El 28 de diciembre de 1895, el Salon Indien del Gran Café, situado en el número 14 del Boulevard des Capucines de París, colgó en su exterior un misterioso cartel que apenas decía nada a los transeúntes que pasaban por delante: "Cinematógrafo Lumière. Entrada 1 franco". Sin embargo, inmediatamente después lo que sucedía entre esas cuatro paredes pasó a estar en boca de todos: en la oscuridad, encerradas en un rectángulo luminoso, ¡se veían imágenes moverse y actuar como si estuvieran vivas! Los hermanos Louis y Auguste Lumiére habían logrado poner en marcha la primera exhibición pública de lo que casi inmediatamente pasaría a ser conocido como "cine".
Entre los primeros que acudieron a contemplar el nuevo prodigio se encontraba Georges Méliès (1861-1938), quien por entonces ya disfrutaba de reconocimiento por ser el propietario y director del Robert Houdin, un teatro que había comprado con la parte que le correspondió cuando renunció a dedicarse a trabajar en la fábrica familiar de zapatos, y donde ponía en escena trabajados y fascinantes números de ilusionismo inspirados en lo que había aprendido durante sus años de estancia en Inglaterra, donde frecuentó el Egyptian Hall del aclamado mago Maskelyne.
Partida de naipes
No cuesta nada imaginar la gran sonrisa de ilusión que debió dibujarse en su rostro al ver cómo escenas de la vida cotidiana eran atrapadas y encapsuladas ante sus ojos. Y tampoco extraña que, al finalizar el espectáculo, se dirigiera a los dos hermanos dispuesto a comprarles uno de esos prodigiosos aparatos, al precio que fuese. Los Lumiére, probablemente porque no querían perder el monopolio de la explotación de su invento, declinaron la oferta, pero eso difícilmente iba a desalentar a alguien con tanta decisión como Méliès, que terminó haciéndose con su propio cinematógrafo (según unas versiones, construyó uno él mismo; según otras, se hizo con otro modelo más rudimentario de otro inventor y lo mejoró).
El mago Méliès aprendió rápidamente los rudimentos de funcionamiento del aparato y así, en abril de 1896, incorporó a su espectáculo teatral la proyección de películas (la primera de ellas fue una titulada "Partida de naipes"). En un principio, y al igual que hacían los Lumiére, se trataba de historias más o menos realistas, en las que captaba escenas de la vida cotidiana. Más tarde, incorporó filmaciones de escenificaciones teatrales en las que se representaban, con tono jocoso, noticias de actualidad. En un primer momento, no bastaba más: la mera existencia de aquellas imágenes en movimiento bastaba para maravillar al público, que las devoraba como un número de ilusionismo más.
Stop trick
Sin embargo, nada se agota en menos tiempo que la maravilla. Pronto los espectadores se acostumbraron a lo que antes les fascinaba, y hubo quien comenzó a decir que el nuevo pasatiempo había cumplido su ciclo vital y no sería más que una moda efímera (lo mismo que años después diría Edison sobre la radio). Y por azar, fue Méliès el que dio con una de las teclas que haría ascender el nuevo entretenimiento a la categoría de arte: cuando estaba rodando una de sus películas en la calle, el mecanismo de la cámara se atascó y dejó de filmar unos instantes, mientras lo reparaba.
Cuando proyectó el resultado, observó con sorpresa cómo un tranvía de caballos se convertía ante sus ojos en un cortejo fúnebre. Acababa de descubrir el stop trick, el primer truco de origen exclusivamente cinematográfico (hasta entonces, se había limitado a filmar directamente números de ilusionismo tal y como sucedían ante los espectadores).
Hubo quien dijo que el nuevo pasatiempo había cumplido su ciclo vital y no sería más que una moda efímera (lo mismo que años después diría Edison sobre la radio)
Fue la llave que abrió la puerta a todo un mundo de posibilidades, que se inició en 1897 con Gugusse et l'automate, la primera película que mostró a un robot en la historia del cine. Comenzaron entonces unos años prodigiosos, en los que Méliès invirtió todo su dinero en construir su gran estudio de Montreuil, homenajeado e inmortalizado en La invención de Hugo de Martin Scorsese (2011), donde la maravilla se convirtió en norma, y de donde fueron saliendo las grandes cintas del francés: Viaje a la Luna (1902), El viaje a través de lo imposible (1904), El eclipse: el cortejo entre el Sol y la Luna (1907), A la conquista del Polo (1912), y tantas otras.
Y con cada innovación, iba rompiendo las costuras del lenguaje cinematográfico, añadiendo nuevos elementos que hacían crecer lo que había nacido como mera atracción de feria. Luego vendrían la ruina y el olvido, cuando el mundo se precipitó en la Primera Guerra Mundial y desapareció el interés por la magia y la ilusión, y más tarde aún la reivindicación, cuando ya era un anciano que regentaba un puesto de chucherías en la estación de Montparnasse. Pero antes, al principio de todo, hace 120 años comenzaba un viaje de destino impredecible en el teatro Robert Houdin, la casa de Georges Méliès, el lugar donde todo era posible.