Charles Dickens inicia Historia de dos ciudades, una de sus novelas más lúcidas, con una afirmación contradictoria, ilógica: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos". Se refiere el escritor británico al siglo XVIII, al estallido de la Revolución francesa y sus secuelas, a "la edad de la sabiduría y también de la locura", a "la era de la luz y de las tinieblas". Pero Dickens no era futurólogo y desconocía que décadas después el mundo ser vería abocado a dos conflictos mundiales, al auge de ideologías como el fascismo y el comunismo o a la Guerra Fría.
Esa fue también la esencia del siglo XX, más democrático y tiránico que cualquier otro, según asegura Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, en su último ensayo, Totalitarianisms: the closed society and its friends (Cantabria University Press). El mayor número de muertes por la sucesión de guerras chocaba con el crecimiento de la cantidad de personas que vivían en mejores condiciones; y la expansión de la libertad discurría en paralelo al de la opresión. Eran dos fuerzas que se retroalimentaban.
En su primera estancia en Harvard en 2006, donde ha sido profesor visitante, Fuentes se propuso estudiar el lenguaje de la democracia a partir de dos modelos que consideraba diferentes: el anglosajón y el de la Europa continental. "Era un tema interesante, pero vi que la gran paradoja del lenguaje político del siglo XX es que el siglo de la democracia inventó la palabra totalitarismo y que este fenómeno es tan siglo XX como la nueva democracia de masas", cuenta a este periódico; y de eso va su interesante libro, de la dualidad democracia-totalitarismo, de la coexistencia de las formas más avanzadas de libertad con las más opresivas de despotismo.
¿En qué se diferencian los regímenes totalitarios de los despóticos o las tiranías? ¿Son una evolución o un concepto nuevo, diferente?
Es un concepto diferente para una realidad diferente, por algo el término nace en la Italia fascista en 1923, y no antes. Hay similitudes con las viejas tiranías y, tal vez menos, con el absolutismo, pero el totalitarismo surge en la moderna sociedad de masas, en un contexto de crisis del liberalismo y en una sociedad con un alto desarrollo tecnológico. Esa tecnología resulta imprescindible para su política propagandística y para la nueva guerra de masas, que es el principio y el fin de los sistemas totalitarios. El totalitarismo es la ideología propia del “Estado total”, entendido como lógica derivación de la “guerra total”, la I Guerra Mundial.
Por otro lado, de una forma más o menos falaz, los regímenes totalitarios apelan siempre al origen popular del poder encarnado en su líder, que suele ser de extracción plebeya y llega a hablar, como Mussolini, no digamos Lenin o Stalin, en nombre del proletariado (Mussolini se dirige en alguno de sus discursos a “l’Italia proletaria”). Todo esto es incompatible con el origen divino de la soberanía propio de los viejos absolutismos.
El totalitarismo nació en el siglo XX, en el momento de mayor desarrollo de la democracia. ¿Es esto el reflejo de que todo sistema necesita una antítesis para sobrevivir?
La coincidencia democracia/totalitarismo en el siglo XX es una paradoja fascinante que se explica por la crisis del liberalismo clásico, de tipo censitario, que triunfó en el siglo XIX. Los totalitarismos compartían un diagnóstico en gran medida certero: que el liberalismo a la antigua usanza estaba agotado y que era necesaria una alternativa que incorporara a las masas a la realidad política. La democracia parlamentaria, que supone la implantación del sufragio universal, nace de esa misma convicción: que el liberalismo censitario ya no sirve y que el parlamentarismo debe ser ampliado hasta incluir a la sociedad en su conjunto. En ese sentido, totalitarismo y democracia son la doble respuesta del siglo XX a la crisis del liberalismo decimonónico. Son a la vez antitéticos e hijos de una misma realidad.
¿Y por qué desde siempre se le ha tratado de situar frente a un espejo de épocas pasadas? Se han puesto los ejemplos de Esparta, la Antigua Grecia o incluso algunos pasajes de la Biblia… ¿Es una manera de justificar el presente?
Sí, en mi libro recojo muchos ejemplos de esa pasión retrospectiva por los supuestos totalitarismos antes del totalitarismo. ¿Tenía Esparta un régimen totalitario? Ese es un lugar común de la literatura sobre el totalitarismo. En rigor, hasta el primer cuarto del siglo XX no se puede hablar de totalitarismo. Pero es verdad que, a partir de la existencia del término, “totalitarismo” ha funcionado, como digo en el libro, como un “anacronismo creativo” utilizado tanto para reescribir el pasado como para explicar el presente.
