Hay un libro que las recuerda: a las que fueron noticia y a las que no, a las exitosas públicamente y a las subterráneas. Hay un libro que lee el año 1939 en clave femenina: de enero a marzo, aborda “el mundo de las rojas”, y, de abril a diciembre, “el mundo de las azules”. Artistas, folclóricas, escritoras, activistas, aviadoras, cupletistas, dramaturgas, bibliotecarias, abogadas, faranduleras varias, hembras llenas de personalidad y coraje que dejaron su impronta en una España tenebrosísima; niñas fuertes, vanguardistas y con cosas que decir, hasta que les pilló la guerra y se las obligó al silencio. Es fácil que el lector se sienta descorazonado al pasar las páginas y ver que no conoce a tantas de ellas: ni de oídas.
Las imágenes del tomo hablan solas: en un lado, las mujeres republicanas que colaboran recogiendo los escombros de un bombardeo; en el otro, las mujeres del bando nacional sonríen mientras bordan y cosen. Hubo dos naturalezas; dos razas; dos espíritus; dos maneras radicalmente opuestas de afrontar el papel de la mujer en el mundo.
El autor, el investigador, escritor y periodista José María López Ruiz, lo reconoce desde la introducción de Las rojas y las azules (Modus Operandi): en esta crónica larga le cuesta mucho disimular su simpatía “por uno de los campos ideológicos, el de las mujeres republicanas o que vivieron en el territorio del Frente Popular”, pero procura centrarse en el vaso comunicante que las iguala a unas y a otras: el olvido. El golpe franquista aplastó los nombres de todas ellas, cuando, precisamente, “empezaban a soñar en unos horizontes para ellas, por primera vez en la historia española, mucho más amplios y prometedores”.
“Pero los usufructuarios tradicionales y eternos de los poderes fácticos no iban a consentir una nueva ‘revolución’, esta mucho más peligrosa a largo plazo, como lo era -lo sería, sin duda, de haberla permitido- la de las mujeres de este país, aherrojadas y humilladas, ignoradas y menospreciadas siglo tras siglo. La sublevación fascista quiso, también, impedir ese ascenso imparable de la mitad femenina del país”, explica el autor.
El "rojo" dejó de existir
Dice, además, que este tapón “lo consiguió desde el primer momento, con creces, en las provincias y lugares en los que se hizo con el poder de forma inmediata”, pero que el fascismo “perdió absolutamente, y más de lo esperado, allí donde fracasaron con su golpe de Estado”. Finalmente el horror llegó para todas: acabaron uniformadas de azul -por fuera y por dentro- y el rojo sería desterrado para siempre -al menos durante una eternidad que duró 40 años-. Lo hizo, además, “con tanta saña que por decreto desapareció esta misma palabra del uso hablado y escrito, autorizada solo como insulto lanzado como un escupitajo a los vencidos, y sustituida por otro adjetivo equivalente y neutro, ‘colorado’”.
López Ruiz se dedica a homenajear en este libro a ese ejército de mujeres que luchó contra el franquismo incipiente con las armas del saber y el arte -las artes-. Cuenta el autor que en enero de 1939, mientras en unos días habían muerto de hambre y de enfermedades -probablemente, relacionadas con la pésima alimentación- más de mil quinientas personas en Madrid, se seguía editando un librito de prensa llamado [Gimnasia] Educativa femenina, que quería contribuir a la “buena forma” de las mujeres republicanas. Estaba ilustrado con tablas de gimnasia muy completas y en la portada aparecía una atleta totalmente desnuda: la mujer entonces se erigía con sensualidad, con vitalidad, con fortaleza. Duraría poco.
También resulta sorprendente que siguiesen vendiéndose en Barcelona las publicaciones del naturista Nicolás Capo: ahí la revista naturista Pentalfa. España agonizaba, pero en todos los kioskos de Las Ramblas se exhibía el almanaque con desnudos de hombres, mujeres, niños y ancianos en plena naturaleza. Y ojo, que sobrevivían epígrafes como “amor libre sin peligros”, “la sexualidad y el desnudismo” o “el naturodesnudismo y la revolución social”.
Mujeres que recordar
Por eso se canta a las mujeres que, a su manera y bajo sus herramientas, supieron conservar ese espíritu libertino, fresco y transgresor cuando ya resultaba anacrónico, cuando resultaba sorprendente, cuando había que lidiar con la España gris de la dictadura que ya se escuchaba venir como pisadas de animal grande. Por eso se canta a las que se quedaron y a las que se exiliaron sin remedio.
Ahí Laura Pinillos, con su sensualidad y su alegría, resistiendo en el Teatro Eslava de la calle del Arenal, que había sido siempre una de las artistas más desinhibidas de los tiempos menos bélicos. Ella había sido una de las primeras bailarinas que se habían desnudado en un escenario en el primer lustro republicano y había osado a retar a la vedette fascista Celia Gámez con unas Leandras que, según juzgaría el público, habían resultado mucho mejores que la original. Honores también para la Argentinita, amiga emblemática del torero Sánchez Mejías y del poeta García Lorca, que entonaba como nadie los Tangos del escribano. O para María Teresa de León, compañera del poeta Rafael Alberti, que fue la gran animadora cultural durante la guerra. “El teatro que se hace en Madrid es una vergüenza nacional y hay que destruirlo”, tronaba María Teresa, sin saber, tristemente, que de eso se encargarían al poco tiempo los que estaban a punto de entrar en la capital.
Cómo se extrañarían también, al tiempo, las plumas de Carmen Flores -extremeña de Almedralejo, conocida como “la reina de las plumas” en sus apariciones teatrales-: después se recortó su viveza. El libro recuerda también a Emérita Álvarez Esparza: vaya historia la suya. “A esta artista la había rodeado el escándalo a lo largo de su carrera (…) Años atrás, cuando los Quintero escribían para ella y, al mismo tiempo, triunfaba con el célebre cuplé titulado La Española, por entonces el rumor era el de que esta cupletista mantenía, y no ocultaba, ciertas relaciones lesbianas con una muy conocida rebelde y oveja negra de su clase, la aristócrata Gloria Laguna”, escribe el autor.
Pero la cosa no quedaba ahí: también se decía que la Esparza era espía, una suerte de Mata Hari española que andaba en busca y captura por las autoridades de Burgos. Los mentideros decían que su misión era hacer contactos internacionales para pasar información al gobierno de la República. Sin olvidar a Pepita Carpeña, activista como pocas y luchadora por la libertad sexual en la revolución. Ella habló de forma pionera del “amor libre”, que, en su teoría, se reducía a que fuese la mujer la que eligiera a su pareja, es decir, lo que el hombre había hecho desde hacía siglos. Pepita había fundado la mítica asociación Mujeres Libres, con su revista del mismo título. Acabaría cruzando la frontera e instalándose en Francia.
Mientras, algunas de sus compañeras aguantaban y dejaban la ciudad llena de carteles: “Ni el miedo ni los hijos pueden detenerte [para defender Barcelona]. Toma su defensa activa o lo perderás todo”. La aviación facciosa se cebó aún más, bombardeando la capital de Cataluña en varias jornadas sucesivas. El libro rememora a la poeta barcelonesa Clementina Arderíu. Y a la graciosa actriz Rafaela Haro (la Harito), quien aguantó firme el asedio de Madrid al frente de su Teatro Español. Y a la autora María del Pilar Oñate, que había escrito El feminismo en la literatura española y nunca pudo consumar su gran proyecto, Historia del feminismo español. Y a la audaz reportera Luisa Carnés, “que se entregó en cuerpo y alma a la causa republicana una vez estalló el conflicto”. Y a Elena Fortún y su Celia. Todas ellas, y sus antagonistas, aparecen en Las rojas y las azules. 1939 (Modus Operandi). Su propio título lo indica: fueron mujeres españolas en la encrucijada. Algunas, las demócratas, nunca salieron de ella.