Si usted ha cumplido ya la mayoría de edad, acéptelo, hay dos aspectos que han marcado su vida y que están sufriendo una decadencia inevitable: el amor y el correo amatorio. Centrémonos en el primer aspecto. El Eros ha muerto, al menos como lo conocíamos. Si quedaba algo de "cortés" en el amor del siglo pasado, sin duda el XXI se lo ha llevado por delante. Ya no queda sitio para sonetos, para rodillas en tierra, para declamaciones. Dese por vencido, ya nadie quiere como quiso usted. En estos tiempos todo es red social y distancia. Incluso el sexo, inseparable compañero del amor, subsiste a base de cámaras y audios.
Esto afecta, claro, al segundo aspecto: el correo, la correspondencia y la epístola han muerto. Vaya usted a saber dónde quedaron aquellos segundos de angustia desde que recogías la postal de tu amor de verano en Formentera hasta que daba buena cuenta de su lectura en el calor de su cuarto. Cuántas palabras de amor se han perdido con la caída de la carta y de la postal, y cuánto erotismo será enterrado junto a la oficina de correos más cercana.
Pero como siempre, esta melancolía la mitigan, en parte, los clásicos. Quizá sabiendo que se oscurece el tiempo de la epístola, las editoriales se afanan en publicar toda carta, misiva, circular o postal que los escritores hayan dedicado a sus amores más íntimos. Es entonces cuando se enciende la pasión, los instintos sexuales más primarios, el erotismo reprimido en el fondo de la pluma. No hay carta de amor que no esconda cierta pasión a punto de desenfrenarse.
Son tiempos difíciles para los soñadores
De este modo, el XIX se presenta ante nosotros como el siglo donde la prosa epistolar y el erotismo se mezclan con mayor destreza. Y da igual si hablamos del mejor novelista francés, Flaubert ("Te cubriré de amor la próxima vez que nos veamos, con caricias, con éxtasis"), quien por cierto fue uno de los primeros en elevar el erotismo dentro del género prosa con su célebre escena del carruaje en Madame Bovary; o si por el contrario hablamos de Mary Wollstonecraft, una de las pioneras a la hora de salir del yugo al que sus parejas literarias le condenaban, imponiéndose a ellos a la hora de juntar palabras, y disfrutando de la negada libertad con varios hombres, antes de pasar para siempre a la historia bajo el nombre de Mary Shelley (bajo esa rúbrica firmó su Frankenstein).
«Si el goce de la última noche pasada ha producido en tu salud el mismo efecto que en mi semblante, entonces no tienes motivo para lamentar tu falta de resolución; pocas veces he visto tanto fuego devorando mis facciones como cuando esta mañana, al arreglarme el pelo los recuerdos, muy gratos recuerdos, hicieron aflorar el rubor del placer».
Mary Shelley
El texto no abandona el XIX para fijarse ahora en una de esas mujeres todoterreno que revolucionaron con su fuerza los tranquilos parajes de la España puritana y decimonónica. Se trata de la maravillosa condesa de Pardo Bazán, doña Emilia, quien dinamitó su matrimonio para probar las mieles de la alta literatura, para sentir la libertad que, como con Mary, se le negaba a la mujer de la época, y, dicho sea de paso, para abrirle las puertas al placer carnal que también se le cerraban por su condición de fémina. Una de esas puertas la llevó hasta Benito Pérez Galdós, la estrellita literaria de la época que, por supuesto, cayó rendido ante los encantos de doña Emilia.
En las cartas que ahora salen la luz entre estos dos monstruos de la literatura patria, hay, por supuesto, espacio para la fogosidad reprimida. Valiente como siempre, estampaba en la cara de su amante los instintos que, hasta entonces, parecían reservados al hombre.
«Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria, y si no también muy bien, siempre será una felicidad inmensa que contigo y sólo contigo se puede saborear, porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro. Yo sí que debía renunciar a la lectura y deletrearte a ti solo. Hay mil corrientes en mi pensamiento que sólo contigo desahogo».
Emilia Pardo Bazán
Quizás el rey de la carta erótica sea Joyce. El hombre que cambió los designios de la narrativa contemporánea también cambió, quizás sin saberlo, los límites del sexo escrito. Decir que las cartas de James Joyce para su amada Nora eran sucias sería caer en la trampa del eufemismo fácil. En ellas se refiera a Nora como "querida mía a quien trato de degradar y pervertir", para después dar paso a toda clase de narraciones explícitas de lo que haría con ella sin ese momento la tuviese delante.
Desde la recreación allí donde la espalda pierde su casto nombre hasta el regodeo a la altura del pecho. Ahora entendemos que en su Ulises, claro, dedicase infinitos párrafos al onanismo de Leopold Bloom. Sólo una fuerza erótica incontrolada puede gastar semejante prosa.
«En algunos momentos me siento loco, con ganas de hacerlo de alguna forma sucia, sentir tus lujuriosos labios ardientes chupándome, entre tus dos senos coronados de rosa, en tu cara, y derramarme en tus mejillas ardientes y en tus ojos, conseguir la erección frotándome contra tus nalgas y poseerte sodomíticamente».
James Joyce
Un aspecto relevante dentro del juego erótico de la palabra lejana tiene que ver con la manera en que el tímido de turno se convierte en el ser más locuaz sobre la Tierra, es decir, con la manera en que la distancia disfraza la realidad.
Es el caso de Franz Kafka, el silencioso y tímido orejudo al que las mujeres siempre habían relegado a un lugar secundario, y de cuya angustia sacó tajada en forma de inimitable prosa. Sin embargo, sí consiguió congeniar con alguna que otra alma. Es el caso de Milena, con quien dejó el rastro de una correspondencia maravillosa a pesar de haberse visto en contadas ocasiones. Es lo que tiene el amor, que no vive de la reincidencia.
«La última noche soñé contigo. Lo que pasó no puedo recordarlo en detalle, lo único que sé es que nos fusionábamos uno con el otro. Yo era tú, tú eras yo. Finalmente por alguna razón prendiste fuego».
Franz Kafka
Lo realmente importante de las cartas eróticas que los escritores les dedican a sus amores lejanos es precisamente la ausencia. En un mundo, éste que habitamos hoy, donde apenas hay sitio para la imaginación, y que nos permite acceder a nuestras pasiones con sólo hacer clic en un vídeo ultrarrealista de tal o cual portal de internet, parece anacrónico aludir a estas épocas no tan lejanas donde era la imaginación de cada quien la que tenía que hacer el trabajo del ADSL.
Pero a veces esa imaginación ofrecía más placer que la realidad. Que se lo digan a Henry Miller, que en su correspondencia con Anaïs Nin casi puede mascarse la obsesión carnal con más fuerza que en una habitación cualquiera del París de la bohemia que ambos pisaron. Al separarse, la fuerza de esa ausencia se hacia prosa en las cartas que ambos se dedicaban, y que llenaban el hueco que sus cuerpos habían dejado vacío al otro lado de la cama.
«Anaïs, cuando pienso cómo aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer».
Henry Miller