador vitalicio y Pontífice Máximo de la República, fue asesinado por un grupo de sesenta conjurados cuando acudió a una reunión del Senado. A los pies de la estatua de Pompeyo, su enemigo en la reciente guerra civil, recibió veintitrés puñaladas, una sola de ellas mortal de necesidad, la segunda, en el pecho, según su médico, Antístenes.
Ese día se celebraban los idus de marzo. En el calendario juliano, que el propio César había instaurado, los idus tenían lugar los días 13 de cada mes, con excepción de los meses de marzo —luna llena—, precisamente, mayo, julio y octubre. Eran días de buenos pronósticos, ceremoniales religiosos y fiestas populares.
Los asesinos, considerados por sí mismos como libertadores, querían acabar con el creciente abuso de poder de César y con su presunta pretensión de convertirse en rey y finiquitar el régimen republicano. El magnicidio trajo otra guerra civil, supuso el ocaso de la República y propició la llegada del autocrático Imperio.
En la escena del crimen
Aquella mañana, Julio César (55 años) no se encontraba bien y había decidido no acudir al Senado. Tras una noche de tormenta y pesadillas, Calpurnia, su tercera esposa, había logrado persuadirlo. Los augures no habían encontrado el corazón en los animales sacrificados para evaluar el futuro. Pero los conjurados enviaron a la casa de César a un emisario, Décimo Bruto, que lo convenció de la importancia del cónclave senatorial y del pésimo efecto que causaría su ausencia. Se puso en camino.
Un fiel partidario, el maestro Artemidoro, le hizo llegar un pergamino que contenía los nombres de los juramentados, pero César no llegó a leerlo. "Cuídate de los idus de marzo", le había advertido un adivino. A punto de llegar a la Curia de Pompeyo, César se topó con ese hombre y, ufano, le dijo: "Han llegado los idus de marzo y no ha pasado nada". El adivino le respondió: "Han llegado, sí, pero no han terminado".
Al entrar en la Curia, los conjurados se las ingeniaron, por si acaso, para distraer a su amigo Marco Antonio y mantenerlo alejado de César, que tomó asiento. Rápidamente, fue rodeado por un numeroso grupo que parecía recibirlo con pleitesía y querer formularle peticiones. Tilio Cimbro tiró entonces de su toga por los hombros, lo que sorprendió a César por la falta de respeto que ese gesto entrañaba. Era la señal.
Casca lo apuñaló en el cuello. "Malvado Casca, ¿qué haces?", le espetó César conteniendo su segunda cuchillada. Pero ya las espadas de todos cuantos le rodeaban —Casio Longino, Quinto Ligario y tantos otros— se abatieron sobre su cuerpo. Así lo contó Plutarco (Vidas paralelas), quien precisó que Marco Bruto le asestó un tajo en la ingle.
Julio César, superado por la lluvia de espadazos y sin escapatoria, se resistió al principio, pero luego nada pudo hacer. Se entregó. Según Plutarco, se cubrió la cabeza con su toga al ver cómo Marco Bruto se sumaba a los golpes. Suetonio contó (Vidas de los Césares) que César no pronunció palabra alguna, salvo en el primer instante, mientras recibía las veintitrés puñaladas, pero el historiador anotó que, "ciertos autores han sostenido que, cuando Marco Bruto se le arrojó encima, exclamó en griego: '¡Tú también, hijo mío!'".
Después, César cayó tendido en el suelo. Muerto. Unos esclavos trasladaron el cadáver a su casa en una litera. Por uno de los lados, colgaba un brazo.
"¡La ambición ha pagado su deuda!", hace gritar William Shakespeare a Bruto, tras el asesinato, en Julio César (1599). Fue Shakespeare quien, al recrear en su tragedia (¡Et tu, Brute!) la frase recogida por Suetonio, dio pábulo durante mucho tiempo al persistente rumor de que Marco Bruto era hijo natural de César, habido de sus amores adulterinos —bien ciertos, durante casi veinte años— con Servilia, su madre. Pero tal cosa es falsa, pues Marco Bruto tenía ya unos trece años cuando Servilia y Julio César iniciaron sus duraderos amoríos.
La mejor novela histórica
Las fechas le importaron muy poco al escritor norteamericano Thornton Wilder (1897-1975), autor de Los idus de marzo (1948), que podemos leer en Edhasa, la mejor novela sobre el asesinato de Julio César y, a mi juicio, una de las mejores novelas históricas jamás escritas.
