David y Jose Muñoz no quisieron que esta biografía publicada por Espasa y escrita por Jordi Bianciotto se llamase “Estopa, veinte años partiendo la pana”, porque les incomoda el lenguaje y el traje del éxito, y porque detestan el ego, la gloria y la fama, porque rechazan que se les ponga como ejemplo del ascensor social, una figura que ven más ilusoria que otra cosa: “Es más fácil que te toque la lotería que beneficiarte de ese ascensor”, dice David, crítico con la fábula de la meritocracia.
Así que, llanamente, esta obra se ha bautizado como El libro de Estopa, y es la foto honesta de dos chavales que, a lo largo de dos décadas, han vendido millones de discos y de entradas sin fliparse ni un poco, sin padrinos ni conexiones privilegiadas, ni siquiera con un gran manager que les facilitase el camino en sus inicios. Sin cambiar de zona, ni de novias, ni de amigos. Estos hermanos -carismatiquísimos, sencillos, llenos de sentido del humor y tocados con la gracia inexplicable del arte- hablan siempre como si estuviesen sentados en la terraza del Café Berlín, de Esplugues, entre sus cañas, sus pinchos y sus bravas favoritas.
“Hacer un Estopa”, es, para ellos, coincidir en lo que quieren comer, lo que sucede muy a menudo. ¿Unos libritos de lomo, un arroz a la cubana? Son “culo veo, culo quiero”, pero es algo más profundo que eso: su complicidad es biológica y es poética. Uno arranca una frase, el otro la termina o la reboza con una coña. Se refieren al otro como “mi hermano”.
Han tejido con amor y lealtad un ejército de dos hombres insobornables frente al monstruo cíclope de las multinacionales, del wannabismo, del instagrameo y de la vanidad. Su lenguaje es aquel en el que nos entendemos, al que se rinden todos los diccionarios: al de la calle. “Mi gente dice cosas formidables / que hacen temblar a la gramática”, como escribía Blas de Otero.
Estructura de sus memorias
Estas páginas arrancan en sus orígenes, en el imaginario sentimental de Cornellá, en su familia y sus raíces extremeñas, en sus primeros coqueteos con la música que desembocaron en esa maqueta decisiva que hoy se escucha con más ahínco que nunca. El segundo tramo aborda su salto a la industria y repasa todos sus álbumes, y el tercer bloque del libro se centra en sus filias y sus fobias, sus costumbres y su naturaleza intocable, la de dos gamberros con talento, chavales con memoria de dónde vienen y que bebían -y siguen bebiendo- de referentes auténticos, populares, líricos, callejeros, diáfanos y desgarrados: Los Chichos, Los Chunguitos o Los Amaya.
Los Estopa mamaron de esa sabiduría que sudan las tascas, de esa verdad que se cuece en las barras, de esas historias sencillas y humanas, sin artificios, que dibujan en tres trazos el mundo del joven que mastica rutina en un barrio obrero. Porros, litronas y parques. Desazón. Amores bien sórdidos. Amigos arrastraos por la mala vida. Sentirse un despojo y remontar un poquito, pero sin jolgorios. Hay una humildad terrible en todas sus letras y también un deseo de escapar, un ansia de libertad que nunca se contenta con nada. El sistema aprieta las tuercas. El margen de maniobra es irrisorio.
“No creo que hayamos sido ni apologetas ni moralistas con estas cosas. Hemos retratado una sociedad: ahí hay uno que planta marihuana, otro que es yonqui, otro que juega a las máquinas tragaperras”, cuenta David en el libro. “Esos perfiles nos han llamado la atención para escribir canciones, pero yo creo que la gente ha captado que, a veces, detrás de todo esto hay una inmensa broma. Partimos de la complicidad con quien nos escucha”.
Y enfrente, claro, la autoridad, o lo que ellos llamaban “la pasma”. El agente como la figura recta que coarta las aventuras del muchacho nervioso que necesita liarla. La policía como fenómeno represor. Porque el relato fluía por otro lado, por callejones más turbios y oscuros, sin porras ni placas cerca. Guiños a Camarón y al Lute. Cuentos de cárceles y coches derrapando. Poemitas de soledad y mono.
