“Mis padres se conocieron en un barco que salió de la Argentina en el año 1959 para dirigirse a un encuentro de juventudes comunistas en Viena, y yo nací en Chile durante la Unidad Popular de Salvador Allende porque ellos habían ido a trabajar allí”, escribe el autor argentino Javier Argüello, afincado en Barcelona, en su nueva novela Ser rojo (Random House). “Toda mi infancia y adolescencia estuvo marcada por los traslados forzosos que tuvimos que llevar a cabo debido a los golpes militares ocurridos primero en Chile y luego en Argentina, los cuales determinaron en gran medida el destino de mi familia y el mío propio”.
Ahora Argüello ha decidido activar el ojo de la nuca: mirar hacia atrás, que es también mirar hacia adentro. Aquí un ejercicio de memoria personal, que es histórica. Ha entrevistado a sus padres -todas sus anécdotas ideológicas, su romance, sus sufrimientos, sus sueños revolucionarios fracasados- para tejer con conciencia los años fundamentales de su historia chilena, argentina y europea, lo que cobra sentido, especialmente, en este siglo de la desmemoria. “Yo nunca me había metido en temas de este tipo, suelo escribir ficción”, comenta el autor al teléfono.
“No sabía qué iba a buscar cuando entrevisté a mis padres, que están mayores… pero me era lindo hacerlo. Quería reconstruir su historia, que es la mía, y es una historia interesante que yo tenía olvidada o bloqueada. Es curioso el cerebro humano, ¿no?”, lanza. “Si me preguntas hace tres años por las dictaduras latinoamericanas te diría que estaban ahí y que no tenían que ver conmigo, pero ahora sé que sí tenían mucho que ver. No quería mirar mucho para allá”, reconoce.
Recuerdos desapasionados
Lo que más sorprendió a Argüello del discurso de sus padres fue “la distancia con la que miraban todo y la capacidad de separarse de los hechos”: “Mi padre tiene 88 años y está fantásticamente lúcido. Me llamó mucho la atención cómo podía reconstruir su vida sin pasiones, sin tomar partido por nada, con una capacidad de análisis muy humana”. La pregunta del hijo era: “Ey, ustedes la pasaron muy mal, vivieron experiencias muy traumáticas, vieron morir a muchos de sus amigos… ¿por qué están tan tranquilos, cómo es que no están rencorosos?”.
Dice que la respuesta de sus padres fue: “Porque nos dimos cuenta de que no se trataba de derechas ni de izquierdas, sino de privilegiar el bien común sobre el individual. Mientras eso no ocurra, no valdrá tampoco el socialismo. El problema está en el ser humano”. Sus progenitores son de esa generación desencantada, la generación de la fantasía rota, los que pelearon por un mundo mejor y vieron corromperse a los suyos.
También Javier se ha auscultado profundamente a sí mismo escribiendo este libro: “Me di cuenta de que para mí había valores sólidos que no eran muy negociables y que estaba dispuesto a muchas incomodidades por defenderlos, sin ser muy consciente de esto… mis padres, en un punto, arriesgaron bastante por salvar a gente que estaba complicada en el momento del golpe chileno,que fue el que vivimos más de cerca, y me parece que me transmitieron de una manera rara -de esa manera en la que transmiten cosas los padres a los hijos sin enseñanzas, sino con ejemplos o con cosas que no tienen palabras- que lo importante era hacer lo correcto”, explica.
Revolución interna
Argüello, más que en grandes cambios exteriores, cree en modificaciones hacia adentro. Es consciente de que vivimos en un sistema individualista y hedonista que prioriza el bienestar de uno mismo a corto plazo. “Nos hemos criado en eso y es difícil que cambien los modelos. En los setenta nos dijeron que para ser libre había que drogarse muchísimo, por ejemplo. Uno tiene modelos de los cuales es difícil separarse. Por eso creo que ya no sirven los viejos iconos, los revolucionarios que cogían un fusil y luchaban… eso es falta de imaginación. Hay que buscar formas nuevas de lucha”.
