De madrugada, cuando Hemingway llegaba borracho y a gritos al hotel Quintana, su amigo Juanito, el dueño, le decía: “Ernesto, esto no puede ser, se me quejan los huéspedes”. Ni caso, otra copa, larga vida a la nave de los locos. Inquieto, con miedo a ver lesionado el negocio, Juanito insistía: “Con este alboroto no hay quien duerma. El Niño de la Palma no pega ojo y mañana va a torear fatal”. Entonces, un silencio casi reverencial. Ernesto –así le decían en Pamplona– callaba y mandaba callar a los suyos. Un respeto para el ritual, la sangre y la arena.
Qué toros los de entonces, recordaban los entendidos allá por los ochenta. Uno de los primeros años del Nobel en San Fermín murieron alrededor de diez caballos por las cornadas que les propinaban. No llevaron 'coraza' hasta finales de los veinte. Las vísceras colgando y el animal dando vueltas al ruedo. A Hemingway los ojos le hacían chiribitas.
Un periodista le preguntó: “¿En qué se basa para componer sus relatos? ¿Realidad o ficción?”. Hemingway respondió: “Mitad y mitad”
Consagrado, ya en los cincuenta, cuando Pamplona y su Plaza del Castillo giraban en torno a él, un periodista le preguntó: “¿En qué se basa para componer sus relatos? ¿Realidad o ficción?”. Hemingway respondió: “Mitad y mitad”.
La primera de estas rebanadas quedó al descubierto en Fiesta, que dio la vuelta al mundo y lanzó un balón de oxígeno, hedonismo y alcohol a la Europa de la posguerra. Pero, ¿y la otra? ¿Qué hizo el bueno de Ernesto en San Fermín? ¿Qué hay de aquella mitad que dejó fuera de sus escritos?
Lo que Hemingway no contó
Ernest Hemingway perdió su virginidad pamplonesa en 1923. Volvería en 1924, 1925, 1926, 1927, 1929, 1931, 1953 y 1959. Fueron nueve en total. Poco después de instalarse como corresponsal de un semanario canadiense en París, escuchó eso de las tardes de lidia. Luego, en aquella tertulia de la generación perdida, Picasso y Stein de por medio, supo de Pamplona, un reducto amurallado donde al amanecer varios mozos corrían delante de los toros hasta la plaza.
Quizá allí podría encontrar el escalofrío de la muerte en los talones disfrazado de desayuno. La paz tras la Gran Guerra le había robado el regusto del peligro. John Hemingway, nieto del escritor, le dijo a este periodista un día de julio en la Plaza del Castillo: “Durante una semana, Pamplona brinda a los hombres la oportunidad de arriesgar su vida cada mañana. Mi abuelo encontró en Pamplona lo que necesitaba”.
De la mano de Hadley Richardson, su primera esposa, se plantó en la capital del Arga un 6 de julio por la noche –no, oigan, no se perdió el chupinazo porque todavía no se lanzaba desde la plaza del Ayuntamiento–. El cielo, negro. También algo de lluvia. Probó de primeras aquello de “en Pamplona, nueve meses de invierno y tres de infierno”. Era una ciudad de 35.000 habitantes, frente a los más de 1 millón que congregará esta semana. Ellos fueron –o eso dijo Hemingway– los únicos de habla inglesa en la ciudad.
Caminaron hasta el hotel La Perla, pero la habitación que les mostraron no les convenció. La dueña, cuenta José María Iribarren, amigo del Nobel y quien mejor ha seguido sus pasos sanfermineros, ofreció a la pareja un apartamento en Eslava, esquina con Mayor.
“Fue endemoniadamente divertido”
“Las calles eran una masa sólida de gente danzando. La música era algo que golpeaba y latía con violencia. Todos los carnavales que yo había visto palidecían en su comparación”, fueron sus primeras líneas. Se fue con varios relatos bajo el brazo y una devoción casi obsesiva por los toros. Escogió dos palabras para San Fermín: “Endemoniadamente divertido”.