“Estaba yo en los semáforos vendiendo kleenex para pagarme un pico. Le di una patada a una piedra, sale un madero, me dice que me vaya y yo no le replico (…) Si es que ya no sé qué hacer, los maderos me persiguen por toda la ciudad, si no me dejan vender, tendré que robar. No tengo a dónde ir”. Era el retrato, sin paños calientes, de El yonki. Era la cara menos amable de esa España que “iba bien”, como aseguraba entonces el presidente Aznar.
Como ya hicieron sus antecesores flamencos Los Chichos y Los Chunguitos en el país de Felipe González, poniendo banda sonora al lumpen tierno y atroz que dibujó el cine de Eloy de la Iglesia, los Estopa colocaron el foco donde la sociedad prefería no mirar.
Su infancia (y sus raíces)
Ellos se criaron en ese Sant Ildefons que el libro define como “barrio obrero de pata negra”, y su mapa emocional siempre se desarrolló ahí, en “ese entorno de bloques construidos en los años sesenta, tiempos en los que la conurbación barcelonesa acogió a un enorme número de inmigrantes procedentes de otros lugares de España, muy en particular andaluces y extremeños”, como los padres de David y Jose.
Delimitan su infancia y su juventud como “un mundo en el que todo se hacía a pie”. De la casa a la escuela, de la escuela al parque, del parque al bar La Española, que regentó su familia hasta que en 2003 lo traspasaron a su tío Lolo. El garito aún se viste con fotos suyas en las paredes. Pasaron penurias. Condiciones muy precarias. Pablo y Paula, sus padres, se morían de alegría cada vez que veían un cartel por la calle donde ponía “se necesita personal en fábrica”.
Eran nativos de Zarza Capilla, un pueblo al que han llamado “el Gernika extremeño”, y que fue castigado cruentamente por las tropas franquistas lideradas por Queipo de Llano. El vínculo de los Muñoz con ese rincón dura hasta hoy: recuerdan sus viajes en verano hacia “el pasado”, viajes de doce horas en un Seat 131 Supermirafiori, con la abuela. Ahí aprendieron la pasión por la siesta. También ahí se engancharon a la tradición oral, a las canciones antiguas, a la poesía apretada de las cartas de sus ancestros. Todo eso encontró, más tarde, un lugar en sus propias letras.
Conciencia de clase
Los Estopa siempre han tenido conciencia de clase, desde sus inicios, aunque la izquierda -incomprensiblemente- nunca los haya reivindicado como icono. Nunca han sido Sabina, ni Serrat, ni amigos de la ceja, ni Almudena Grandes, ni Luis García Montero -toda aquella vieja guardia cultural "roja"-, ni tan siquiera Nacho Vegas con su PAH o Los Chikos del Maíz -como grupo moderno de ideología más radical-. Nunca han figurado en las listas de nadie. Nunca se han empleado sus canciones como protesta -aunque muchas de ellas, bien que patalean-.
Pero lo cierto es que ellos no sólo teorizaban: han demostrado. Como cuando bajaron el precio de sus entradas un 30% en un Starlite de 2014 para hacerlas asequibles para su fiel público; como cuando, en ese mismo concierto, lanzaron un “no queremos recortes en sanidad, no queremos recortes en educación, no queremos que nos recorten la vida”, y lo trufaron de un “¡y que viva Zapata!” que provocó que los políticos del PP que estaban en el palco de honor se levantaran y se fueran.
En Pastillas de freno daban una bofetada sin mano a la precariedad y la explotación laboral -hijas del capitalismo más feroz- y recordaban los años duros esos trabajando en Novel Lahnwerk, una fábrica filial de la SEAT, produciendo piezas para automóviles. "Muy pocos ceros en mi nómina ilegal, yo, como firmé un contrato, no puedo parar, parar...".