Pero, entonces, ¿qué es “ser rojo”, ese gen ideológico que bautiza al libro? ¿Es lo mismo en Argentina, en Chile, en España…? “Tengo una definición personal de lo que es ser rojo a la que me llevó el recorrido del libro. Tiene que ver con tener ganas de trabajar por el cambio del ser humano. Tiene que ver con ese “hombre nuevo” que decía la tradición de izquierdas. Claro que tiene que ver con afectar a las estructuras externas, con la distribución de la riqueza, la regulación de los mercados, etc, pero no es suficiente”, reflexiona.
“Yo siento que primero hay que cambiar las estructuras internas, porque el ser humano, por mucho que vaya de progresista, a menudo es más mezquino o más egoísta de o que le gustaría”. Hace una pausa. “Ser rojo es tener la esperanza de que se puede cambiar y hacer los esfuerzos que requiere ese cambio”, sentencia.
El estigma de la palabra "rojo"
¿Siente el autor que la palabra ‘rojo’ se ha estigmatizado? ¿Se ha perdido esa guerra lingüística? “Sí, parece que ser rojo es hoy una especie de acusación más que un orgullo, se me ocurre que pudo llegar con la caída del muro o con la comprobación de que no era muy distinto lo que pasaba allá de lo que pasaba acá, me parece. Fue una gran desilusión para la gente, para mis padres… ellos creían que en el mundo socialista la gente era más solidaria”.
Y añade: “Y quizá sí lo era la gente común, pero los dirigentes se corrompían igual, y tenían la misma falta de respeto por la vida que los otros. Terminaba siendo lo mismo. La rojez, entonces, fue vista desde un foco menos romántico”. ¿Cómo se puede ser rojo, entonces, dentro de un marco capitalista? “Parece, en primer lugar, que la democracia es el sistema más justo. Bien, ¿qué es el capitalismo? ¿Que haya medios de producción en manos privadas? Eso no debería ser un problema. Hay un movimiento interesante en ámbitos de fondos de inversión, que buscan cierta ética, o vemos cómo los consumidores premian a las marcas que lo hacen mejor con sus trabajadores”, esgrime.
“Pienso en los trabajadores de Google, que hicieron boicot tremendo a su empresa por lo que hace en China. Hay también empresarios que quieren hacer las cosas bien. La vida no pasa por la vieja dicotomía de obreros-buenos, empresarios-malos”. Argüello cree que estamos llegando “al fin de la civilización occidental” y que por eso los tiempos están tan revueltos y los ciudadanos tan polarizados. No hay que buscar culpables fuera de nosotros, indica. Somos todos parte del problema.
Los rebeldes de Salamanca
“Mi padre, de alguna manera, sigue fiel a su formación marxista y Marx decía que ningún sistema se agota si no agota sus posibilidades. Ya lo estamos viendo. Si seguimos por esta línea, destruiremos el planeta. Esto no se aguanta, cada uno tirando para un lado, carajo..”, resopla. ¿Cómo valora, a la luz de su novela, las revueltas iniciadas en el barrio de Salamanca? “Se manifiestan porque están incómodos y no están dispuestos a explorar de dónde nace esa incomodidad. Es como cuando al bebé le duele la panza y no sabe si tiene caca o tiene hambre”, relata.
“Estamos todos llorando y buscamos excusas donde colocar ese llanto. Lugares donde ubicar esa incomodidad. Es normal que la haya. El mundo está difícil. Creo que esos rebeldes, digamos, no están cómodos porque no están dándole sentido a las cosas que hacen. Hay que escucharles, aunque la búsqueda es de cada uno. ‘Ah, ¿cómo le doy sentido a mi vida…? Un día me voy a morir y no va a tener mucho sentido el paso por acá. Quizá no lo tiene, de cualquier forma, pero es seguro que no se alivia comprándose muchas cosas’”.