Si bien el totalitarismo nació en la Italia fascista de Mussolini y se desarrolló en la Alemania nazi, el mayor ejemplo de este sistema conduce a la Unión Soviética post II Guerra Mundial. ¿Cuáles son las razones para creer esto?
No diría que la URSS de la posguerra sea el mayor ejemplo. La edad dorada del totalitarismo es el periodo de entreguerras, y sobre todo los años 30, cuando coinciden fascismo, nazismo y comunismo, más otros regímenes y movimientos políticos fascistoides, algunos de los cuales, como Falange en España, se proclamaban totalitarios. Muchos pensaban que el totalitarismo, en cualquiera de sus versiones, era el futuro y la democracia el pasado. Por el contrario, la II Guerra Mundial supuso la derrota de los fascismos y la victoria de la democracia en una extraña alianza con el comunismo soviético, que queda como el único totalitarismo.
Pero incluso el comunismo soviético tendrá que aceptar que la democracia era mucho más fuerte de lo que decían sus enemigos y que las fórmulas totalitarias ya no se llevan, que han perdido todo su prestigio. De ahí las “democracias populares” instauradas en la Europa del Este. Es una falacia, pero es sintomática de un estado de opinión típico de la Guerra Fría: las dictaduras son repudiadas y la democracia, aunque sea falseada, se pone de moda. Por lo demás, es indudable que tras la muerte de Stalin la URSS suavizará su política represiva, que nunca volverá a las cifras del Gran Terror estalinista de los años 30.
¿Y la España de Franco? ¿Qué posición ocupa en esta clasificación?
El régimen de Franco se proclamó totalitario en sus primeros años, haciendo suyo uno de los principios programáticos de Falange: “El Estado es un instrumento totalitario al servicio de la integridad de la patria”. Tras la derrota de los fascismos en la II Guerra Mundial –incluso antes, cuando cae Serrano Suñer y cambia el signo de la guerra– el franquismo repudia el concepto de totalitarismo y lo utiliza solo para referirse al comunismo. Hubo un debate postrero muy interesante al principio de la Transición, cuando se elaboraba la ley que legalizaría todos los partidos políticos, menos –decía el borrador de la ley– los de ideología totalitaria.
El sector más genuinamente falangista de las últimas Cortes franquistas maniobró para que la ley incluyera una coletilla: se prohibían las asociaciones que, “sometidas a una disciplina internacional, se propongan implantar un sistema totalitario”. Era una forma de hacerle un traje a medida al comunismo evitando que Falange pudiera correr la misma suerte, puesto que –se sobreentiende– también se proponía implantar un “sistema totalitario”.
Es muy llamativa esa guerra dialéctica en tono al “totalitarismo”. En la Guerra Fría las democracias utilizaban este concepto para denunciar la falta de libertad del comunismo soviético y la URSS lo rechazaba porque les equiparaba a los nazis. ¿Qué deparó ese conflicto lingüístico?
La Guerra Fría creó un mundo bipolar también en el lenguaje, y de ahí el papel del concepto de totalitarismo para la deslegitimación del adversario. El equivalente al uso que Occidente hace de totalitarismo es el concepto de imperialismo en el lenguaje soviético. El tema ocupa uno de los tres bloques del libro, titulado “Una palabra caliente para una guerra fría” (en inglés suena mejor: “A hot word for a cold war”).
El término “totalitarismo” ha funcionado como un “anacronismo creativo” utilizado tanto para reescribir el pasado como para explicar el presente
Se dirá que el lenguaje siempre ha sido un arma de primer orden en la política nacional e internacional. Es verdad. Pero en este caso hay un factor que potencia su protagonismo: que la Guerra Fría por su propia naturaleza era un conflicto fallido, con muchas probabilidades de no acabar en una III Guerra Mundial, que habría sido la última. Ese antagonismo extremo Este/Oeste y esa (casi) imposibilidad de trasladarlo al campo de batalla, a causa de lo que se llamó entonces la “destrucción mutua asegurada”, confiere un papel clave a las formas virtuales de representación del conflicto: la propaganda, la carrera espacial, el deporte y el lenguaje, que se convierte en un arma incruenta, pero muy poderosa, en la lucha Este/Oeste.
Lo que está claro es que hablamos de un concepto camaleónico, que se ha amoldado (y sobrevivido) a las circunstancias de cada época.
