“A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas”: lo escribe Albert Camus en La peste, publicado en 1947, terroríficamente vigente hoy, cuando subsistimos a la crisis del Covid-19. En nuestro caso -en el del ciudadano medio español-, el punto de inflexión ocurrió hace ya días, cuando el Gobierno decretó el estado de alarma y nos confinamos en nuestras casas. Hoy el coronavirus es el asunto, el único asunto.
Pero lo cierto es que no se agota en sí mismo: su apabullante presencia -que nos hace pensar constantemente que lo malo está en el aire- nos lleva también a reflexionar sobre la solidaridad, la libertad, la responsabilidad individual, las relaciones sociales -¡el amor!-, la precariedad, la cruel supervivencia y la oscura soberbia del ser humano, tendente siempre a creer que las desgracias son patrimonio de los otros, pero los otros -ya lo entendimos- también somos nosotros.
La resurrección de 'La peste'
“Un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio”, escribe el autor. Más de una semana de encierro: el cuerpo duele, los verbos se escurren, del aburrimiento se viaja a la tristeza -y luego, de vuelta-. Y Camus siempre ahí, como un ente que nos avisaba desde hace mucho de nuestra propia fragilidad, de nuestra miseria de fábrica y de nuestra limitación nativa para afrontar cosas que son más fuertes que nosotros.
Por eso, quizá por eso, su obra está resucitando -por eso se descarga en los e-books, por eso ha vuelto a la conversación de la gente-: porque le necesitamos. Aunque La peste surgió como una respuesta al dolor y el desasosiego posterior a la Segunda Guerra Mundial, aunque esté ambientada en la ciudad argelina de Orán, su guiño es universal y hoy nos apela.
Nos recuerda que somos débiles frente al absurdo, nos subraya que, en el fondo, nunca tuvimos control sobre nada, y nos invita a valorar la responsabilidad individual -en la línea del existencialismo de su autor, a pesar de que detestaba ese sambenito- y a desechar la vida como una entrega a un mantra superior -la religión o la ideología-. Los enemigos eran la indiferencia y la autoridad. Lo siguen siendo. Aquí algunos extractos de la novela de Camus para aplicarnos el parche hoy:
1. “Hombres que se creían frívolos en amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días”.
2. “Era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria”.
3. “Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido". Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo”.
4. “Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”.
5. “Por ocuparnos, en fin, de los amantes, que son los que más interesan y ante los que el cronista está mejor situado para hablar, los amantes se atormentaban todavía con otras angustias entre las cuales hay que señalar el remordimiento. Esta situación les permitía considerar sus sentimientos con una especie de febril objetividad, y en esas ocasiones casi siempre veían claramente sus propias fallas. El primer motivo era la dificultad que encontraban para recordar los rasgos y gestos del ausente. Lamentaban entonces la ignorancia en que estaban de su modo de emplear el tiempo; se acusaban de la frivolidad con que habían descuidado el informarse de ello y no haber comprendido que para el que ama, el modo de emplear el tiempo del amado es manantial de todas sus alegrías. Desde ese momento empezaban a remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones”.
6. “En tiempos normales todos sabemos, conscientemente o no, que no hay amor que no pueda ser superado, y por lo tanto, aceptamos con más o menos tranquilidad que el nuestro sea mediocre. Pero el recuerdo es más exigente. Y así, consecuentemente, esta desdicha que alcanzaba a toda una ciudad no sólo nos traía un sufrimiento injusto, del que podíamos indignarnos: nos llevaba también a sufrir por nosotros mismos y nos hacía ceder al dolor. Esta era una de las maneras que tenía la enfermedad de atraer la tentación y de barajar las cartas”.
7. “Hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”.
8. “El hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”.
9. “Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales”.
10. “Pregunta: ¿Qué hacer para no perder el tiempo? Respuesta: sentirlo en toda su lentitud. Medios: pasarse los días en la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua que no se conoce; escoger los itinerarios del tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente; hacer la cola en las taquillas de los espectáculos, sin perder su puesto, etc.”.