En 1924 volvió a plantarse en Pamplona, esta vez con un grupo de amigos, John Dos Passos incluido. El 7 de julio corrió el encierro junto a Donald O. Stewart. Les gustó. Al día siguiente volvieron a lanzarse a la Estafeta. Sobre la arena participaron en la lidia de los toros, o vaquillas, sin los cuernos en punta. Stewart fue cogido y lanzado por los aires. Pidió ayuda a su amigo Ernest, que agarró por los cuernos al animal con el mismo resultado, un vuelo corto y doloroso destino al suelo.
Hemingway, pillado por el toro
Aquello les granjeó la gloria. “Un toro cornea a un periodista de Toronto” y “Escritor de Toronto corneado por un toro bravo en España” fueron los primeros titulares. Cuenta Iribarren que Hemingway, orgulloso, no hizo mucho por rebajar la hipérbole. Los norteamericanos lo imaginaban como un torero improvisado en duelo a muerte con un miura. Y él, encantado.
Veinte o treinta años después, en su finca de Cuba, le decía a un periodista que los martes le daban mala suerte porque fue cogido un martes en el encierro. Enarbolaba su herida en la plaza de Pamplona con el mismo orgullo con el que se refería a sus avatares en la Gran Guerra, la contienda civil española o la Segunda Guerra Mundial.
Multa para el Nobel
Pero 1924 no fue sólo eso. Hemingway, todavía profano en pamplonerías, fue multado por agarrar al toro por los cuernos, lo que a día de hoy se sigue considerando un agravio. Más de uno ha recibido ensaladas de golpes en la plaza por hacer lo que hizo el bueno de Ernesto. En el registro de sanciones, según husmeó Fernando Pérez Ollo, no quedó registro del castigo, pero el propio Hemingway le confesó la multa a Iribarren.
Doce meses después, agotado de tanto relato corto, de tanta literatura orgásmica y de minutos, volvió a Pamplona con un objetivo: tomar las suficientes notas como para generar una vida posible, una novela. Llegó a finales de junio y se refugió en Burguete, a orillas del Irati, para pescar truchas. Tumbado sobre la hierba escribió a su amigo Francis Scott Fitzgerald: “Ya voy sabiendo algo de lo que es la eternidad”.
Estallaron los sanfermines, aparecieron a las puertas del hotel Quintana varios coches procedentes de Biarritz. A bordo varios ingleses, y eso al Nobel no le gustó. Dejaba de ser la única atracción extranjera. Aunque siguió a lo suyo. Eligió al Niño de la Palma para dibujar en Fiesta a Pedro Romero. El editor Harold Loeb terminaría en Robert Cohn y Duff Twysden se haría Brett.
Un duelo a oscuras en el callejón
Tanto Ernest como Harold, narra Carlos Baker en su biografía, iban detrás de Duff. El segundo se la llevó unos días a San Juan de Luz, lo que no hizo ninguna gracia al primero. Una noche, en el restaurante, la chica de por medio, Hemingway gritó al editor: “Tú, piojoso bastardo que vas persiguiendo a una mujer”. Éste le contestó: “¡Sal afuera!”. Afuera que se fueron, a pegarse en la oscuridad de un callejón. No era la primera vez. Cuando los golpes estaban a punto de empezar, Loeb dijo que si se le rompían las gafas, no podría arreglarlas en Pamplona. Ernest respondió que él en realidad no quería pegarse. Hicieron las paces y volvieron al hotel.
En 1926 escribió Fiesta. Presenció en la plaza uno de los mayores escándalos conocidos. Miedoso, el Niño de la Palma se ganó los pitos del público. Tuvo que intervenir la Guardia Civil a caballo para proteger al torero, que corrió hasta el hotel y se escondió en la habitación de Marcial Lalanda para que no le cosieran a golpes. Huyó por la trasera y no se pudo quitar el traje de luces hasta Alsasua, esto se lo contó Juanito Quintana a Iribarren.
En 1927, se presentó en Pamplona con Pauline Pfeiffer, con la que también estuvo en Navarra el año pasado, aunque esta vez como esposa. En el 29 –el 28 tuvo que ausentarse por compromisos editoriales– apareció en un Ford descapotable, con la cartera llena, siendo un escritor de relumbrón. Chaqueta de punto y corbata floja. Un pie entablillado por culpa de unos cortes. A ojos de los extranjeros, todavía no a los de los locales, quedó encumbrado como el hombre que descubrió Pamplona. Los de 1931 fueron sus últimos sanfermines antes de la Guerra Civil. Cuajó su diccionario taurino para “Muerte en la tarde” y tuvo tiempo para presenciar otra lluvia de panes y huevazos al Niño de la Palma.
Cuando le robaron le cartera
En 1953, el Hemingway “galán de cine y bigote sensual” cambió por el de la barba canosa y poblada, rociada de polvos amarillos contra la dermatitis. Se hospedó en el hotel Ayestarán, en Lecumberri, a 35 kilómetros de Pamplona. Aquello no tuvo nada que ver con lo de los veinte. Ernesto, como le decían, no podía tomar notas ni preguntar. Todo eran autógrafos y copas en el Choco. Le robaron la cartera. Dentro: documentación, 11.000 francos y 30 libras. Dicen que gorra blanca y camisa a cuadros.
Ese año se conocieron Hemingway e Iribarren. El Nobel le aconsejó no ver la película de Fiesta por ser muy falsa. También le dijo que Pamplona había cambiado mucho, pero que se podía encontrar “todas las cosas maravillosas si se sabe dónde buscar”.
En 1959, la experiencia fue similar. El escritor caminaba y le perseguía una corte de aduladores, él la bautizó “chusma”. Un tal Harrison, joven periodista, le increpó: “Me hubiera gustado venir a Pamplona contigo hace treinta y cinco años, cuando te dedicabas a indagar y a escribir, en lugar de malgastar el tiempo sentado en un bar haciendo bromas con tus amigotes”. Dice Iribarren que varios de estos amigotes apostaron por echarlo del grupo, pero Hemingway no accedió.
El autógrafo en la alpargata
Otro de esos días, un mozo interrumpió la conversación en la corte del Choco. El escritor estadounidense había firmado tropecientos autógrafos y había dicho basta, pero aquel chaval quería su firma, de modo un tanto peculiar. “¿Podría ser en mi alpargata?”. Al principio, el Nobel no accedió porque, claro, luego las ensuciaría andando por ahí. Cuando el mozo prometió que no haría eso, Hemingway agarró las alpargatas y firmó una de ellas. Se quedó la otra. “¿Me la devuelve?”. Dijo que no, total, no la iba a usar, ¿verdad? Ése era Hemingway.
Dionisiaco, se paseaba y a sus amigos del alma, a los de verdad, les contaba: “Está siendo la mejor Fiesta de mi vida”. Caminaba con el éxito a la espalda, alzaba la vista y se sabía el Cristóbal Colón que había convertido aquel pueblo en capital del mundo una vez al año. El Ayuntamiento le brindó un homenaje en la plaza, al que llegó tarde y vestido de camping. Había estado pescando.
Dos años más tarde, Hemingway se suicidó con una escopeta. Los últimos días alucinaba. Un compañero escribió: “Es triste ver sufrir a este gigante. Ahora se cree el dueño de Pamplona. Se enfurece al pensar que alguien pueda asistir a San Fermín sin que él lo invite”. Cuenta Kurt Singer que días antes de ponerse fin mandó un cablegrama a Navarra. Canceló la reserva de la habitación y de las entradas de los toros. ¿Cómo iba a robarle a alguien esa oportunidad?