Sí, ha mostrado una gran capacidad de adaptación y, para sorpresa de muchos, ha sobrevivido al final de la Guerra Fría, de la misma forma que antes sobrevivió al final de la II Guerra Mundial. Aquí quiero insistir en una distinción que me parece crucial: la edad de oro de los totalitarismos fue el periodo de entreguerras, pero la edad de oro del concepto fue la Guerra Fría, sobre todo su primera etapa, hasta los años 50. Luego hay una evidente decadencia del término coincidiendo con la Distensión, que supuso un significativo desarme conceptual, complementario del control de armamentos que establecieron las dos grandes potencias
De hecho, cada día escuchamos a políticos calificar de “totalitarios” a sus rivales. ¿Ha llegado este término a frivolizarse en la actualidad?
Sí, hay una trivialización del término cuando se utiliza como una forma de deslegitimación del adversario político, aunque creo que totalitario no puede competir en esa función con los tres grandes “insultos” políticos de nuestro tiempo: fascista, fundamentalista y populista.
Muchos reputados autores (Bernard-Henri Lévy, Salman Rushdie…) han señalado que el totalitarismo del siglo XXI es el islamismo. Usted discrepa, dice que es el nacionalismo.
La verdad es que mi primera idea era esa: que el fundamentalismo islámico era la sublimación actual del viejo totalitarismo. De hecho mi libro se iba a titular From totalitarianism to fundamentalism. The closed society and its friends. Sin embargo, a lo largo de estos años hubo un momento, más bien tarde, en que vi serias objeciones a la equiparación entre totalitarismo y fundamentalismo islámico, aun coincidiendo en una idea comunitarista propia de toda “sociedad cerrada”. La cuestión es bastante complicada y tiene que ver con la dimensión de los totalitarismos como religiones políticas. Si su aspiración es esa, y en ello coincidieron el fascismo, el nazismo y el comunismo, al menos en su versión estalinista, parece complicado incluir al fundamentalismo islámico como un proyecto de religión política: es una religión, no un sucedáneo, como ocurre con los totalitarismos que aspiran a sustituir a las religiones tradicionales.
La edad de oro de los totalitarismos fue el periodo de entreguerras, pero la del concepto fue la Guerra Fría, sobre todo hasta los años 50
Por otro lado, el fundamentalismo islámico crea un poder teocrático al servicio de la ley de Dios, mientras que en los totalitarismos el Estado lo es todo y no hay religión, creencia o iglesia que pueda colocarse por encima de él. Ya lo dijo Mussolini: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Y sí, los nacionalismos tienen una fuerte pulsión totalitaria, que, por fortuna, no siempre llegan a desarrollar. En el fondo, todos los nacionalismos se parecen –al cabo todos funcionan como religiones políticas–, pero con ellos ocurre como con las religiones tradicionales: unos están más secularizados que otros y son, por tanto, mucho menos peligrosos que aquellos que se encuentran en plena fase fundamentalista.
En este sentido, destripa el caso del nacionalismo catalán y el procés; comparándolo con las fuerzas totalitarias de los años 30, como Nosaltres Sols! o el Bloc Escolar Nacionalista. ¿En esa época se encuentran las raíces del independentismo actual?
Creo que sí. Pero no quiero apuntarme un mérito que no me corresponde: eso lo dijo el actual presidente de la Generalitat, Quim Torra –el Le Pen español, según Pedro Sánchez–, cuando reivindicó el papel desempeñado en los años 30 por nacionalistas radicales como los hermanos Badia, Batista i Roca, Josep Dencàs o Daniel Cardona, a los que llamó “pioners de la independencia”. Lo que no sabía Torra (o tal vez sí) era que algunos de estos personajes habían solicitado del gobierno de Hitler el apoyo del III Reich a la causa de la independencia catalana.
Pero el caso catalán resulta curioso, pues es entonces un totalitarismo integral que lo conforman facciones tan antagónicas como la burguesía y los anticapitalistas. ¿Es esto una especie de totalitarismo 3.0, con derecha e izquierda persiguiendo el mismo objetivo?
Es una ficción, un gran delirio, que no se corresponde con la realidad, que sigue siendo tozuda: Cataluña es una sociedad plural, a pesar de todos los intentos por convertirla en una sociedad cerrada y uniforme. Pero las alucinaciones políticas –y el procés no es otra cosa– tienen una peligrosa capacidad para crear realidades a su imagen y semejanza.
El libro lo cierra con una cita de Jeffrey Brook que dice: “El totalitarsimo ha vuelto, ¿pero qué significa?”. ¿Usted qué le respondería?
Que nunca se fue del todo.