Si se terciaba, también hacían autocrítica, como cuando titularon su tercer disco ¿La calle es tuya?: contaron los hermanos que estaban grabando un videoclip en mitad de una acera y le pidieron a un chaval de diez años llamado Jordi, que orbitaba por ahí, que, por favor, se apartara del plano. El crío respondió con esa pregunta tan redonda que les dejó colgados, pensando: ni siquiera la calle era de ellos, a pesar de sus millones de discos vendidos, a pesar de su éxito por todo el país y por la larga y ancha Latinoamérica.
Su relación con Cataluña (y España)
Los Estopa eran esa Cataluña que amaba España pero también sabía reconocer sus grietas. Sus sinsabores. Sus políticas defectuosas. Sus dolores y sus vergüenzas. Lo dijo David en una entrevista en 2001: “La pedagogía del hecho catalán es una gran asignatura pendiente de la democracia”, y negó que hablar catalán fuera una ocurrencia de los catalanes para “parecer distintos”. “Cada cual habla el idioma que le sale”, apostilló, y remachó el clavo señalando que “la mejor propaganda de Cataluña la hacen los inmigrantes que en verano se reparten por España”.
En una ocasión, Pujol apareció en un camerino de TV3 donde estaban ellos y les fue a saludar, diciéndoles: “A vegades us utilitzo…” (a veces os utilizo), pero no les sentó mal, porque se refería a que les ponía como ejemplo de integración. “Nosotros lo que hacemos es hablar bien de Cataluña cuando vamos a otras partes de España, y hablar bien del resto de España cuando estamos en Cataluña”. A ratos les salen los pequeños anarquistas que llevan dentro: “Cuando no hay Gobierno, parece que va mejor la cosa, ¿no? Ahí lo dejo…”.
Paternidad, feminismo y "barrionismo"
Siguen viviendo cerca del barrio, ahora, un poco más al norte del Baix Llobregat. Les han propuesto mil veces que se instalen en Miami, les han dicho que les ponían un piso, que allí se expandirían, pero ellos no se imaginan residiendo en otro sitio. En su día también les invitaron a ser actores, a hacer películas, y, de nuevo, lo rechazaron. No han querido “participar de ninguna mitificación”. Lo que sí les ha cambiado la vida -ahí ambos están de acuerdo- es la paternidad. David se casó con Mari Paz en el año 2000 y tuvieron un hijo en 2007, que se llama como él. Jose y Paloma se “unieron formalmente” en 2010 y, dos años después, se convirtieron en padres de Pablo.
Les ha mutado la mirada sobre muchas cosas. “Estamos todos sujetos a una cultura, a unas normas, a unas tradiciones, a un patriarcado… del que no es tan fácil desvincularte. Pero llamar la atención sobre malas prácticas o comportamientos quizá sirva para algo a largo plazo, pensando en un sentido evolutivo de las cosas”, dice David. “Con el machismo puede pasar lo mismo que con todas las tradiciones y la educación que has recibido. Tú intentas no serlo, pero te has educado en una sociedad machista, y algo queda. Incluso siendo ateo, te quedan señas culturales que te han inculcado, desde expresiones como ‘ay, dios mío’, a mil detalles que pasan inadvertidos”, apunta Jose.
Ambos están de acuerdo en que no basta con enrocarte en el “no, yo soy así”, como si eso lo justificara todo. Siguen aprendiendo. Los Estopa siguen homenajeando a los curritos que levantan una España sin banderas, ni himnos, -ni hostias-; a una España superviviente y ruda -también romántica, en el fondo- que no tiene tiempo que perder con ningún nacionalismo, porque la vida es urgente y espera fuera, en las cosas que sí podemos tocar.
Hay un guiño final en el libro que les define perfectamente y les redondea como iconos de la clase obrera: ellos defienden el “barrismo”, es decir, “aquella ideología que resalta los lazos comunitarios de todos los barrios del mundo, ya sean de Barcelona, Madrid o Ciudad de México”. “¡El barrio-Estado! Algo muy punk, a lo mejor”, fantasean, siempre a la tercera cerveza. Nosotros también brindamos con ellos.