Con gran desparpajo y libertad, Wilder avisa en su introducción que ha mezclado fechas a su antojo, que varios personajes de su novela ya estaban muertos —Clodio, Catulo, Catón el Joven…— en el año 44 a.C., que muchos de los documentos que utiliza son inventados, aunque, eso sí, inspirados en hechos o textos reales de la época o, atención, del presente. Dice que las cartas de los conspiradores se inspiran en las que circularon por Italia contra Benito Mussolini.
Así las cosas, Los idus de marzo, es, sin embargo, una formidable puesta en escena de la época postrera de la República romana y de la figura de Julio César y, con ello, una apasionante novela de intriga y, sobre todo, de ideas, ya que el amor, la religión, el destino, la política, la poesía o la relación entre lo privado y lo público son algunas de las muchas cuestiones de enjundia tratadas en el texto.
Los idus de marzo se compone de cuatro libros. Cada uno empieza antes y termina después del anterior. El primero arranca en septiembre del año 45 a.C. y el cuarto termina el día del asesinato de Julio César, contado literalmente según lo narró Suetonio. Con los poemas de Catulo, ese texto es el único documento real de una narración que agrupa cartas, diarios, informes y misivas o mensajes privados. Todo ello conforma un extraordinario puzle que se sigue sin chistar, con interés creciente y con un gran placer ante la belleza, la precisión, la economía y la potencia intelectual de la prosa de Wilder.
Junto a César, Calpurnia, Servilia, Marco Bruto y los mencionados Catulo y Clodia -¡qué amores, los suyos!-, Cicerón, Cleopatra —que estaba en Roma el día del asesinato— o Marco Antonio son algunos de los rutilantes personajes reales que, junto a otros inventados, conforman el deslumbrante elenco de la trama. Y qué trama, una joya de la relojería, cuajada de perlas en forma de situaciones, pasiones e ideas.
No se pierdan Los idus de marzo, una novela magistral como pocas.
Borges, para terminar
Y sin salirnos de la literatura, esta vez, habrá que recordar también algunas novelas de gusto muy actual que, con ambición de best-seller de calidad apto para todos los públicos, han recogido recientemente la compleja figura de Julio César y las circunstancias de su asesinato.
Me resulta fastidioso, a qué negarlo, que el italiano Valerio Massimo Manfredi tomara prestado el título a Wilder para Los idus de marzo (2008, Grijalbo), su muy pormenorizada novela sobre los ocho días anteriores al asesinato. La desaparecida escritora australiana Colleen McCullough (El pájaro espino), que gozó de mejor suerte entre la crítica, publicó entre 1990 y 2007, Señores de Roma, una serie de siete novelas entre las que al menos tres (Las mujeres de César, César y El caballo de César) se centran en el Dictador. Recordemos que el de Dictador era, en la antigua Roma, un cargo, una magistratura para la que se nombraba, con el consentimiento del Senado, a una persona por un tiempo limitado y con una misión muy concreta.
Si en películas como Julio César (Joseph L. Mankiewicz, 1953) hemos podido ver la escena del asesinato, los pintores también se han ocupado reiteradamente del histórico momento. Me gusta especialmente el gran óleo La muerte de César (1867), en el que el academicista francés Jean-León Gerôme plasmó los instantes posteriores al apuñalamiento. César yace muerto casi en penumbra y en primer término, a la izquierda, junto a su silla caída, y el grupo de los conspiradores, enardecido, espadas en alto, recibe toda la luz y se dirige de espaldas hacia el fondo, hacia la puerta de la calle. ¿Es Marco Bruto, con barba, quien se vuelve y parece "mirar a cámara"?. Y es que la imagen, con movimiento y profundidad de campo, es muy cinematográfica.
¿Y si escuchamos un tango de Astor Piazzolla —celebramos su centenario— y terminamos con su amigo/enemigo Jorge Luis Borges? En su poliédrico libro El hacedor (1960), el escritor argentino incluye una pequeña historia que tituló La trama.
En ella recuerda, dicho sea de paso, que Francisco de Quevedo escribió —no lo dice así— una biografía de Marco Bruto y evoca el asesinato de Julio César —"impacientes puñales"— y su postrera exclamación: "¡Tú también, hijo mío!". Y luego cuenta (la cita es textual) lo siguiente:
"Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che!".
Y finaliza Borges: "Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena".