Entretuvo a varias generaciones de españoles, desde el franquismo hasta bien asentada la democracia. La cita semanal con Chicho fue uno de los rituales seguidos con más gusto en este país durante cuatro décadas, desde los sesenta hasta los noventa, ya fuera para ver historias de terror o concursos de evasión. Hizo de todo: televisión, cine, teatro, radio. Y ejerció todos los oficios: director, actor, guionista, productor… Hasta el punto que su diversidad hace difícil atrapar su genio en una palabra. Él, en una de sus últimas entrevistas -en El Mundo-, cuando le preguntaron cómo le gustaría ser recordado, eligió una, quizá la única palabra que le abarca: entretenedor.
Mamó el espectáculo. Era hijo del actor y director teatral Narciso Ibáñez Menta –tantos y tan inolvidables papeles en Estudio 1- y de la actriz Pepita Serrador. Una molesta enfermedad –púrpura hemorrágica- le impidió llevar una vida de niño. Se recluyó en casa y se dedicó a la lectura. Poe –"mi Dios"- , Bradbury o Lovecraft estaban anidando en aquel niño, que absorbía como un poseso las técnicas del terror.
Un día decidió enfrentarse al mundo, a aquel mundo del que se había aislado. Y lo hizo con tanta fuerza y tanto entusiasmo que se convirtió en el parlanchín que embaucaba y encandilaba contando historias. Y no sólo se lanzó a hablar, sino que, apenas adolescente, sorprendió a su madre diciéndole que quería irse a Egipto –nada menos- para demostrarse que era capaz de ganarse la vida. Su madre sólo alcanzó a decirle que tuviera cuidado al cruzar la calle, según la anécdota familiar más repetida por Chicho.
Volvió al cabo de seis meses con el propósito cumplido. Ya estaba listo para su verdadera vocación: el entretenimiento. En aquella España de los sesenta, sólo había un lugar donde llevar a cabo sus sueños: Televisión Española. Allí realizó, si no su obra más conocida, sí la que más prestigio le iba a dar: Historias para no dormir. Se trataba de capítulos breves –con formato parecido a las series actuales-, de entre media hora y una hora, en los que adaptaba cuentos de terror. Los clásicos de su infancia fueron estremeciendo a los españoles, en dosis semanales. Clásicos como El cumpleaños, Los bulbos, El último reloj o Doctor Jekyll y Mr. Hyde hicieron dormir con la luz encendida a aquellos espectadores poco avezados a emociones fuertes. Y por si fuera poco, Chicho, puro en mano en el mejor estilo Hitchcock, creaba con su monólogo previo el ambiente propicio para estremecerse.
Los cuentos se convirtieron en un clásico. Son reverenciados hoy por los mejores directores españoles, que le rindieron homenaje en la última gala de los Goya. Álex de la Iglesia, Amenábar o Bayona le han reconocido como un gran narrador cinematográfico. No sólo por la televisión, sino también por sus largometrajes. Ibáñez Serrador llenó cines con dos títulos de terror, hoy míticos: ¿Quién puede matar a un niño? (1969) y La residencia (1976). El propio Chicho confesaría mucho después que si de algo se había arrepentido, en su larguísima carrera, era de no haber hecho más cine.
Lo que encumbraría definitivamente a Chicho sería un concurso de televisión, la quintaesencia del entretenimiento, el Un, dos, tres…, que se puso en antena por primera vez en 1972 y duró 33 temporadas. El éxito fue tan brutal, que, ya en los ochenta, llegaron a estar a la vez delante del televisor, viendo el programa, veinte millones de españoles, cuando el país no llegaba a cuarenta. El Un, dos, tres reunía a familias enteras ante la televisión, como si se tratara de un rito, era el gran tema de conversación de la oficina del día siguiente, nadie podía mantenerse al margen del programa.
Según el propio Chicho, la clave estaba en la diversidad. Había de todo: azafatas en minifalda -entonces toda una reivindicación de libertad-, preguntas de carácter cultural, premios símbolo de los nuevos sueños consumistas (el coche, el apartamento en la playa), números de variedades, actuaciones cómicas y unos protagonistas –los concursantes- que eran la viva representación de la clase media. Era difícil que alguien no encontrara un motivo para sentarse ante el televisor.
La mascota Ruperta –a la que daba voz el propio Chicho-, don Cicuta, los Supertacañones son sólo algunos de los personajes que alcanzaron una popularidad inimaginable hoy. Además, el gran maestro del entretenimiento lanzó al estrellato a presentadores como Kiko Ledgard o Mayra Gómez-Kemp. A cómicos como El dúo sacapuntas o Bigote Arrocet. A actrices como Lydia Bosch o Victoria Abril. La relación sería interminable.
Tanto las Historias para no dormir como el Un, dos, tres cosecharon infinidad de premios internacionales. TVE fue reconocida en el mundo gracias a Chicho, por eso no es exagerado hablar del gran revolucionario de la televisión, hasta el punto de hablar de un antes y un después de Ibáñez Serrador.
Fueron muchos sus discípulos que siguieron su estela. El mismo se reinventó con concursos de gran éxito años después, como Waku-waku (1989), un programa ecologista que descubrió a Nuria Roca. O como el revolucionario entonces Hablemos de sexo (1990), conducido por la doctora Elena Ochoa. "Elena –manifestó Chicho hace meses en una entrevista en El País- parecía recatada. Pero tenía subsuelos y sótanos que el programa no descubría pero dejaba intuir. Para comunicar, la sugerencia es mejor que la evidencia".
Y es que ahí estaba la clave del éxito de Chicho, daba igual que se tratara de sexo, de terror, de humor o de quién se iba a llevar el coche en el concurso. La clave estaba en empezar por el final y agarrar al espectador. "No mostrar, sino incitar la imaginación".
Hubo quien intentó descalificar a Chicho, acusándole de tener entretenidos a los españoles durante la dictadura, de distraer su atención de la política. No le conocían, Chicho se declaraba un hombre de izquierda razonable. En 1974, fue nombrado director de Programas de RTVE, cargo desde el que eliminó la figura del censor, contra el que tantos años tuvo que luchar. A las pocas semanas, dimitió; los despachos de la televisión pública son un potro de tortura para los artistas.
Chicho se ha ido satisfecho con su vida y con su obra. Se enamoró de dos mujeres y la última (Diana Nautra) estuvo a su lado hasta el final. También tuvo dos hijos (Alejandro y Pepa), pero de ninguna de las dos, según bromeaba en una de sus últimas entrevistas. Y, además, pudo dedicarse en cuerpo y alma a su gran pasión, a ser el entretenedor de varias generaciones de españoles.
***Narciso Ibáñez Serrador (Montevideo, 1935) murió el viernes en Madrid.