Se autodenominan ‘poetas postmodernos Ghazal’. La obra de Medhi Mousavi y Fatemeh Ekhtesari reanima el tradicional soneto de amor persa aplicándolo a los problemas políticos y sociales de su país. Han sido acusados de hacer propaganda contra el Estado, de blasfemar contra santidades y condenados, respectivamente, a prisión de nueve y once años y medio. Ahora los activistas han protagonizado una extraña fuga de sus fronteras opresoras y pueden contar su historia, aún recuperando el aliento.
Su libertad llega después de que EEUU e Irán acercaran posiciones y firmasen el pasado julio su histórico pacto nuclear: Washington levantó las sanciones que mantenían a Teherán desconectada de los mecanismos del sistema financiero global y ésta, por su parte, aceptó frenar su acceso a la bomba atómica. La segunda parte del trato incluía un canje de presos entre ambas potencias: cuatro iraníes-estadounidenses fueron liberados a cambio de otros siete iraníes. La huida de estos artistas simboliza que, a pesar de la incipiente flexibilización de Occidente, sus líneas duras aún machacan a gran parte de la República Islámica. No ha dejado de ser una de las principales deudoras de la libertad de expresión a nivel mundial: tiene el dudoso honor de ser el tercer Estado que más periodistas encarcela, sólo por detrás de China y Egipto.
Hadi Ghaemi, director ejecutivo de la Campaña Internacional por los Derechos Humanos en Irán, habla de la hipocresía: “Hay presos políticos iraníes encarcelados por cargos igualmente infundados, pero como no tienen pasaporte extranjero [como los estadounidenses citados], no reciben la misma atención”. Ghaemi apunta, sin pudor, a “la farsa continua de la justicia”. Es el caso de Mousavi -médico y profesor de literatura- y Ekhtesari -enfermera dedicada al cuidado de las parturientas-, tan comprometidos ambos con el arte local y el activismo político que han sido devorados por su propio país. Las posturas entre potencias enemigas se han acercado, sí, pero su libertad y su integridad física siguen en peligro. ¿Cómo sentirse seguro en un lugar que te condena a 99 latigazos por darle la mano a un compañero del sexo opuesto? De ahí la fuga.
Mousavi y Ekhtesari no son más que cabezas de turco: el sector policial, judicial y militar más conservador de su país considera cualquier acercamiento con Occidente una amenaza a la República Islámica y un síntoma de decadencia moral y, para combatir este riesgo, se ceba con ellos, demostrando así su vieja fuerza. No son los únicos: el galardonado cineasta iraní Keywan Karimi se enfrenta a seis años de prisión y hasta a 223 latigazos por sus películas, que también pecan de insultar a santidades. En junio, el dibujante Atena Farghadani fue condenado a 12 años y nueve meses por representar en uno de sus dibujos a los parlamentarios iraníes como animales. Su intención era criticar un proyecto de ley que restringía la anticoncepción y criminalizaba la esterilización voluntaria, según ha informado Amnistía Internacional. Hila Sedighui, otro joven activista y político, también fue detenido y, más tarde, rescatado de la cárcel a principios de este mes, a pesar de que los cargos en su contra ni siquiera son nítidos.
Muchos otros continúan desaparecidos: es el caso del estadounidense-iraní Siamak Namazi, del que se intuye que sigue detenido en Irán, o el de Nikar Zakka, libanés con estatus de residente permanente en EEUU, o el de Robert Levinson, un ex agente del FBI que desapareció en Irán en 2007 en una misión no autorizada de la CIA. John Kerry, secretario de Estado norteamericano, en unas declaraciones del pasado lunes a Morning Joe, se mostró templado en sus consideraciones. “Irán seguirá forzando sus líneas duras, los moderados quieren la reforma… Veremos qué ocurre”. Pidió que los iraníes guardasen sus tarjetitas de revolucionarios y pensasen en lo mejor para su gente y en su participación en el comercio mundial. “Irán sólo estará bien cuando consiga reunirse con el mundo”.